Tendencias innovadoras en la administración pública y el derecho administrativo italianos

AutorDomenico Sorace
CargoCatedrático de Derecho administrativo de la Universidad de Florencia
Páginas359-379

    Conferencia pronunciada en la Jornada de estudio sobre las perspectivas del Derecha administrativo, Escuela de Administración Pública de Cataluña, Barcelona, marzo de 1992.

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1. Las causas históricas de la necesidad de reformas

Al entrar en vigor la nueva Constitución (1 de enero de 1948), la Administración de la naciente República Italiana, cuyas gravísimas deficiencias hizo evidentes la guerra a todo el mundo, se caracterizaba por una estructura organizativa esencialmente burocrática y con formas de actuación acusadamente autoritarias.

Tal situación tenía explicaciones históricas precisas. De hecho, al unificarse (1861) en el Reino de Italia los numerosos estados preexistentes, el modelo administrativo, todavía muy acusadamente anden régime, del Reino de Piamonte-Cerdeña se había extendido por el nuevo Estado unitario. Después se produjo la no muy larga aunque sí incisiva experiencia del régimen fascista, coincidiendo con la afirmación de una ideología, muy exrendida en otros países de Europa, cuyo derecho administrativo se centraba esencialmente en la disciplina de poderes autoritarios.

Por otro lado, a principios de siglo, debido a las exigencias de las políticas sociales y, por consiguiente, de la intervención en la economía y, posteriormente, por la repercusión de la crisis económica mundial de finales de los años veinte, junto a la administración tradicional se había constituido una especie de administración paralela integrada por numerosas entidades políticas. Las exigencias de la economía, particularmente, provocaron que incluso el fascismo tuviera que respetar las competencias técnicas de las administraciones rectoras de la política monetaria y del sector crediticio (Banco de Italia y su gobernador) y que surgiera una original fórmula de intervención estatal en economía -denominada de «participaciones estatales»- realizada mediante la actividad de sociedades de derecho privado cuyas acciones, sin embargo, recaían en manos del Estado o de entidades públicas económicas (tales como el Instituto para la Reconstrucción Industrial - IRI - del que más adelante hablaremos).

La posguerra situó en un primer plano, por su urgencia, el problema político de la democratización de los poderes públicos y el problema económico de la promoción del desarrollo industrial del país. Al primero se dio respuesta con la inmediata reconstitución de los órganos electivos (suprimidos por el fascismo) de las entidades locales (que, sin embargo, seguían por lo demás sujetas a la disciplina de una legislación que databa de 1859) y, más tarde, con la institución de las regiones (realizando así, aunque no antes de 1970, las previsiones constitucionales al respecto). Al segundo problema se hizo frente concediendo muy generosamente subvenciones públicas a lasPage 360 empresas privadas (a las que no se impusieron controles significativos ni para orientarlas hacia objetivos programados ni para obtener su respeto hacia las obligaciones sociales generales, comenzando por las de carácter fiscal) o bien ampliando y haciendo asi cada vez más incisiva, junto a las iniciativas económicas privadas, una actividad económica pública, no sólo en el sector de los servicios públicos sino también en todos los campos de la economía, desarrollada sobre todo mediante sociedades con participación estatal.

En el plan conjunto de la organización administrativa el resultado ha sido una contradictoria y, sea como fuere, insatisfactoria amalgama de instituciones electivas (dominadas por los partidos políticos) superpuestas a estructuras burocráticas tradicionales, muy a menudo autoritarias y carentes de eficiencia, apoyadas en organismos ambiguamente dispuestos entre et sector público y el privado. Una amalgama en la cual parece muy incierto y precario el papel reservado a los técnicos en la Administración, así corno el marco de los derechos reconocidos a los ciudadanos, especialmente en la perspectiva de su participación directa en la actividad de la Administración. En tal situación ha ido creciendo y convirtiéndose incluso en anormal el poder de los partidos políticos, que de esta forma no sólo podían dominar las instituciones democráticas, sino también inmiscuirse en tareas reservadas a los técnicos e imponer sus propias selecciones a amplios sectores económicos.

Es, pues, comprensible que precisamente la grave pérdida de legitimación por parte de los partidos políticos -definidos por la Constirución como el principal instrumento de participación de los ciudadanos en la vida de las instituciones, degenerando, por el contrario, en instrumentos elitistas dotados de poderes anormales e ¡limitados- haya representado, junto a una mayor conciencia social y cultural respecto a la correcta definición de las relaciones entre ciudadanos y estructuras políticas y burocráticas en la Administración pública de un Estado, el factor que más recientemente y en mayor medida ha influido en el impulso reformador de la Administración pública italiana. Sobre dicha tendencia reformadora han pesado mucho también, seguramente, los impulsos debidos a la consolidación de las políticas de deregulation reagan-thatcherianas y los derivados directamente de la creciente voluntad de la CE en la realización del mercado único.

Así, desde hace unos años vienen proyectándose e introduciéndose reformas que parecen bosquejar para la Administración y el derecho administrativo italiano nuevos aspectos (si bien es cierto que persiste el temor de que el resultado consista sólo en disfrazar modas pasadas).

Para informar de algún modo sobre algunas de estas tendencias innovadoras pueden considerarse dos perfiles diferentes: por un lado, los cambios de delimitación entre el derecho administrativo y el derecho privado, tanto en la organización como en la actividad de la Administración; por otro, la reorganización de papeles atribuidos a ciudadanos, burócratas, técnicos y políticos en la Administración.

2. Las «privatizaciones», o la expansión ulterior del uso de modelos organizativos privatísticos por parte de la Administración pública

El tema de las «privatizaciones» proporciona, y muy útilmente, un buen punto de partida acerca de estas referencias a algunas de las tendencias innovadoras italianas de los últimos tiempos.

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Para comprender el sentido de este término debemos tener presente que en Italia la presencia del sector público en la economía se produce bajo diferentes formas.

Por un lado cuenta con entidades públicas o empresas autónomas (órganos del Estado dotados de autonomías especiales) que realizan actividades empresariales de producción de bienes o, sobre todo, prestación de servicios, a veces en régimen de derecho privado incluso en cuanto a relaciones laborales de personal (por ejemplo, la entidad de Ferrocarriles del Estado, creada en 1985 por transformación de la empresa autónoma ya existente, FFSS -o Entidad Nacional de la Energía Eléctrica (ENEL)-, creada a principios de los años sesenta con motivo de la única nacionalización de la posguerra, la de las empresas productoras de energía eléctrica, reunidas en un oligopolio); o bien, en régimen preferentemente público (por ejemplo, la administración autónoma de correos y telégrafos). Aquí pueden incluirse también las entidades públicas que operan en el sector bancario y, por tanto, algunos grandes bancos nacionales y numerosas entidades bancarias locales, Jas más importantes de las cuales son las cajas de ahorros: se trata de entidades con una actividad que debe someterse a reglas particulares y se desarrolla bajo el control de las auroridades administrativas que rigen el sector bancario, lo que asimismo ocurre con las empresas privadas que operan en el sector.

Varias son las exigencias que en este sector inducen a la «privatización». En servicios públicos como, por ejemplo, correos se produce una exigencia de mayor eficacia que, en parte, parece haber sido satisfecha por la empresa autónoma con el traspaso parcial de actividades a empresas privadas y que se supone podrá mejorar más radicalmente imitando el ejemplo inglés. En otros casos (el de ENEL, por ejemplo), se considera que las razones que provocaron el traspaso al sector público han desaparecido y se proyecta el retorno de las empresas eléctricas a manos privadas para obtener una adecuada compensación. En el caso de las entidades de crédito, considerando las exigencias derivadas de la realización del mercado único europeo, que requiere la constitución de empresas más fuertes y, por lo mismo, de mayores dimensiones, se tiende tanto a la transferencia a manos privadas como a la adopción de formas organizativas semejantes a las de las empresas privadas, que posibilitan una mayor agilidad de gestión y, sobre todo, sinergias más fáciles entre empresas diferentes; en otras palabras, se tiende a la transformación de las entidades en sociedades anónimas.

Así, las entidades públicas de crédito han sido autorizadas para convertir sus empresas bancarias en sociedades anónimas por una reciente Ley (núm. 218, de 30 de julio 1990) que ha establecido a tal efecto una elaborada reglamentación. Entre otras cosas, se ha determinado, en primer lugar, que las operaciones correspondientes deben ser aprobadas por el ministro de Hacienda, una vez conocido el criterio del comité interministerial de crédito y ahorro, «que debe certificar su adecuación a las exigencias de racionalización del sistema crediticio» y, además, que el esratuto de las nuevas sociedades debe «fijar los límites de adquisición y cesión de participaciones, previendo, de forma particular, que la cesión de acciones deberá ser aprobada por el comité interministerial de crédito y ahorro cuando la entidad cedente pierda el control de la mayoría de las acciones con derecho a voto en la asamblea ordinaria de la sociedad» en que pasa a convertirse la empresa bancaria (vid. art. 1, c.3; y 2, c. 1, letra c).

Las demás entidades públicas económicas y las empresas autónomas anteriormente mencionadas han sido tenidas en consideración por una disposición más reciente,Page 362 ocupándose también de las «participaciones estatales», a la que haremos tefetencia más adelante.

Precisamente a través de esta forma, ya aludida al principio, se ha llevado a cabo particulatmente en Italia la acusada y amplia presencia pública actual en el campo de la economía. Su origen se remonta a los ptimeros años treinta, cuando para salvar los bancos mixtos de la crisis provocada por la gran recesión de 1929 se creó el Instituto para ta Reconstrucción Industrial (IRI), que se hizo cargo de las participaciones de los bancos en acciones de empresas industriales. Más tarde, durante la posguerra, la Ley núm. 1589 de 1956 estableció lo que vino a llamarse «sistema de participaciones estatales». Las participaciones en acciones quedaron repartidas entre diferentes sectores y se asignaron a cinco entidades públicas distintas (las más importantes de las cuales son, además del IRJ -que mantuvo características polisectoriales articulándose a la vez en una serie de subholdings de sector-, el ENI, activo en el campo de los hidrocarburos, y el EFIM, que actúa en el terreno de la industria mecánica), a las que corresponde el ejercicio de los poderes derivados de su calidad de socios en las sociedades de derecho privado de las que son accionistas. Las entidades de gestión deben actuar según criterios «económicos», recibiendo directrices del ministro de Participaciones Estatales, que debe observar, a su vez, las directrices del Comité Interministerial para la Programación Económica (CIPE).

Conviene advertir que las entidades de gestión, aunque públicas, desarrollan igualmente una actividad reglamentada por el derecho privado, y que, por otro lado, también las sociedades operativas se cigen por las reglas normales aplicables a las sociedades anónimas, salvo si el código civil permite que los actos constitutivos confieran al Estado y a las entidades públicas que poseen participaciones la facultad de nombrar y revocar a uno o más administradores o síndicos, así como imponer, en este último caso, que el presidente del colegio sindical sea elegido entre los miembros de nombramiento público (art. 2458, 2460). Lo que está claro es que la idea pretende conciliar dos exigencias muy diversas: la de las sociedades operativas, que les impele a actuar según las reglas del mercado, y la del gobierno, que desea orientar de acuerdo con sus propios objetivos de política económica la acción de las sociedades.

Es innegable que, a pesar de las gravísimas dificultades que supone la conciliación satisfactoria de estas exigencias a menudo contradictorias, el sistema de participaciones estatales desempeñó en cierta época un papel positivo en el desarrollo industria) del país, manteniendo vivas actividades industriales insuficientemente rentables para ser gestionadas por empresarios privados pero cuya supervivencia resultaba útil para el tejido económico general; de cualquier modo, parecía socialmente necesaria. Sin embargo, no sólo por la necesidad de realizar este tipo de intervenciones sino también por carencias de gestión derivadas de interferencias políticas en actividades de dirección, el sistema de participaciones estatales ha vivido en conjunto no tanto de beneficios como de subvenciones públicas, transformándose así en un ulterior instrumento de poder ajeno a los partidos. Por otro lado, respecto al sistema de participaciones estatales ha ido acentuándose también la desconfianza de la Comisión de la Comunidad Europea, acusándolo de funcionar en algunos casos violando los art. 90 y 92 del Tratado de la CE (vid. las sentencias del Tribunal de Justicia c. 303/88 y 305/89, de 21 de marzo de 1991).

La posición actual de la opinión pública, muy crítica en relación con la excesiva injerencia de la política en la vida civil en general y, por tanto, del exagerado poder dePage 363 los partidos (concretado también en el terreno específico por la petición de convocatoria de un referéndum para la abolición del ministerio de Participaciones Estatales, objetivo por el que el comité promotor está recogiendo firmas precisamente en estos momentos), sumada a las preocupaciones cada vez más graves debido a la gran magnitud del déficit público -que en parte ha pensado remediarse también con la venta de empresas públicas-, ha conducido al resultado muy reciente de la aprobación del Decreto-Ley (núm. 309, de 3 de octubre de 1991), en que, análogamente a las decisiones tomadas por la ley antes citada en relación con las entidades de crédito, se prevé que las entidades de gestión de las participaciones estatales, así como el resto de entidades públicas económicas y las empresas autónomas del Estado, puedan convertirse en sociedades anónimas. A diferencia de la Ley sobre bancos, el Decreto-Ley mencionado no está muy elaborado y pone en manos del gobierno la formulación de orientaciones para realizar las transformaciones y proceder a la enajenación de las participaciones en las sociedades resultantes de los cambios. De cualquier manera, se prevé, por un lado, que la nuevas sociedades no estén sujetas a las directrices de gestión que podían dirigirse a las empresas y a las entidades de las que derivan, exceptuando, sin embargo, las «orientaciones de carácter general»; y, por otro, que «las enajenaciones y cualquier operación que diera lugar a la pérdida de control de la mayoría, directa o indirecta, por parte del Estado en las sociedades (...) sean aprobadas por el Consejo de ministros con arreglo a deliberaciones específicas de las cámaras, realizadas según procedimientos y modalidades establecidos por ellas mismas» (vid. art. 1, c.9)- Esta última disposición es un indicador inequívoco de la acusada incerti-dumbre que sigue habiendo sobre el tema, incluso en el seno de la mayoría gubernamental. Por consiguiente, y también porque las cámaras deberán convertir en ley un Decreto-Ley que posiblemente modificarán sustancialmente, resulta imposible prever si «la época de las privatizaciones» terminará en Italia con una disminución esencial de la presencia pública en la economía o con una expansión del uso de la forma organizativa de derecho privado de la sociedad anónima a fin de actualizar la presencia pública.

A pesar de todo, los dos textos citados muestran claramente la tendencia a una postergación cada vez más dilatada del derecho administrativo tradicional incluso acerca de la formas organizativas. En la misma perspectiva debe situarse también la previsión de la nueva Ley sobre la ordenación de las autonomías locales, en que se admite que para la gestión de los servicios públicos locales, y como alternativa a organismos tradicionales tales como las empresas autónomas (cuya autonomía queda potenciada por esta Ley con la atribución, también, de la personalidad jurídica autónoma) se pueda permitir la constitución de «sociedades anónimas donde prevalezca el capital público local cuando, por la naturaleza del servicio prestado, resulte oportuna la participación de otros sujetos públicos o privados» (vid. art. 22, c.3, letra c).

Interesará comprobar si las sociedades con participación pública, sobre todo cuando se prevea que se mantendrán necesariamente bajo control público o que recibirán «orientaciones» de los poderes públicos, podrán considerarse verdaderamente sujetos de derecho privado (incluso con ciertas excepciones en relación con el régimen privado ordinario) o si será mejor considerarlas como una nueva encarnación de la entidad pública (con todas las consecuencias que puedan derivarse en cuanto a referencias o principios publicistas o bien en relación con aplicaciones analógicas de normas de la misma naturaleza).

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De hecho, no parece que la actuación de las administraciones públicas pueda eludir la observancia de algunos principios constitucionales básicos, sea cual fuere su actuación en el cumplimiento de sus «misiones». Sin embargo, esto no supone una total «administrativización» de su actuación, como tendía a creer la doctrina italiana de los años treinta, porque, ciertamente, no codas las reglas del derecho privado (o no todas las reglas de la economía de mercado, de las que las normas privatísticas constituyen con frecuencia la expresión jurídica) resultan incompatibles con los principios irrevocables de la actuación pública; pero tampoco puede afirmarse lo contrario, como a veces parece defender algún autor contemporáneo, quizás para acentuar la polémica con el pasado.

3. Los acuerdos sobre el contenido discrecional de las providencias administrativas situadas entre el derecho público y el privado

La problemática mencionada al final del párrafo anterior todavía sigue ocupando una posición central al examinar las novedades del derecho italiano sobre el tema de los acuerdos entre particulares y Administración.

La tradición no niega que las administraciones públicas puedan celebrar contratos regidos casi exclusivamente por el derecho privado como, por ejemplo, los contratos ordinarios de compraventa o de arrendamiento, suministro o adjudicación (aunque sobre todo en este último caso el régimen privatístico ordinario queda parcialmente derogado a favor de la Administración). Lo único que tienen que hacer es seguir las normas administrativísticas (hoy también en el derecho comunitario) y adoptar, en consecuencia, procedimientos particulares respecto a ia elección de la otra parte contratante; en cuanto al resto, vale el derecho privado (sólo se plantea algún problema cuando debe establecerse si -y cómo- puede afectar al contrato una eventual ilegitimidad producida en el procedimiento administrativo preliminar).

En cambio, resultaba muy controvertido el hecho de que las administraciones pudieran convertir en objeto de contrato el contenido de un poder publicístico atribuido a su discrecionalidad. De ahí surgió una famosa discusión sobre la admisibilidad del «contrato de derecho público», y a pesar de las sabias indicaciones de algunos autores (Miele) que, cuando menos, negaban que dicho contrato pudiera excluirse como vía de principio (reciencemente se ha explicado de forma muy simple que, por ejemplo, no se sabe por qué al realizar sus propias selecciones discrecionales una administración no deba tener en cuenta también eventuales compensaciones que podrían derivar de cierto ripo de elección: Falcon), la posición dominante de la jurisprudencia fue de signo contrario, incluso acerca de la consideración, que parece resolutiva, según la cual el acto de ejercicio de un poder público tiene que ser revocable cuando la revocación contradice la característica de la relación conrractual que supone su tendencia a la estabilidad.

Actualmente, otra reciente Ley (núm. 241, de 7 de agosto de 1990), que regula finalmente en términos generales el derecho de acceso a los documentos administrativos y el procedimiento administrativo, se ocupa directamente del tema y establece (vid. art. 11) que en el desarrollo de un procedimiento administrativo la Administración puede concluir el procedimiento mediante un acuerdo que sustituya la providencia unilateral (y que debe someterse a los mismos controles establecidos por dichaPage 365 providencia) o llegar a acuerdos con los interesados «para precisar el contenido discrecional de la providencia final».

El legislador, por otro lado partidario del criterio en tal sentido del Consejo de Estado, no ha querido aceptar, a pesar de todo, la propuesta de la comisión de estudio (presidida por Nigro), cuyos trabajos constituyen la base de la ley en cuestión, que había previsto de forma general la posibilidad de sustituir la providencia por un acuerdo, en coherencia con la sugerencia, realizada por la misma, de dictar un principio general en virtud del cual la Administración debería haber fomentado siempre la celebración de acuerdos con los interesados. Así, se ha determinado que los casos en que esta sustitución sea posible deberán estar específicamente previstos por las leyes; sin embargo, se establece firmemente que dichos acuerdos estarán regulados por las normas ya dictadas incluso en relación con el otro tipo de acuerdos previsto.

Con arreglo a la nueva ley, a los acuerdos «se aplican, cuando no haya nada previsto diversamente, los principios del código civil en materia de obligaciones y contratos compatibles». A pesar de todo, es la propia ley la que dispone algunas derogaciones importantes del código civil. En efecto, admitiendo que los acuerdos deben celebrarse «en cualquier caso pensando siempre en el interés público», la ley impone, por norma, la forma escrita, bajo pena de nulidad; consiente que «por motivos sobrevenidos de interés público la Administración renuncie un i lateralmente al acuerdo, pero con la obligación de satisfacer una indemnización por causa de eventuales prejuicios ocasionados a particulares»; reserva al juez administrativo las controversias en materia de formación, celebración y ejecución de acuerdos (más allá de su jurisdicción ordinaria limitada a los «intereses legítimos», a los casos en que un ciudadano sólo puede pretender que la Administración ejerza sus propios poderes según las leyes y los principios y sin que nada de ello dimane necesariamente una prestación a favor suyo o la abstención del cumplimiento de una acción que incida negativamente en su libertad personal o en su patrimonio). Una norma aún más importante es la que resulta implícitamente de todo lo ya mencionado y también de la prescripción según la cual los acuerdos son elaborados por la Administración competente a base de observaciones y de propuestas presentadas por los participantes en el procedimiento; también las negociaciones que conducen al acuerdo deben quedar formalizadas en el ámbito del procedimiento.

Es conveniente advertir también, si bien no derogan las normas ordinarias del derecho civil, las prescripciones por las que los acuerdos deben ser celebrados sin perjuicio para el derecho de terceros, y deben ser posibles en relación con actos normativos administrativos generales, de programación y de planificación. Aunque la primera norma es obvia, respecto a la última (vid. art. 13) sólo debe observarse que, por ser generales todos los actos mencionados, los acuerdos no resultarían posibles en tanto que únicamente podrían ser celebrados válidamente con la generalidad de los sujetos interesados.

El efectivo alcance concreto de esta nueva reglamentación del tema debe ser profundizado, evidentemente, desde aspectos diferentes.

Bajo esta luz será preciso revisar, por ejemplo, las explicaciones propuestas por algunos acuerdos específicos sustitutivos de providencias ya previstas por las leyes (la hipótesis más citada es la de acuerdos amistosos en materia de expropiaciones), pero también, y ante todo, muchas reconstrucciones teóricas referentes a las relaciones entre administración y particulares cuando los últimos asumen respecto a la Ad-Page 366miniscración la obligación de desempeñar actividades definibles como servicios públicos o incluso como funciones públicas (más adelante volverá a tratarse este tema). En este último caso, efectivamente, la innegable existencia de un momento contractual debe concillarse con la firme convicción de que un poder público discrecional sólo puede ser ejercido unilateralmente por la Administración, y, en consecuencia, las teorías más extendidas explican el fenómeno con la presencia concomitante de dos actos jurídicos muy diferentes y en ningún caso untficables: un acto administrativo autoritario unilateral (llamado «concesión») y un contrato de derecho común.

También hay que profundizar sobre el problema (que, evidentemente, deberá tener soluciones diferentes para diferentes hipótesis y circunstancias) que plantea qué formas del código civil podrán considerarse aplicables (por ejemplo, las referentes a responsabilidad precontractual - ¿art. 1337 y 1338? -, o bien a ejecución específica de la obligación de celebrar un contrato -¿art. 2932?-, o la resolución del contrato por incumplimiento - ¿art. 1453?-, etc.).

Pero el hecho de que haya muchos puntos por aclarar respecto a los efectos concretos que pudiera producir la nueva normativa no impide destacar desde ahora mismo, dada su generalidad, su gran importancia teórica: frente a ello, efectivamente, no se puede seguir afirmando que el derecho administrativo es un sistema cerrado y autosuíiciente en relación con el derecho privado. Sin embargo, al mismo tiempo no puede sostenerse que cualquier forma de derecho privado pueda ser aplicada a la actividad de la Administración pública; en definitiva, pues, no todo el derecho privado puede considerarse «derecho común» respecto a los particulares y a las administraciones públicas.

La nueva normativa debería destacarse aún por otro aspecto. Hay que tener presente, en efecto, que el precedente rechazo sustancial a reconocer la legitimidad de acuerdos entre particulares y administración en relación con el ejercicio de poderes públicos discrecionales por esta última se resolvía negando una adecuada forma jurídica a exigencias reales. Los acuerdos entre administración y particulares no hacían abstracción, por tanto, de la realidad, más bien eran cada vez más numerosos; se habían refugiado, sin embargo, en el mundo de lo informal. Y, en efecto, la doctrina más perspicaz (Giannini) no ha dejado de analizar estos «acuerdos oficiosos» para buscar aspectos jurídicamente relevantes (cuando menos, quien haya manifestado su propio consentimiento respecto a una determinada decisión de la Administración no podrá impugnar la correspondiente providencia) y demostrar que en cierto modo pueden ser formalizados mediante declaraciones escritas uni o bilaterales.

Todavía existía un problema: el obstáculo a la transparencia de la acción administrativa derivada de la no oficialidad de los acuerdos no podía considerarse, efectivamente, como un hecho positivo, y no sólo porque, en general, inducía erróneamente a considerar fruto de una elección discrecional solitaria decisiones de la Administración que eran resultado de una convivencia consensual de los intereses en litigio, sino también, más concretamente, porque favorecía además la formación de acuerdos que a plena luz nunca se habrían estipulado. Éste es, pues, otro aspecto que permite considerar favorablemente la nueva disciplina legislativa.

4. Actividades de particulares reguladas por el derecho administrativo

Algo más arriba ya se ha mencionado el relieve que adquiriría la nueva disciplina de los acuerdos referentes a las relaciones establecidas entre la administración y losPage 367 particulares en cuanto a la ejecución de servicios públicos o de funciones públicas por estos particulares. Obviando los posibles desarrollos del tema derivados de la actuación de la Ley núm. 241, de 1990, más bien debe destacarse cómo en este sector, contrariamente a las tendencias que parecen predominar en otros campos, las delimitaciones entre derecho privado y derecho administrativo parecen moverse de tal forma que este último va ganando terreno.

Los particulares también han ejercido y siguen ejerciendo habitualmente actividades correspondientes al servicio público. Tal fenómeno está vinculado a los servicios locales y adquiere una particular difusión en la Italia meridional, donde la ineficacia de las administraciones locales es mayor. Ahora, la ya mencionada Ley núm. 142, de 1990 (vid. art. 22), prevé para dichos servicios -obvio es decir que conforme a todo aquello que respecto a esta materia consienten ya las normas anteriores- la «concesión» de su gestión a terceros como alternativa ordinaria a otros tipos de gestión previstos por la propia Ley (mediante sociedades anónimas con capital local mayorita-rio, ya mencionadas aquí, o a través de empresas autónomas dotadas de personalidad jurídica, o también «en economía»: mediante los departamentos ordinarios de la entidad, o a través de las «instituciones», departamentos dotados de cierta autonomía). La legislación anterior a 1990 configura la «concesión» esencialmente como un contrato de adjudicación de servicios (donde es necesario que haya una cláusula que autorice el desistimiento anticipado tras un período de tiempo determinado), que debe someterse a la normativa de los concursos y al procedimiento administrativo previstos para garantizar la imparcialidad en la elección del contratante.

Respecto a la ejecución privada de funciones públicas, es sabido que si se concede la consideración de tales a actividades que implican el ejercicio de un poder soberano de la Administración las hipótesis no son muy relevantes, salvo acerca de la figura del «notario», profesional privado (forzado a superar un concurso público) cuyo objetivo es certificar la autenticidad de hechos y actos relevantes sobre todo en las relaciones entre particulares (por ejemplo, en materia de contratos).

Si, por el contrario, el concepto de función pública incluye todo lo vinculado a la determinación de las selecciones realizadas por la Administración, viene al caso recordar un hecho relacionado particularmente con el campo de las obras públicas. En Italia, las administraciones públicas no han contado nunca con estructuras suficientes para llevar a cabo de forma directa obras públicas de consideración, tradicionalmente confiadas a empresas privadas mediante relaciones basadas en el contrato de adjudicación, regulado por el código civil y también por algunas normativas especiales. Sin embargo, las administraciones públicas disponían de oficinas técnicas preparadas para proyectar obras y controlar su ejecución, así como para desarrollar todas las actuaciones administrativas a ellas vinculadas, desde el requerimiento de expropiación de terrenos necesarios hasta el desarrollo de los procedimientos seguidos para la elección del ejecutor. Ahora, en cambio, estos mismos departamentos con frecuencia también resultan ineficaces, lo cual aumenta la frecuencia del recurso a particulares, incluso en cuanto al despliegue de dichas actividades: concretamente, en muchas ocasiones ello no se limita a concluir un contrato de adjudicación con una empresa privada sino que se estipula -como por otro lado ya ocurre en otros países europeos- un contrato en virtud del cual el particular se compromete a llevar a cabo todas las actividades necesarias para la ejecución de la obra pública, y a veces se obliga no a realizar la obra directamente sino a hacerla ejecutar. A quien asume este tipo de obligaciones sePage 368 denomina «concesionario»; en algunos casos se obliga incluso a realizar el servicio del que la obra es instrumento durante cierto período de tiempo.

En relación con dicho fenómeno han aparecido algunos problemas, entre los cuales hay dos que merecen especial atención.

El primero resulta importante respecto al derecho comunicario. De hecho, en relación con la Directiva 71/305/CE, tendente a garantizar que en toda la Comunidad Europea las administraciones públicas observen en las adjudicaciones de cierta consideración normas de publicidad y procedimientos que permitan evitar la existencia de discriminaciones entre empresarios de diferentes países, se ha afirmado que, por tratarse aquí de una «concesión» y, en consecuencia, de un acto administrativo, no deberían aplicarse normas relativas a un contrato como el de adjudicación (la Ley núm. 584, de 8 de agosto de 1977, de aplicación de la Directiva, admite exclusivamente que las concesiones que sólo suponen construcción deberían equipararse a la adjudicación). Sin embargo, el rema ha quedado definitivamente resuelto con la Directiva 89/440/CE, que, como es notorio, ha denominado adjudicación de obras públicas a los contratos a título oneroso cuyo objeto es la ejecución, o bien conjuntamente la ejecución y proyecto, de ciertos trabajos u obras, así como el caso de encargar la realización, como sea, de una obra que responda a las necesidades especificadas por la Administración adjudicadora.

Pero luego, cuando el concesionario se había comprometido no a realizar sino a encargar la realización del trabajo, aparecía un segundo problema. El concesionario, en efecto, por su condición de sujeto privado no podía considerarse destinatario ni de las normas nacionales ni de las de derecho comunitario referentes a las adjudicaciones de las administraciones públicas. También este problema ha encontrado, a pesar de todo, una solución en el derecho comunitario gracias a la Directiva 89/440/CE, la cual, como es conocido, impone a los estados de la Comunidad la adopción de las medidas necesarias con el fin de que las administraciones «respeten y hagan respetar las disposiciones dictadas por la Comunidad siempre y cuando subvencionen de forma directa en una proporción superior al 50% una adjudicación de obras concedida por entidades distintas de las propias administraciones adjudicadoras».

Notable interés tienen también los desarrollos de la normativa italiana en los que, tras una serie de pronunciamientos de jueces administrativos en tal sentido (la casación de secciones unidas), en su función reguladora de la distribución de la jurisdicción entre jueces ordinarios y jueces administrativos, ha establecido recientemente (Sentencia núm. 12221, de 19 de diciembre 1990) que los segundos son quienes deben conocer de la controversia entre un concesionario y una empresa que aspire a una adjudicación cuando ésta considere ilegítima la forma por la cual el concesionario ha escogido al adjudicatario. Para llegar a tal conclusión, pese a que la ley italiana sólo atribuye al juez administrativo la competencia de conocer en recursos contra actos administrativos (hasta ahora pacíficamente entendidos como actos producidos por la Administración pública), el tribunal de casación ha sostenido que el concesionario, aunque persiguiendo el beneficio y valiéndose para ello de actos de naturaleza privada, «actúa también, en virtud de la investidura de funciones públicas, para llevar a cabo los fines propios de la Administración pública, como, por ejemplo, cuando actúa en calidad de estación adjudicadora. En tales momentos, y desde este punto de vista, actúa como órgano de la Administración pública y recurre a actos objetivamente administrativos, como administrativa es la función que ejerce con tales actos (...) Así,Page 369 la objetiva naturaleza administrativa del acto procedente de un órgano indirecto permite concluir que debe considerársele también subjetivamente como acto administrativo».

Como es natural, esta sentencia, que representa con razón una de las recientes novedades más destacadas del derecho administrativo italiano, ocupa también el centro de un intenso debate. Conforme a la dirección seguida por el derecho comunitario según las directivas citadas, indica evidentemente (más allá de la opinión que se pueda tener en relación con su mérito) la intención de contrastar una eventual tendencia al uso del derecho privado y sus sujetos para rehuir normas de derecho público con fundamentos sustanciales y no formales.

5. La participación de los ciudadanos en las decisiones de la Administración

Al pasar al campo de las relaciones entre los diferentes actores de la Administración hay que hacer referencia ante todo al nuevo papel previsto para los ciudadanos en la ya mencionada Ley núm. 241, de 1990, que dicta finalmente normas generales sobre el tema del procedimiento administrativo. Uno de los contenidos más importantes de esta Ley es, en efecto, el que integra la previsión y la disciplina de la participación de los particulares en el procedimiento administrativo (vid, art.1 7-13).

De hecho, se ha determinado que (a menos que lo impidan exigencias particulares relativas a la rapidez del procedimiento) el funcionario a quien normalmente corresponde velar por el procedimiento en cuestión (denominado por la ley «responsable del procedimiento») debe dar, por norma, comunicación personal de su marcha a ciertas categorías de sujetos: a aquellos que deban intervenir porque así está previsto en una ley; sea como fuere, a aquellos respecto a los cuales la providencia final está destinada a producir efectos directos; finalmente, cuando se trate de sujetos individuales o fácilmente individuales, también a los sujetos distintos de los destinatarios directos de la providencia que puedan verse perjudicados.

Dichos sujetos tienen la facultad de intervenir en el procedimiento, facultad, sin embargo, de la que también dispone en general cualquier sujeto (incluso si se trata de alguien no comprendido entre las categorías anteriormente citadas o a quien por alguna razón no se haya comunicado la marcha del procedimiento) portador de intereses públicos o privados a quien el procedimiento pueda ocasionar un perjuicio. Igualmente se especifica que la mencionada facultad corresponde también a los portadores de intereses «difusos» constituidos en asociaciones o comités.

Los sujetos que intervienen en el procedimiento tienen derecho a conocer las actas y a presentar memorias escritas y documentos que la Administración está obligada a tenet en cuenta. Como es sabido, mediante estas memorias los interesados también pueden proponer a la Administración acordar el contenido de la decisión final del procedimiento.

No obstante, las normas citadas no se aplican ni en los procedimientos destinados a producir actos normativos administrativos de carácter general, o bien de planificación y de programación, para los que la ley quiere que sigan vigentes las disposiciones particulares que regulan su formación. Tal limitación, sin duda, no carece de importancia si se tiene en cuenta, por un lado, que sólo en relación con la planificaciónPage 370 urbanística la ley ya prevé una intervención de los interesados (si bien bajo forma escrita, prevista asimismo pot esta Ley, lo que evidentemente no garantiza demasiado una participación amplia y efectiva en la formación de actos que afectan a un altísimo número de sujetos) y, por otro, que la propia Ley contiene una previsión ciertamente compatible pero que unida a la disposición antes mencionada amenaza con reducir a un campo realmente modestísimo la facultad de intervención de los interesados. Se contempla, en efecto, que las concesiones de subvenciones, contribuciones, subsidios y ayudas financieras, así como la atribución de ventajas económicas de cualquier tipo a personas y entidades públicas y privadas, quedan subordinadas a la predeterminación de los criterios y modalidades a que deben atenerse las administraciones en el momento de adoptar las decisiones correspondientes. Así pues, cuando los actos de determinación de los criterios y modalidades en cuestión deban considerarse comprendidos entre los actos administrativos generales substraídos a la aplicación de disposiciones sobre la intervención de los interesados en el procedimiento, deberá concluirse que la participación de los particulares no se da o bien carece de significado (cuando se hayan establecido criterios y modalidades para las decisiones citadas la participación en su formación dejará de tener, evidentemente, el sentido de una colaboración en selecciones discrecionales) en todos los procedimientos distintos de aquellos que deben conducir a providencias ablatorias.

A pesar de estas limitaciones, la ley no deja de ser una innovación de gran alcance, puesto que en términos generales inserta en el derecho positivo principios -como los de accesibilidad a documentos administrativos y participación de los interesados en decisiones de la Administración- que no todo el mundo creía posible deducir de otras normas y criterios que, sea como fuere, eran tranquilamente ignorados por la praxis administrativa.

Como es natural, frente a estas innovaciones las administraciones adoptan de momento una actitud de resistencia pasiva, pero los jueces administrativos, en sus primeros pronunciamientos, parecen decididos a no tolerar las violaciones de la ley. Merece la pena hacer referencia, por ejemplo, a una recentísima sentencia del Tribunal regional administrativo de la Toscana que ha considerado posible el ejercicio del derecho de acceso a documentos administrativos, pese a que la ley lo someta a la condición de la previa publicación de un reglamento gubernativo, una vez caducado el plazo que la propia ley preveía para hacerlo.

Aún estará por ver si -y cómo- las entidades locales han regulado el tema en sus estatutos (según lo previsto en el art. 6 de la Ley 142/1990); sin embargo, parece que en general han dedicado mayor atención al tema de los referenda consultivos que a la participación procedimental.

6. ¿Hacia la «privatización» del empleo público?

En cuanto a novedades y proyectos innovadores, también deben ser indicados en el campo de las relaciones entre política y burocracia y, más en general, respecto a la amplitud del papel reconocido a la legitimización democrática y a la legitimización técnica del poder administrativo.

Debe recordarse, en primer lugar, que en 1957 fue promulgado un texto único (DPR núm. 3, de 10 de enero), todavía vigente, que reunía todas las disposicionesPage 371 relativas a los empleados del Estado (pero que en realidad se aplicaba, al menos al principio, a todo el campo del empleo público) en que quedaban confirmadas las características de las relaciones de ocupación pública tal como habían sido configuradas por la legislación y jurisprudencia anteriores a la evolución iniciada a principios de siglo (con una etapa fundamental durante los años veinte), cuando todas las controversias referentes a empleo público se habían atribuido a la competencia jurisdiccional exclusiva del juez administrativo (actualmente el 70% del trabajo de estos jueces lo integra tal tipo de controversias). Las relaciones de empleo público (sea cual sea el tipo de trabajo, desde tareas puramente manuales hasta las de colaboración en actividades de gobierno) estaban sometidas unitariamente a un régimen de derecho público y reglamentado de forma unilateral por la Administración (todos los actos que hacían referencia a él, desde el principio al fin de las relaciones, se consideraban actos administrativos) sobre la base de leyes que regulaban meticulosamente incluso el trato económico. Como es natural, bajo esta capa formal existía una realidad constituida por acusadas presiones de las pequeñas corporaciones de empleados de diferentes sectores o niveles que pugnaban sobre todo por la consecución, de forma más o menos evidente, de mejoras retributivas (los sueldos del empleo público nunca han sido demasiado considerables, en conexión con el limitado rendimiento que suele exigirse), y por este motivo la uniformidad de disciplina, especialmente en este aspecto, era sólo aparente.

Todo ello fue sometido a fuertes ímpetus reformadores principalmente en dos direcciones: por un lado, para contractualizar las relaciones, al menos en parte; por otro, para proporcionar una reglamentación particular a la burocracia dirigente.

El primer objetivo comenzó a conocer realizaciones parciales sobre todo desde finales de los sesenta -época en que los grandes sindicatos obreros empezaron a ocuparse particularmente de los empleados públicos-, y pareció haberse logrado a través de la Ley en vigor mas importante relativa al tema: la núm. 93, de 29 de marzo de 1983, titulada «Ley marco del empleo público». Sobre la base de esta Ley se estructuró un complicado y confuso mecanismo normativo que pretendía conciliar, por un lado, la reserva de ley establecida por la Constitución (art. 97) en cuanto a organización de los cargos públicos y a competencia, atribuciones y responsabilidades de los funcionarios; por otro, la falta de legitimización de los sindicatos (derivada de la fallida aplicación del art. 39 de la Constitución) para establecer convenios colectivos con eficacia no sólo para sus asociados, sino también erga omnes, tendentes a obtener el espacio de tiempo más largo posible para la contratación.

A tal efecto se intentó, en primer lugar, distinguir todo lo relativo propiamente a relaciones de trabajo de lo vinculado a organización de oficinas. La ley enumera, antes que nada, las materias substraídas a contratación en tanto que reservadas a la ley, comprendiendo particularmente (además de los procedimientos de constitución, modificación y extinción de las relaciones de ocupación pública y las responsabilidades de los dependientes) la estructuración de los órganos, de las oficinas y de las formas de conferir su titularidad. Al menos en parte, quedan excluidos de la contratación temas que, aunque vinculados de forma inmediata a relaciones de trabajo, tienen implicaciones directas en la organización de oficinas: por ejemplo, los criterios para determinar las «calificaciones funcionales» y sus correspondientes «perfiles profesionales» (la determinación en abstracto de los cargos que el personal de oficinas debe ejercer). Por último, quedan totalmente reservadas a la ley las relaciones de empleo del personalPage 372 militar y policial, los diplomáticos, magistrados y abogados del Estado, y los dirigentes de la Administración estatal (así como el personal asimilado a estos últimos; por ejemplo, los profesores universitarios).

En cuanto a materias no excluidas de la contratación (por ejemplo, las retribuciones, pero también la identificación de las calificaciones funcionales, según los criterios legalmente definidos) relativas a personal perteneciente a categorías distintas de las mencionadas hasta ahora, se ha previsto un procedimiento complejo que pretende definir manualmente (en el marco del techo financiero establecido de forma preventiva por el Parlamento) a diferentes niveles (existen acuerdos interdepartamentales, departamentales y descentralizados) una normativa acordada entre una delegación de la pane pública (integrada por el ministro de la Función Pública y el resto de ministros interesados de diferente manera por el alcance del gasto o por su competencia en relación con sectores a los que se refieren los acuerdos) y una delegación sindical constituida por los sindicatos del sector y por las confederaciones sindicales más representativas a nivel nacional. Una vez establecidos los acuerdos, el Gobierno debe promulgar un reglamento que refleje su contenido (existen disposiciones particulates referidas a los acuerdos que afectan al personal de las regiones y de las entidades locales).

Sin embargo, la aplicación de la ley ha sido poco satisfactoria porque, por un lado, el procedimiento escablecido ha resultado demasiado complejo y confuso, y, por otro, los límites materiales determinados por la ley en cuanto a acuerdos y límites financieros fijados por el Parlamento han quedado superados en general, y esto ha provocado, primero, que el Tribunal de Cuentas negara con frecuencia su autorización a las actas reglamentarias que reflejaban el contenido de los acuerdos, y, luego, que los jueces administrativos las anularan muy a menudo total o parcialmente. Por otro lado, más generalmente sucede que la parte pública se ha mostrado con frecuencia más propensa a no descontentar a la gran masa de empleados públicos que a alcanzar la realización de los objetivos propuestos para la contención del gasto público y la mayor eficiencia de la Administración (dándose el caso, por ejemplo, de celebración de acuerdos reconociendo mejoras retributivas superiores a la solicitadas por los sindicatos; y muy a menudo, contrastando con las exigencias organizativas de la Administración, amplias categorías de personal han sido incluidas en ciertas calificaciones funcionales porque ello implicaba un mejor tratamiento retributivo).

Con el fin de solucionar esta situación, el Gobierno y los sindicatos discuten actualmente una reforma basada en una propuesta formulada por estos últimos que pretende la «privatización del empleo público». Se trata de establecer la posibilidad de que todos los aspectos de la relación laboral sean objeto de contratación (aunque impliquen directamente la organización de oficinas) previendo que los contratos tengan una eficacia directa erga omnes sin necesidad de un acto reglamentario que refleje su contenido, mientras que la relación vendría regulada por las mismas normas del código civil que reglamentan la relación laboral privada, salvo excepciones, y la jurisdicción sobre las correspondientes controversias dejaría de confiarse al juez administrativo y lo sería al juez civil. La contratación se desarrollaría entre las confederaciones nacionales y los sindicatos más representativos a nivel nacional, por un lado, y, por otro, una oficina autónoma adecuada constituida por expertos en materia de relaciones sindicales desvinculados de la Administración pública. Una vez establecido el acuerdo, la oficina en cuestión únicamente podría suscribirlo tras haber obtenido del Go-Page 373bierno la oportuna autorización para someterlo al control del Tribunal de Cuentas. De la contratación seguirían quedando excluidas las categorías de empleados que ya lo están por la vigente ley.

Así, es posible comprobar que el mecanismo previsto por la ley actualmente en vigor quedaría considerablemente simplificado, obteniéndose el resultado según una interpretación de la Constitución muy distinta de la que reside en la base de la solución adoptada por la vigente ley. Debe añadirse que la jurisdicción de los jueces administrativos no se vería totalmente excluida, puesto que la autorización del Gobierno para suscribir el contrato, en tanto que acto administrativo, no puede ser substraída por el sindicato al juez administrativo, de la misma forma que no puede eludir el control del Tribunal de Cuentas. Tampoco resulta fácil una solución relativa al techo financiero sin recurrir a una ley cuando éste sea superado. Por otro lado, las normas del código civil sobre la relación laboral privada no podrían aplicarse íntegramente, por la sencilla razón de que los intereses de la Administración pública no pueden identificarse con los de un empresario sujeto a las reglas de la economía de mercado.

Sea como fuere, la transferencia de controversias laborales con administraciones públicas al mismo juez civil que conoce de las conrroversias Surgidas en las relaciones laborales privadas sería indudablemente una reforma de gran alcance, tanto por su indudable efecto de homogeneización de ambas relaciones laborales que este simple hecho determinaría o bien porque el desplazamiento de tal masa de controversias de un orden jurisdiccional a otro seguramente produciría notables efectos, aunque quizás poco previsibles, sobre el papel de cada uno en el conjunto del sistema de tutelas jurisdiccionales.

Finalmente, casi no es preciso advertir que las propuestas tendentes, por un lado, a ampliar también en este campo el ámbito de aplicación de las normas del código civil y, por otro, a transferir de los ministros a una oficina autónoma idónea (integrada por expertos) la gestión de la contratación, se insertan también en la orientación de las reformas administrativas predominante actualmente en Italia.

7. Las propuestas de reforma de la burocracia dirigente

Tal como ya se ha señalado, la otra dirección en que nos movemos para modificar la situación tradicional del empleo público es la que pretende establecer una reglamentación ad hoc para las funciones directivas.

Uno de los escasos resultados significativos del encargo confiado en 1968 al Gobierno para proceder a la reforma general de la Administración pública fue, en efecto, el Decreto legislativo núm. 748, de 30 de junio de 1972, mediante el cual se instituían en el ámbito de la Administración estatal tres calificaciones directivas (director general, director superior, primer director). A los directivos podía confiárseles la dirección de importantes sectores de las administraciones del Estado para elaborar, en cuanto a la actividad de sus oficinas dependientes y en relación con las directrices generales facilitadas por el ministro, instrucciones y disposiciones para la aplicación de leyes y reglamentos, así como misiones de fomento, coordinación, vigilancia y control, para asegurar su legalidad, imparcialidad, economía, celeridad y adecuación al interés público. También podía atribuírseles la representación jurídica de la Ad-Page 374ministración respecto a terceros cuando eran puestos al frente de oficinas centrales o periféricas. Asimismo, podían estar vinculados a misiones de estudio o investigación y de consulta, programación o planificación. Los directores generales, sobre todo, debían auxiliar a los ministros en el desarrollo de sus funciones y proponerles las providencias de su competencia, aparte de adoptar directamente una serie de providencias atribuidas por la ley a su directa competencia o que podían delegarles los ministros. En cualquier caso, su acción debía desplegarse en el marco de las directrices generales, de los programas y de los órdenes de prioridad indicados por los ministros, que, además, tenían la facultad de anular por motivos de legitimidad y de revocar por causas de mérito los actos por ellos producidos.

Los dirigentes disfrutaban de una retribución especial, pero de acuerdo con sus misiones específicas estaba previsto que pudieran ser sometidos a una forma particular de responsabilidad (llamada responsabilidad directiva), susceptible de ser sancionada con suspensión de cargo y eventualmente con jubilación, caso de no haber asegurado el buen funcionamiento, la imparcialidad y la legitimidad de la actuación de los departamentos a cuyo frente hubieran sido colocados.

El nombramiento para el cargo y su correspondiente revocación eran dispuestos por los ministros, una vez escuchado el presidente del Gobierno tratándose de direcciones generales de los ministerios y de las oficinas periféricas principales.

El acceso a la primera calificación directiva estaba previsto a continuación de un curso adecuado de formación organizado por la Escuela Superior de Administración Pública y que finalizaba con los correspondientes exámenes; se podía participar tras una selección por títulos efectuada entre empleados públicos que hubieran alcanzado cierta calificación. El curso, regulado directa y pormenorizadamente por la ley, debía tener una orientación marcadamente profesional y el siguiente objetivo: «técnicas encaminadas a la consolidación de una organización más racional en la Administración y de la economicidad, además de la eficacia, de su acción, sin dejar al margen la profundización en la formación jurídico-administrativa y económica o técnico-científica, indispensable para el ejercicio de la funciones directivas...» (vid. art. 23). A pesar de todo, la calificación de director general podía concederse a personas ajenas a la Administración; también podían ser colocadas al frente de las direcciones generales, y por un tiempo determinado, personas ajenas sin la calificación correspondiente, siempre y cuando les fuera notoriamente reconocida la competencia requerida.

Esta normativa no ha dado los frutos que se esperaban. Los dirigentes que realizaban funciones directivas reales son pocos, y en general se lamenta su escasa calificación profesional. De hecho, una serie de normas transitorias ha hecho vana la previsión según la cual el acceso a calificaciones directivas estaba reservado a un reducido número de personas muy seleccionadas, a pesar de la base de un curso específico de formación profesional. Entretanto, en los nombramientos a direcciones generales, incluso cuando se trata de personas ajenas a la Administración, siguen prevaleciendo criterios de selección más políticos que técnicos.

Por otro lado, la distribución de las misiones entre los ministros y los directivos se considera poco clara.

No debe olvidarse, finalmente, que el Decreto legislativo en cuestión se refería únicamente a la Administración del Estado, no previéndose una carrera directiva adecuada para la Administración de las regiones y de las entidades locales.

Hacía tiempo que ya se debatía la necesidad de revisar la normativa referente a losPage 375 dirigentes de la Administración estatal o bien prever una «carrera directiva» también para las regiones y las entidades locales.

Respecto al primer punto, se ha llegado ya a una fase avanzada de examen (en cuanto ai Parlamento) de un proyecto de ley que en relación con el Decreto legislativo de 1972 se preocupa más de destacar sobre todo las misiones de dirección organizativa de los directivos (para los cuales ahora solo habría previstas dos calificaciones) que sus competencias jurídicas, acentuando su autonomía en este aspecto. Además de atribuir a los directores generales amplias competencias jurídicas relativas a actos de gasto y a contratos en general, está previsto que les corresponderá la programación de la actividad administrativa y la organización de los recursos humanos (comprendiéndose aquí la asignación de funciones a los dirigentes subordinados), así como la programación de los recursos financieros e instrumentales necesarios para la consecución de los objetivos programados, exceptuando, no obstante, la facultad de los ministros de atribuirse la ejecución de programas concretos o la adopción de los actos correspondientes y, también, de modo excepcional, la decisión respecto a programas y temas específicos. En relación con tales misiones, los directivos deben responder ahora del resultado de la actividad desplegada por las oficinas a cuyo frente hayan sido colocados y de la gestión de los recursos al servicio de éstas observando las orientaciones generales de la acción administrativa formulada por el Gobierno, por el presidente del Consejo de ministros y por cada uno de éstos, debiendo responder también de los plazos y normas de procedimiento previstos por leyes y reglamentos, consideradas adecuadamente las condiciones organizativas y ambientales, así como la disponibilidad efectiva de personal y medios.

En cuanto al reclutamiento, para el 50% de los puestos se vislumbra la perspectiva de un concurso público, integrado por períodos sucesivos de prácticas en entidades o empresas públicas o privadas; para el otro 50%, un curso quinquenal de formación parauniversitaria. Se prevé también la posibilidad de nombrar por un período de tiempo no superior a 5 años directores generales ajenos a la Administración (mediante una relación de carácter privado), así como el recurso a personas ajenas en la planificación, ejecución y verificación de programas concretos.

El proyecto de ley en cuestión prevé que incluso las regiones y las entidades locales deberían seguir estos principios. No obstante, como ya se ha dicho varias veces, las entidades locales han aprobado mientras tanto la nueva ordenación a través de la Ley núm. 142, de 1990, que en este campo, efectivamente, se ha inspirado en todo lo previsto por el proyecto, disponiendo, en consecuencia, que los estatutos de las entidades locales y sus reglamentos deben uniformarse según el principio en virtud del cual los poderes de orientación y de control corresponden a los órganos electivos, mientras que la gestión administrativa es atribuida a los dirigentes. La Ley núm. 142 establece concretamente, además, que son misiones particulares de los directivos la presidencia de las comisiones de los concursos para la selección efectuada entre los aspirantes a celebrar contratos con la Administración o a ser admitidos en calidad de empleados públicos, la responsabilidad sobre los procedimientos de adjudicación y de concurso, y la celebración de contratos (vid. art 51). Es fácilmente comprensible la importancia de tal norma teniendo presente que es en uno de estos campos donde se ha manifestado particularmente el excesivo poder de los partidos a nivel local, con degeneraciones de carácter penal en muchas ocasiones. Por otro lado, una reciente sentencia del Tribunal Constitucional (núm. 443, de 1990) había declarado que laPage 376 Constitución italiana regula los vínculos político-administrativos de tal manera que debe inferirse que la mayoría de miembros de las comisiones judicativas de concursos públicos de entidades locales debe estar integrada por expertos dotados de competencias técnicas específicas respecto a las pruebas previstas para el concurso.

Cabe destacar, finalmente, que en el marco de la reforma del servicio sanitario nacional, a punto de su definitiva aprobación por el Parlamento (no obstante, en este aspecto viene anticipada por el Decreto-Ley núm. 35, de 6 de febrero de 1991, convertido en Ley núm. 111, de 4 de abril de 1991) no sólo se presta gran atención a los dirigentes sino que también se prevé que, además de la representación legal de las empresas públicas de servicios sanitarios, «todos los poderes de gestión» se reserven al director general, que deberá ejercerlos en el marco de las «líneas de orientación para el planteamiento programático de las actividades» y dentro de los márgenes de presupuesto aprobados por los consejos de administración elegidos por las entidades locales de que dependen las empresas. El director general debe estar vinculado a la empresa por una relación a plazo de derecho privado, y será elegido entre los inscritos en un registro específico al que podrá accederse por la posesión de un título de estudios adecuado y de cierta experiencia alcanzada en administraciones públicas o en empresas privadas, y luego de haber seguido un curso específico de formación profesional.

Más allá de buenas intenciones fruto de las proposiciones de ley y de las normas anteriormente citadas cabe decir, sin embargo, que, especialmente en cuanto a la Administración del Estado y de las entidades territoriales, se tiene la impresión de que por ahora es difícil realizar en Italia una clara distribución de misiones y responsabilidades entre políticos y técnicos, y no tanto por la resistencia corporativa de los políticos como por la falta de un grupo de dirigentes burocráticos con una preparación técnica sólida y moderna y, por consiguiente, capaces y realmente ansiosos de asumir cometidos de relevantes con sus responsabilidades inherentes.

8. La aparición de las «administraciones independientes»

Sean cuales fueren los resultados de «despolitización» que puedan obtenerse con la nueva definición en curso de las relaciones entre políticos y dirigentes burocráticos más arriba mencionada, es preciso destacar, mientras tanto, el afianzamiento -también en Italia- del modelo organizativo de lo que se ha venido a llamar «administraciones independientes», cuya difusión se inició al instituirse por medio de la Ley núm. 216, de 7 de junio de 1974, la Comisión Nacional de Sociedades y Bolsa, CONSOB (con una reglamentación incorporada más tarde a través de la Ley núm. 281, de 4 de junio de 1985).

La CONSOB controla el mercado de valores mobiliarios para garantizar una completa y verídica información al público referida a los títulos objeto de negociación en bolsa, incluyendo también las sociedades admitidas a cotización y las actividades encaminadas a fomentar la adquisición de productos financieros por parte de los interesados en invertir sus ahorros.

Después han seguido el garante para la radiodifusión y la edición (nacido por Ley núm. 416, de 5 de agosto de 1981, y modificado posteriormente por algunos artículos de la Ley núm. 223, de 6 de agosto de 1990) y la autoridad garante de la competencia y del mercado (instituida por la Ley núm. 287, de 10 de octubre de 1990) conPage 377 funciones de control sobre pactos que puedan restringir la libre competencia y abusar de posiciones dominantes, con particular atención, en el primer caso, a aquellas actividades susceptibles de afectar a la libre manifestación del pensamiento.

También ha sido creado el Instituto para la Vigilancia de Seguros Privados y de Interés Colectivo, ISVAP (Ley núm. 586, de 12 de agosto de 1982), que ejerce un control referente a la gestión de las empresas y entidades aseguradoras y reasegurado-ras.

Notable interés tiene igualmente la comisión de garantía para la ejecución de la Ley núm. 146, de 12 de junio de 1990, destinada a valorar la idoneidad de aquellas medidas (que por principio deben quedar concretadas mediante acuerdos entre las administraciones y empresas de servicios y las organizaciones sindicales) tendientes a asegurar la compaginación entre el ejercicio del derecho a huelga en los servicios públicos esenciales y los derechos de la persona protegidos por la Constitución.

Haciendo referencia en términos generales a características no idénticas para todas estas administraciones, pueden ser explicadas con el calificativo de «independientes», y no tanto por la autonomía organizativa o la autonomía financiera y contable de que gozan como por otros aspectos de sus relaciones con el ejecutivo.

De hecho, a diferencia de lo que sucede con los administradores de las entidades públicas ordinarias, normalmente aquí suelen haber acusadas limitaciones en la facultad del Gobierno en cuanto al nombramiento o a la revocación de sus titulares: el garante para la radiodifusión y la edición, por ejemplo, así como el presidente y los cuatro miembros integrantes de la autoridad garante de la competencia y del mercado, y también los componentes de la comisión de garantía para la ejecución de la Ley de huelga en los servicios públicos esenciales, son designados no ya por el ejecutivo sino concretamente por los presidentes del Senado y de la Cámara de diputados, de mutuo acuerdo. De igual modo los poderes del Gobierno en cuanto a orientación y control son limitados y, en algunas ocasiones, incluso inexistentes.

Esta notable independencia del ejecutivo queda evidentemente justificada por el hecho de que para alcanzar el nombramiento las leyes exigen requisitos tales como una competencia técnica singular unida a notables dotes de moralidad e independencia, determinando amplísimas incompatibilidades en relación con otros cargos. En definitiva, es posible decir que los poderes confiados a tan particular tipo de Administración carecen (aunque indirectamente, a través, por tanto, de la mediación del poder político) de una legitimación democrática, pero que se fundamentan en las particulares dotes profesionales, morales y psicológicas que deben poseer su titulares. Así pues, se trata de una legitimación tecnocrática o quizás, más concretamente, «sofocrática».

Las administraciones independientes tienen atribuida una amplia gama de cometidos y de poderes. Junto a poderes de autoridad tradicionales (como los de indagación, control, autorización, promulgación de órdenes e imposición de sanciones) existen otros menos frecuentes en organismos carentes de legitimación democrática, como la elaboración de normativas relativas a actividades de particulares. Tal vez sea más conveniente subrayar el desarrollo de otras actividades no ignoradas pero, sin duda, realizadas sistemáticamente por las administraciones tradicionales, tales como el control del deber que obliga a los particulares a facilitar ciertas informaciones al público y la obtención directa de informaciones.

Finalmente cabe prestar atención sobre todo a los objetivos cuya realización es requerida a las administraciones independientes. Se trata de objetivos que, en general,Page 378 no consisten tanto en la ejecución de leyes concretas o en la imposición de su observancia como en el control dedicado a velar para que los particulares (y, en su caso, también los empleados públicos) observen en sus mutuas relaciones normas de conducta no dictadas concretamente por fuentes legales sino elaboradas por las mismas administraciones en cuestión sobre la base de aplicación de amplios principios constitucionales a hechos determinados, asi' como de normas económicas cuya observancia se considera condición ineludible para la coexistencia de la diferentes libertades.

En el modelo de las administraciones independientes aquí mencionadas se ha inspirado la organización de otros organismos administrativos recientes (como, por ejemplo, el Servicio Central de Inspectores de Tributos -SECIT-, instituido por la Ley núm. 146, de 24 de abril de 1980), al cual también se ha recurrido en numerosos proyectos de reforma (ya se ha visto, por ejemplo, el caso de la oficina de relaciones sindicales, mencionada en el proyecto de reforma del empleo público).

No puede decirse que la experiencia obtenida hasta ahora haya sido negativa (aunque también en estos casos se hayan respetado frecuentemente las reglas de «lotes» correspondientes a los partidos); por otro lado, el juicio respecto a la figura considerada como precedente italiano, el gobernador del Banco de Italia (con unas características y un campo de acción muy particulares) ha sido positivo. Una experiencia todavía tan breve y una difusión del modelo aún en curso conllevan que sea demasiado temprano para deducir tranquilamente que las autoridades independientes italianas conseguirán actuar sin las críticas formuladas en las Independent Regulatory Authorities, que constituyen el precedente norteamericano y han acabado siendo «engullidas» por los intereses que deberían haber sido arbitrados, manteniendo realmente su independencia para evitar ser nuevamente «engullidas» no ya por el Gobierno sino por los partidos.

Sea como fuere, todavía queda por resolver algún problema de sistematización en el plano teórico y, en consecuencia, de encuadramiento constitucional de estas formas de administración «sofocrática», en las que se ha aplicado también la definición de «magistraturas económicas».

Florencia, 31 de octubre de 1991

Normativa que se incluye en la presente ponencia:

DPR núm. 748, de 30.06.1972 Reglamentación de las funciones directivas en las administraciones del Estado, incluidas las de ordenación autónoma.

Ley núm. 216, de 07.06.1974 Conversión en ley, con modificaciones, del Decreto-Ley núm. 95, de 08.06.1974, que incluye disposiciones relativas al mercado mobiliario y al tratamiento fiscal de títulos de acciones.

Ley núm. 93, de 29-03-1983 Ley marco de empleo público.

Ley núm. 281, de 04.06.1985 Disposiciones sobre la ordenación de la Comisión Nacional de Sociedades y Bolsa.

Ley núm. 142, de 08.06.1990 Ordenación de las autonomías locales.

Ley núm. 218, de 30.07.1990 Disposiciones en materia de reestructuración e integración patrimonial de las instituciones de derecho público.

Page 379

Ley núm. 241, de 07.08.1990 Nuevas normas en materia de procedimiento administrativo y derecho de acceso a documentos administrativos.

Ley núm. 287, de 10.10.1990 Normas para la protección de la competencia y del mercado.

Decreto núm. 309, de 01.03.1991 Transformación de las entidades públicas económicas y enajenación de participaciones estatales.

Así como la Sentencia del Tribunal Constitucional núm. 453/1990.

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