La evolución de la libertad religiosa en la jurisprudencia del tribunal constitucional

AutorNeus Oliveras Jané
CargoProfesora titular interina de derecho constitucional de la Universidad Rovira i Virgili
Páginas2-24

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1. Introducción

El Tribunal Constitucional ha ido construyendo lentamente la definición del derecho a la libertad religiosa garantizado en el artículo 16.1 CE, y no ha sido hasta la STC 154/2002, de 18 de julio, a los veintitrés años de la entrada en vigor de la Constitución y veintidós años después de la promulgación de la Ley orgánica 7/1980, de 5 de julio, de libertad religiosa (en lo sucesivo LOLR), cuando ha ordenado y sistematizado los diversos pronunciamientos anteriores y establecido de forma clara las dos vertientes de la libertad religiosa como derecho fundamental. La vertiente objetiva se concreta en una doble exigencia: la aconfesionalidad y neutralidad de los poderes públicos y el mantenimiento de relaciones de cooperación con las distintas confesiones religiosas, mientras que la vertiente subjetiva —en la que se define la libertad religiosa como un derecho de autonomía— distingue una dimensión interna y una dimensión externa; esta tarea jurisprudencial se completa con una esmerada reflexión sobre los límites. Hasta la citada sentencia, los distintos elementos del derecho se abordaban fragmentariamente, pero es la aconfesionalidad del Estado la que en un primer momento reclamó más atención y fue proclamada con claridad, aunque no siempre con la coherencia que cabía esperar en cuanto a las consecuencias jurídicas que de la misma se derivaban.

Siguiendo, pues, la trayectoria del Tribunal Constitucional, empezaremos por examinar primero sus decisiones relativas a la posición del Estado en relación con las confesiones religiosas, y posteriormente analizaremos la vertiente subjetiva de la libertad religiosa. Por último, como tercer gran elemento del derecho, nos fijaremos en la jurisprudencia dictada en torno al límite a la libertad religiosa, es decir, del orden público.

2. La aconfesionalidad del Estado y las relaciones de cooperación
2.1. La relación del Estado con las confesiones religiosas: la aconfesionalidad positiva

Si bien fueron varias las decisiones sobre este tema (por ejemplo, la STC 66/1982, de 12 de noviembre, o la ITC 119/1984, de 22 de febrero, donde se afirma que los tribunales de la Iglesia católica no son poderes públicos), a partir de la STC 265/1988, de 22 de diciembre, y en aplicación del principio de aconfesionalidad del Estado y del principio de exclusividad jurisdiccional (STC 66/1982, de 12 de noviembre, FJ 4), el Tribunal Constitucional concluyó que los efectos civiles de las decisiones canónicas afectan al derecho a la tutela judicial efectiva, no al derecho a la libertad religiosa.1

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Sin embargo, el primer pronunciamiento relevante lo encontramos en la STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 1, que resuelve el recurso de inconstitucionalidad contra la Ley 48/1981, la cual clasificaba a los mandos militares y establecía sus sistemas y condiciones de ascenso. Esta Ley incluía entre los distintos cuerpos del ejército al cuerpo eclesiástico, lo que, en opinión de los recurrentes, implicaba que el legislador reconocía la existencia de este cuerpo y lo equiparaba a los demás, contraviniendo así el artículo 16 CE. El Tribunal Constitucional inicia su argumentación afirmando que la aconfesionalidad del Estado proclamada en el artículo 16.3 CE impide la confusión entre funciones estatales y funciones religiosas, lo cual significa que los valores o intereses religiosos no son parámetro para medir la legitimidad de los actos de los poderes públicos; a continuación, entiende que existen dos principios básicos que marcan las relaciones entre el Estado y las confesiones: el de libertad religiosa y el de igualdad —el primero, reconocido en el artículo 16, y el segundo, que subordina al principio de libertad, en los artículos 14 y 9 CE. La libertad religiosa, como principio, prohíbe al Estado concurrir con los ciudadanos como sujeto de actos o actitudes religiosas, es decir, reconoce la separación entre Estado e Iglesia y, por lo tanto, la aconfesionalidad. En cuanto al motivo concreto del recurso, el Tribunal entiende que la declaración de inconstitucionalidad de la Ley impugnada no pondría fin al cuerpo eclesiástico y no le es posible formular una declaración de inconstitucionalidad por omisión, que es lo que solicitaban los recurrentes alegando que la mencionada Ley debería haber servido para reestructurar la prestación de asistencia religiosa en el seno de las Fuerzas Armadas.

A menudo esta aconfesionalidad o separación entre el Estado y las confesiones ha sido afirmada en relación con la Iglesia católica, algo lógico por tratarse de la confesión que hasta la promulgación de la Constitución asumía el papel de confesión estatal. Así, la ITC 617/1984, de 31 de octubre, FJ 5, declara que el carácter plural y aconfesional del Estado le impide admitir en el ámbito jurídico los principios y valores católicos, mientras que la STC 265/1988, de 22 de diciembre, FJ 1, reitera el carácter separado de las potestades estatales y las de la Iglesia católica.

Hay que advertir que la Constitución española no afirma de forma literal la aconfesionalidad del Estado, sino que a quienes prohíbe el artículo 16.3 CE tener carácter estatal es a las confesiones; obviamente, se trata de una condición que depende del Estado y, por lo tanto, la prohibición contenida en el artículo 16.3 CE va dirigida a los poderes públicos. Por ello en la STC 340/1993, de 16 de noviembre, FJ 4, se puede leer: «Los términos empleados por el inciso inicial del artículo 16.3 no sólo expresan el carácter no confesional del Estado en atención al pluralismo de creencias existente en la sociedad española y la garantía de la libertad religiosa de todos, reconocidas en los apartados 1 y 2 de este precepto constitucional. Al determinar que “ninguna confesión tendrá carácter estatal”, cabe estimar que el constituyente ha querido expresar, además, que las confesiones religiosas en ningún caso pueden trascender los fines quePage 4les son propios y ser equiparables al Estado, ocupando una igual posición jurídica». De todas formas, la jurisprudencia constitucional no ha mostrado ninguna vacilación a la hora de identificar el apartado 16.3 CE con el principio de aconfesionalidad del Estado pero, además, emplea otros términos como sinónimos de aconfesionalidad, como por ejemplo neutralidad estatal o incluso laicidad, a menudo calificada como laicidad positiva.

Respecto a la neutralidad, pese al uso casi equivalente que hace el Tribunal Constitucional de neutralidad y de aconfesionalidad, es posible percibir un matiz de diferencia en el sentido de que la acepción de neutralidad parece estar más vinculada a la libertad ideológica y al valor del pluralismo. Así se pone de manifiesto en la STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 9, relativa a la Ley orgánica de regulación del Estatuto de centros escolares, que señala que «en un sistema jurídico político basado en el pluralismo, la libertad ideológica y religiosa de los individuos y la aconfesionalidad del Estado, todas las instituciones públicas, y muy especialmente los centros docentes, deben ser, en efecto, ideológicamente neutrales»; o bien en la STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9, cuando afirma que la neutralidad del Estado en materia religiosa «se convierte de este modo en presupuesto para la convivencia pacífica entre las distintas convicciones religiosas existentes en una sociedad plural y democrática (art. 1.1 CE)».2

El principio de aconfesionalidad o de neutralidad se complementa con el deber de mantener relaciones de cooperación del artículo 16.3 CE, lo cual da pie a definir el modelo de las relaciones del Estado con las confesiones religiosas como de laicidad positiva; así lo reconoce la STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4: «Como especial expresión de tal actitud positiva respecto del ejercicio colectivo de la libertad religiosa, en sus plurales manifestaciones o conductas, el art. 16.3 de la Constitución, tras formular una declaración de neutralidad [...] considera el componente religioso perceptible en la sociedad española y ordena a los poderes públicos “mantener las consiguientes relaciones de cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones”, introduciendo de este modo una idea de aconfesionalidad o laicidad positiva». Anteriormente, la ITC 119/1984, de 22 de febrero, FJ 1, había afirmado que la previsión de las relaciones de cooperación con la Iglesia católica presupone el reconocimiento separado de ambas esferas, mientras que la ITC 616/1984, de 31 de octubre, FJ 3, había establecido que «la aconfesionalidad del Estado español no supone una total incomunicación entre él y las diversas confesiones religiosas, especialmente la católica [...]». En la ITC 180/1986, de 21 de febrero, FJ 2, se debatía si la penalización del escarnio de una confesión suponía una discriminación porque protegía de forma especial los sentimientos de una parte de la población, lo que sería contrario al carácter aconfesional del Estado; el Tribunal Constitucional contesta que este carácter «no implica que las creencias y sentimientos religiosos de la sociedad no puedan ser objeto de protección». También se discute sobre la legislación penal en la ITC 271/1984, de 9 de mayo, en relación con el delito de blasfemia; el TribunalPage 5Constitucional niega que se vulnere el principio de aconfesionalidad del Estado, puesto que la idea de Dios o el concepto de lo sagrado no son patrimonio exclusivo de ninguna religión determinada y, además, es preciso interpretar ese artículo según los principios y derechos constitucionales. Respecto a la protección de acuerdo con el Código penal vigente, se realizan algunos comentarios en la STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 7, en la que se vincula la protección penal a una determinada confesión a su inscripción en el Registro de entidades religiosas.

Así pues, debido a que la aconfesionalidad no implica la indiferencia religiosa estatal, es necesario identificar los criterios que ha formulado el Tribunal Constitucional para verificar el equilibrio entre este principio y el mandato de mantener relaciones de cooperación con las confesiones religiosas, tal y como señala el artículo 16.3 CE.

Al respecto, la ITC 617/1984, de 31 de octubre, es uno de los pocos pronunciamientos en los que el Tribunal Constitucional enumera «los principios constitucionales contenidos de forma específica en los arts. 14 y 16 de la Constitución: igualdad, libertad religiosa, aconfesionalidad, con la consiguiente no discriminación por creencias religiosas, y cooperación con la Iglesia católica y las demás confesiones» y donde parecería situarlos a todos en el mismo plano. Sin embargo, la posición reiterada de la jurisprudencia es la contenida en la STC 93/1983, de 8 de noviembre, FJ 5, que configura las relaciones de cooperación reguladas en el artículo 16.3 CE como un deber del Estado, pero no como un derecho fundamental de los ciudadanos, que no sería exigible directamente del primer apartado del artículo 16.1. También las considera como un mandato o deber la STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4, que aborda la cooperación desde la perspectiva del ejercicio colectivo de la libertad de creencias. Es decir, el deber de cooperación no puede ser reclamado al Estado como sujeto pasivo obligado, sino que integra la vertiente objetiva del derecho y, por lo tanto, no disfruta de eficacia inmediata, sino que requiere la intervención del legislador para convertirse en obligaciones directamente exigibles. Así lo ratifica la STC 128/2001, de 4 de junio, FJ 3, al establecer que «el hecho de que el Estado, en atención al mandato de cooperación con las distintas confesiones religiosas, establezca un régimen de cotización a la Seguridad Social específico para los ministros de culto y tome en cuenta el trabajo realizado en tal regulación no supera el ámbito de la legalidad ordinaria y carece de incidencia sobre el derecho fundamental aducido».

Pese a la aparente solidez de la jurisprudencia constitucional de todos estos principios, cuando se trata de aplicarlos a circunstancias concretas los resultados a que llega el Tribunal Constitucional son, en ocasiones, discutibles. Así, por ejemplo, en la STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 10, se dice que «el artículo 16.3 no impide a las Fuerzas Armadas la celebración de festividades religiosas o la participación en ceremonias de esa naturaleza», afirmación que contradice frontalmente el principio de neutralidad de los poderes públicos. En este caso, un sargento de las Fuerzas Armadas fue sancionado disciplinariamente por abandonar una primera vez y, posteriormente, no asistir a una parada militar que se realizaba en homenaje a la Virgen, puesto que, a su entender, eran actos de contenido esencialmente religioso, contrarios a su libertad religiosa. El Tribunal Constitucional acepta que el demandante está haciendo uso de su derecho a la libertad religiosa en su dimensión negativa, y entiende que esta es una decisión personal a la que las Fuerzas Armadas no pueden oponerse, ya que, en estos supuestos, al igual que el resto de poderes públicos, sí se encuentran vinculadas negativamente por el mandato dePage 6neutralidad en materia religiosa del artículo 16.3 CE. Por último, añade la desconcertante justificación siguiente: «No se trataba, pues, de actos de naturaleza religiosa con participación militar, sino de actos militares destinados a la celebración, por personal militar, de una festividad religiosa», lo cual no altera los términos del conflicto. Entendemos que la neutralidad de los poderes públicos habría de impedir a las Fuerzas Armadas implicarse en actos de naturaleza religiosa. Además, esta implicación obliga a los miembros que forman parte de las mismas a ejercer su derecho negativo a la libertad religiosa, de modo que deben expresar públicamente sus creencias religiosas —lo que el artículo 16.2 CE pretende evitar— pudiendo dar lugar a un trato discriminatorio. Un juicio más acertado lo ofrece un caso similar, el que resuelve la STC 101/2004, de 2 de junio, en el que un subinspector del Cuerpo Nacional de Policía destinado en Sevilla pide no participar en el acompañamiento de una hermandad religiosa durante la Semana Santa. El Tribunal Constitucional da la razón al recurrente y argumenta que el acompañamiento no es un servicio policial con el fin de asegurar el orden público en un acto con asistencia masiva de personas, sino que se trata de un servicio especial con el fin de realzar la solemnidad del acto religioso de la confesión católica; por lo tanto, de un acto de contenido religioso.

El principio de igualdad —mencionado en la STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 1, ya citada— significa, desde una perspectiva negativa, la prohibición de la discriminación o diferencia de trato entre los individuos por razón de sus creencias religiosas y, desde una perspectiva positiva, garantiza una igualdad en el disfrute del derecho a la libertad religiosa por parte de todos los ciudadanos. A su vez, respecto a los titulares colectivos del derecho, el Tribunal Constitucional también ha afirmado que «la libertad religiosa comporta, en aplicación del principio de igualdad, el tratamiento paritario de las distintas confesiones» en la STC 19/1985, de 13 de febrero, FJ 3. La STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 4, reitera el principio de igualdad aplicado a la libertad de creencias —que el Tribunal identifica en el artículo 16 CE— y afirma que consiste en «profesar las creencias que se desee y conducirse de acuerdo con ellas, así como mantenerlas frente a terceros y poder hacer proselitismo de las mismas. Esa facultad constitucional tiene una particular manifestación en el derecho a no ser discriminado por razón de credo o religión, de modo que las diferentes creencias no pueden sustentar diferencias de trato jurídico».

El juego entre el derecho a la libertad religiosa y el principio de igualdad es una de las claves de la STC 19/1985, de 13 de febrero. En esta ocasión, la recurrente, fiel de la Iglesia Adventista del Séptimo Día, reclamaba la posibilidad de hacer coincidir su día de descanso laboral con el día de inactividad prescrito por su confesión. Por una parte, en cuanto a la libertad religiosa, según el Tribunal Constitucional el empresario ha mantenido una actitud de neutralidad respetuosa con el derecho de libertad religiosa; por otra, en cuanto al principio de igualdad, la concesión de un día de descanso semanal diferente del régimen general establecido en la empresa «supondría una excepcionalidad, que, aunque pudiera estimarse como razonable, comportaría la legitimidad del otorgamiento de esta dispensa del régimen general, pero no la imperatividad de su imposición al empresario» (FJ 3). El Tribunal admite que el problema tendría un sesgo completamente distinto si la consideración festiva del domingo tuviera una connotación religiosa, algo que se descarta, como veremos más adelante. De hecho, esta sentencia no es más que el resultado de la aplicación de la doctrina consolidada del Tribunal Constitucional en materia del principio de igualdad, según la cual el artículo 14 CE reconoce elPage 7derecho a no sufrir discriminaciones, pero no el hipotético derecho a exigir diferencias de trato (por ejemplo, en la STC 52/1987, de 7 de mayo, FJ 3).

2.2. Relaciones de cooperación y acuerdos del Estado con las confesiones

El carácter de deber no exigible de las relaciones de cooperación dota de especial relevancia a las normas de desarrollo de este artículo 16.3 CE y a la celebración de acuerdos de cooperación con el Estado por parte de las confesiones religiosas. Al respecto, la Iglesia católica, que ya partía de una situación de ventaja derivada del hecho de ser la confesión oficial del régimen anterior, mantuvo esa ventaja al suscribir, justo cuando acababa de promulgarse la Constitución de 1978 y antes de que se elaborara la LOLR de 1980, los acuerdos con la Santa Sede, que goza de personalidad jurídica internacional.3 En consecuencia, estos acuerdos disfrutan del rango de tratado internacional de conformidad con el artículo 94 CE y, una vez publicados oficialmente, forman parte del ordenamiento interno, tal y como recuerda la STC 66/1982, de 12 de noviembre, FJ 5. En esta resolución, el Tribunal Constitucional rehúsa entrar a examinar una hipotética contradicción de dichos tratados con la Constitución, al no haberse denunciado estipulaciones contrarias a la CE ni seguirse la vía del artículo 95 CE. En la STC 49/1988, de 13 de abril, se plantea también la discrepancia entre una ley —en este caso, la Ley 13/1985, de 2 de agosto, de órganos rectores de las cajas de ahorros— y el Acuerdo sobre asuntos jurídicos, declarando su incompetencia para valorar dicha contradicción en cuanto no existe vulneración del artículo 96.1 CE y se trata, pues, de una cuestión de legalidad.

De esta posición preferente de la Iglesia católica pueden ofrecerse varios ejemplos. En 1982 el Estado compró un edificio integrado por una iglesia, algunas dependencias también dedicadas a servir o facilitar el culto y dos dependencias alquiladas como almacén de alimentos; el edificio fue afectado por el Ministerio de Defensa a parroquia católica de las Fuerzas Armadas y se desahució al inquilino, que consideró que esa afectación a un culto religioso vulneraba el artículo 16.3 CE. En cambio, la ITC 616/1984 resuelve que la aconfesionalidad del Estado español no supone una total incomunicación con «las diversas confesiones religiosas, especialmente la católica, y que en las relaciones de cooperación antes citadas puede encontrarse la prestación de asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas, asistencia que “no sólo no determina lesión constitucional, sino que ofrece por lo contrario la posibilidad de hacer efectivo el derecho al culto de los individuos y comunidades”», reproduciendo la STC 24/1982, de 13 de mayo, FJ 4. Interesa destacar el énfasis que el Tribunal pone en la confesión católica y la idea de que favorecer a una de las confesiones contribuye, en opinión del Tribunal, a la efectividad del derecho de libertad religiosa, aunque podría verse más bien como una discriminación entre las distintas confesiones.

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En la STC 187/1991, de 3 de octubre, se discute la constitucionalidad del Acuerdo entre la Santa Sede y el Estado español sobre enseñanza y asuntos culturales, por obligar a las escuelas universitarias de formación del profesorado a ofrecer una asignatura optativa relativa a la doctrina y moral católicas y la pedagogía correspondiente, lo que vulneraría el derecho fundamental a la autonomía universitaria. El Tribunal Constitucional considera que la imposición de esta asignatura no vulnera el contenido esencial de la autonomía universitaria, ya que este derecho se encuentra limitado por la competencia del Estado para regular las condiciones de obtención, expedición y homologación de títulos académicos y profesionales y para imponer a los planes de estudio las materias que considere necesarias para la obtención de un título concreto (FJ 3). Respecto a la asignatura de religión, defiende su inclusión en los planes de estudio, en primer lugar, sobre la base del artículo 27.3 CE, que establece que los poderes públicos garantizarán el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus convicciones; en segundo lugar, lo justifica partiendo de la base de que «se trata de una regulación, en un tratado internacional, de las condiciones para asegurar la igualdad en el ejercicio del derecho fundamental a la educación religiosa en el ámbito escolar. El hecho de que se trate de la religión católica es fruto de un compromiso que el Estado ha querido asumir con la Santa Sede y que tiene respaldo en el artículo 16.3 de la CE [...]» (FJ 4). El conflicto entre la autonomía universitaria, la enseñanza religiosa y la aconfesionalidad del Estado, así como la argumentación comentada, se reproduce en términos muy similares en la STC 115/1997, de 29 de septiembre, puesto que la mencionada asignatura tiene que ofrecer «condiciones equiparables a las demás disciplinas fundamentales» y no eran suficientes los créditos que la universidad que era parte del conflicto le asignaba, en comparación con los de otras materias optativas. La existencia de los acuerdos con la Santa Sede y su rango de tratados internacionales, junto al hecho de que son una decisión propia del legislador y se mueven en el ámbito de la legalidad, han permitido al Tribunal Constitucional eludir pronunciarse sobre su constitucionalidad.4

Los convenios generales con otras confesiones no se suscribieron hasta noviembre del año 1992.5 De ahí que, hasta aquel momento, el Tribunal Constitucional rechazara equiparar la posición de la Iglesia católica con la de otras confesiones —en concreto, con las iglesias evangélicas— respecto a los beneficios fiscales. Así sucede en la ITC 480/1989, de 2 de octubre, en la que la Comunidad Evangélica de Habla Alemana de las Islas Baleares pagó elPage 9impuesto general de sucesiones por un legado, un impuesto del que la Iglesia católica está exenta. El Tribunal descarta que se trate de una vulneración de la libertad religiosa y señala que el reconocimiento de beneficios fiscales «queda supeditado a la celebración entre el Estado y la correspondiente iglesia, confesión o comunidad de un acuerdo o convenio de cooperación» (FJ 2). En cuanto al principio de igualdad, el Tribunal Constitucional entiende que, respecto al beneficio fiscal concreto, «tal circunstancia, de estimarse discriminatoria, abocaría, en todo caso, a la inconstitucionalidad del Acuerdo con la Iglesia católica de 1979 y no al reconocimiento de dicho beneficio a la recurrente, lo cual sólo al legislador corresponde en su caso efectuar». Es decir, si se considera una circunstancia discriminatoria, conduciría a suprimir los beneficios, pero no a extenderlos. Pese a negar que se haya producido una discriminación, el Tribunal rebate que el término de comparación con la Iglesia católica sea idóneo, puesto que «olvida y prescinde que, en materia económica, concurren una serie de circunstancias —no sólo fácticas, sino jurídicas— en las relaciones históricas entre el Estado español y la Iglesia católica que, sin perjuicio de su progresiva adecuación al nuevo ordenamiento constitucional, no concurren evidentemente en el caso de la Comunidad Evangélica de Habla Alemana de las Islas Baleares», argumento que consideramos inaceptable una vez vigente la Constitución; en todo caso, el término de comparación que justificaría la exención debería ser la finalidad religiosa de ambas entidades, y no compensar determinados agravios históricos, como son las leyes de desamortización.

Un nuevo intento de cuestionar el distinto régimen fiscal de las confesiones lo hallamos en la STC 188/1994, de 20 de junio, respecto a la asignación de un porcentaje de la cuota del impuesto sobre la renta de las personas físicas a una confesión diferente de la Iglesia católica, aunque el caso se resuelva por la vía de la tutela judicial efectiva, no sin que el Tribunal reproduzca, en el FJ 2, las afirmaciones del abogado del Estado, al alegar que: «Entre la Iglesia católica y la Evangélica Bautista de Valencia existen diferencias sustanciales suficientes para estimar razonable y justificada la diferencia de trato dispensada a ambas confesiones». El Tribunal no valora la diferencia de trato que se produce entre los individuos que profesan diferentes religiones pero, por el contrario, sí reconoce la necesidad de la progresiva adecuación del ordenamiento jurídico a la nueva situación constitucional.

Este primer bloque de sentencias nos muestra el proceso de adaptación de un ordenamiento jurídico que fue construido en el marco de un estado confesional a las nuevas normas constitucionales de un estado aconfesional, cuestión que, como vemos, el propio Tribunal Constitucional admite. Este cambio se hace más patente sobre todo cuando los conflictos se plantean no en el ámbito de los principios, sino en el del ejercicio del derecho. Por lo tanto, nos fijaremos ahora en la definición del derecho que ha elaborado la jurisprudencia constitucional, impulsada por la aparición de tales conflictos en una sociedad cada vez más plural.

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3. El derecho a la libertad religiosa
3.1. La configuración constitucional del derecho

Desde la vertiente subjetiva, el Tribunal Constitucional empezó por definir la libertad religiosa dentro de los derechos denominados de autonomía; así, ya en la STC 24/1982, de 13 de mayo, citada, FJ 1, lo describe a partir de una doble dimensión interna y externa, cuando lo caracteriza como un «derecho subjetivo de carácter fundamental que se concreta en el reconocimiento de un ámbito de libertad y de una esfera de agere licere del individuo»; en este mismo FJ 1, queda claro el carácter de derecho de autonomía al perfilarlo como «el derecho de los ciudadanos a actuar en este campo con plena inmunidad de coacción del Estado y de cualesquiera grupos sociales» (STC 166/1996, de 28 de octubre, FJ 2, y STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4). Destaca que el Tribunal encomienda al Estado la protección del ejercicio del derecho incluso ante la vulneración de grupos sociales, tal y como reconoce explícitamente también en la ITC 617/1984, de 31 de octubre, FJ 4, y reitera en la ITC 551/1985, de 24 de julio, FJ 3, donde se afirma que el Estado, además de no intervenir, «asume la protección del ejercicio de dicha libertad frente a otras personas o grupos sociales».

La dimensión interna se concreta en la STC 177/1996, de 11 de noviembre, FJ 9, como «un claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso, vinculado a la propia personalidad y dignidad individual», y con respecto a la dimensión externa, la STC 19/1985, de 13 de febrero, también citada, FJ 2, acaba de perfilarlo afirmando que «faculta a los ciudadanos para actuar con arreglo a sus propias convicciones y mantenerlas frente a terceros», doctrina que también aplica en la STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 10, y en la STC 137/1990, de 19 de junio, FJ 8, en los supuestos de los presos del GRAPO en huelga de hambre que alegaron, entre otros, el derecho a la libertad ideológica para rechazar la alimentación forzosa. La vertiente subjetiva del derecho se complementa, en la dimensión negativa, con la prescripción del apartado segundo del artículo 16, según el cual nadie puede ser obligado a declarar sobre su ideología, religión o creencias (STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 6).

La marcada caracterización de la libertad religiosa como derecho de autonomía ha provocado que el Tribunal rechazara de entrada que de su reconocimiento constitucional pudiera derivarse directamente vertiente prestacional alguna; esa vertiente sólo será exigible cuando se concrete en una obligación legal. Ya hemos visto cómo en la STC 95/1983 se configura la cooperación con las confesiones religiosas como un deber del Estado, y no como un derecho fundamental exigible por un particular o una confesión, mientras que en la STC 19/1985 hemos constatado que el Tribunal enfoca el tema a partir de la doctrina sobre el principio de igualdad, al considerar que una diferencia de trato puede ser constitucionalmente válida, pero no constitucionalmente exigible.

Otro supuesto ilustra aún más claramente esta doctrina: es el de la STC 166/1996, de 28 de octubre, en el que un testigo de Jehová solicitó el alta voluntaria para someterse a una intervención quirúrgica en una clínica privada, ya que en el servicio público de la SeguridadPage 11Social no se le garantizaba este tratamiento sin transfusiones de sangre, contrarias a los principios de su religión; posteriormente, reclamó el reintegro de los gastos al servicio público de salud, entendiendo que había sido penalizado económicamente por razón de sus convicciones religiosas. El Ministerio Fiscal defendió que la práctica de una intervención quirúrgica sin transfusiones de sangre por razón de la conciencia religiosa formaba parte del carácter de derecho prestacional que integra el contenido del derecho a la libertad religiosa. Por el contrario, el Tribunal Constitucional aplicó la doctrina de la STC 19/1985, de 13 de febrero, ya conocida, según la cual esta intervención médica supondría una excepción razonable, pero no exigible; añadiendo, además, que de las obligaciones derivadas del artículo 16.3 CE y de la LOLR, en particular del artículo 2.3, «[...] y de otras tendentes a facilitar el ejercicio de la libertad religiosa, no puede seguirse, porque es cosa distinta, que esté también obligado a otorgar prestaciones de otra índole para que los creyentes de una determinada religión puedan cumplir los mandatos que les imponen sus creencias». No obstante, el Tribunal Constitucional tenía argumentos para aceptar que el rechazo a determinados tratamientos médicos se integra en el componente prestacional del derecho a la libertad religiosa y que disponía de cierta cobertura legal. Así, el artículo 17 de la Ley 14/1986, de 25 de abril, general de sanidad, prevé que «las administraciones públicas [...] no abonarán a los ciudadanos los gastos que puedan ocasionarse por la utilización de servicios distintos que aquellos que les correspondan», aunque permite hacer una excepción a este precepto ante la negativa injustificada de tratamiento, que era el motivo admitido en las instancias jurisdiccionales ordinarias previas.6

Pese a esta consolidada doctrina, en la STC 46/2001, de 15 de febrero, el Tribunal parece admitir una cierta vertiente prestacional del derecho en la medida en que integra la inscripción de una confesión en el Registro de entidades religiosas en la dimensión colectiva del contenido de la libertad religiosa. En este supuesto, la Dirección General de Asuntos Religiosos había denegado el acceso al citado Registro a la Iglesia de la Unificación, con el argumento de que no tenía carácter religioso y se imputaban a esa comunidad religiosa actividades contrarias al orden público protegido por la ley. El Tribunal Constitucional empieza recordando su doctrina sobre la dimensión externa de la libertad religiosa, que incluye, dice, «aquellas actividades que constituyen manifestaciones o expresiones del fenómeno religioso, asumido en este caso por el sujeto colectivo o comunidades, tales como las que enuncia el art. 2 LOLR yPage 12respecto de las que se exige a los poderes públicos una actitud positiva, desde una perspectiva que pudiéramos llamar asistencial o prestacional, conforme a lo que dispone el apartado 3 del mencionado art. 2 LOLR [...]». Si bien es cierto que se remite a la LOLR, también lo es que la remisión se hace esencialmente a título de ejemplo y que, seguidamente, el Tribunal continúa argumentando que una expresión especial de esta actitud positiva hacia el ejercicio colectivo de la libertad religiosa se incluye en el artículo 16.3 CE, que introduce la idea de la aconfesionalidad o laicidad positiva (FJ 4). El reconocimiento de la vertiente prestacional del derecho se encuentra, no obstante, cuando tras analizar la finalidad del Registro, lo pone en relación no sólo con el artículo 16, sino también con el artículo 9.2 CE, «conforme al cual se impone a los poderes públicos una directriz de actuación favorecedora de la libertad del individuo y de los grupos en que se integra, y creadora de las adecuadas condiciones para que tales libertades sean reales y efectivas, y no meros enunciados carentes de real contenido» (FJ 7). Tal y como expone el Tribunal Constitucional, en este contexto constitucional la actividad del Registro es un acto de mera constatación del hecho de que se cumplen los requisitos para la inscripción y no de control; en otras palabras, se trata de una actividad reglada y no discrecional (FJ 8). Por lo tanto, «la inscripción en dicho Registro público es la formal expresión de un reconocimiento jurídico dispensado a los grupos o comunidades religiosas, orientado a facilitar el ejercicio colectivo de su derecho a la libertad religiosa, en tanto que instrumento ordenado a “remover los obstáculos”, y a “promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivos” ex art. 9.2 CE. Pues bien, siendo ello así, la indebida denegación por la Administración responsable del Registro de la inscripción solicitada viene a constituirse en un injustificado obstáculo que menoscaba el ejercicio, en plenitud, del derecho fundamental de libertad religiosa del que son titulares los sujetos colectivos» (FJ 9). En suma, el acceso al Registro es una de las facultades del derecho a la libertad religiosa derivada directamente de la Constitución, no de las normas legales, y es exigible directamente ante los poderes públicos, que son los sujetos obligados.7

Esta misma STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 5, hace una reflexión sobre los sujetos colectivos de la libertad religiosa, todavía en relación con la necesidad de la inscripción en el Registro y con los límites, afirmando que «las comunidades con finalidad religiosa, en su estricta consideración constitucional, no se identifican necesariamente con las asociaciones a que se refiere el art. 22 de la Constitución. Una comunidad de creyentes, iglesia o confesión no precisa formalizar su existencia como asociación para que se le reconozca la titularidad de su derecho fundamental a profesar un determinado credo, pues debe tenerse en cuenta que la Constitución garantiza la libertad religiosa “sin más limitación, en sus manifestaciones, que la necesaria para el mantenimiento del orden público protegido por la ley” (art. 16.1 CE)». No obstante, en otras sentencias ha reconocido, aunque obiter dicta, que las confesiones religiosas pueden ser consideradas una forma de asociación dentro del derecho genérico garantizado en elPage 12artículo 22 CE, como por ejemplo en la STC 64/1988, de 12 de abril, o en la STC 139/1995, de 26 de septiembre.8

Respecto a los titulares individuales, destacan los principios establecidos por la STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 5, en cuanto a la titularidad y el ejercicio del derecho por parte de los menores, donde resuelve que «los menores de edad son titularas plenos de sus derechos fundamentales, en este caso, de sus derechos a la libertad de creencias y a su integridad moral, sin que el ejercicio de los mismos y la facultad de disponer sobre ellos se abandonen por entero a lo que al respecto puedan decidir aquellos que tengan atribuida su guarda y custodia o, como en este caso, su patria potestad, cuya incidencia sobre el disfrute del menor de sus derechos fundamentales se modulará en función de la madurez del niño y los distintos estadios en que la legislación gradúa su capacidad de obrar», de forma que la libertad de creencias de los menores se configura como un límite a la libertad de creencias de los progenitores o tutores y a su derecho de proselitismo. Esta jurisprudencia será reproducida y tendrá una trascendencia especial en la STC 154/2002, de 18 de julio, que comentaremos más adelante.

3.2. Ámbito de protección de la libertad religiosa

En esta misma STC 46/2001, de 15 de febrero, se incide sobre otro aspecto relevante de la estructura del derecho como es el de su objeto, es decir, cuál es el ámbito sobre el que se proyecta la libertad religiosa y qué facultades incluye su contenido. El Tribunal Constitucional evita al máximo pronunciarse sobre el mismo y a menudo recurre a la fórmula de que se trata de un «claustro íntimo de creencias y, por tanto, un espacio de autodeterminación intelectual ante el fenómeno religioso» (STC 177/1996, de 11 de noviembre).9 Sin embargo, para determinar la naturaleza religiosa o no de una situación, le es preciso entrar más en la definición de lo religioso.

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El Tribunal se ha encontrado en esta tesitura al calificar determinados movimientos que no se ajustan a las confesiones convencionales, tales como el Movimiento Gnóstico Cristiano Universal de España, y así, la STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 4, se decanta por el término libertad de creencias, que abarca tanto las religiosas como las seculares. En otra sentencia, la STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 4, en que la recurrente en amparo era la Iglesia de la Unificación, utiliza la vía interpretativa del artículo 10.2 CE y reproduce la interpretación del artículo 18.1 de la Declaración universal de derechos humanos que realiza el Comité de Derechos Humanos de Naciones Unidas al Comentario general de 20 de julio de 1993, según el cual el citado precepto «“protege las creencias teístas, no teístas y ateas, así como el derecho a no profesar ninguna religión o creencia; los términos creencia o religión deben entenderse en sentido amplio”, añadiendo que “el artículo 18 no se limita en su aplicación a las religiones tradicionales o a las religiones o creencias con características o prácticas institucionales análogas a las de las religiones tradicionales”». Por lo tanto, adopta un concepto amplio de las creencias, pese a insistir en que «la Administración no debe arrogarse la función de juzgar el componente religioso de las entidades solicitantes del acceso al Registro» en el FJ 10.10 No obstante, en una de las resoluciones ya reproducidas, la ITC 271/1984, de 9 de mayo, podemos leer que los sentimientos religiosos van referidos a la idea de Dios o al concepto de lo sagrado, según una noción más ligada al concepto tradicional de religión. Por el contrario, en sentencias más recientes, como la STC 141/2000, de 29 de mayo, ya comentada, FJ 4, y en consonancia con su configuración como un derecho de libertad, el Tribunal estima que el artículo 16 CE garantiza la libertad de creer o no creer.

Una definición más depurada sobre el objeto constitucional del derecho permitiría delimitar la libertad religiosa de la libertad ideológica, tarea que hasta ahora no ha sido indispensable. Hallamos un buen ejemplo del juego entre libertad ideológica y libertad religiosa en la STC 180/2001, de 17 de septiembre, en la que la demandante solicita una pensión por razón de la prisión sufrida por su compañero, con quien había convivido more uxorio durante cuarenta años, es decir, desde 1931 hasta 1971, momento de su muerte. Aunque la pensión sólo se otorga a los cónyuges, la recurrente justifica su petición por el hecho de que no pudo contraer matrimonio puesto que los motivos ideológicos del causante le impedían contraer matrimonio canónico, y entiende que se está produciendo una discriminación por razón de su ideología y su estado civil. El Tribunal Constitucional admite que, hasta la promulgación de la Constitución, la posibilidad de contraer matrimonio civil se condicionaba a la prueba de no profesar la religión católica, de forma que «o dicho matrimonio había de ser lo religioso, lo cual pugnaba con sus creencias (al menos con las del señor Lechuga), o, para que el matrimonio fuera civil, tenían que hacer declaración expresa de no profesar la religión católica, lo cual, en cuanto exigencia de manifestación de creencias religiosas, positivas o negativas, resulta incompatible con los derechos reconocidos en el art. 16 CE» (FJ 5). La ideología puede ser protegida, por tanto, como libertad religiosa negativa.

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En alguna ocasión el Tribunal Constitucional ha vinculado la libertad de conciencia o la objeción de conciencia a la libertad religiosa, en especial cuando la consideraba incluida en el artículo 16 CE, como manifestaba en la STC 15/1982, de 23 de abril, FJ 6: «Puesto que la libertad de conciencia es una concreción de la libertad ideológica, que nuestra Constitución reconoce en el art. 16, puede afirmarse que la objeción de conciencia es un derecho reconocido explícita e implícitamente en el ordenamiento constitucional español». Más explícitamente, en la STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 14, en lo referente a la constitucionalidad de la reforma del Código penal relativa a la despenalización de determinados supuestos del aborto, insiste en que la objeción de conciencia es una facultad incluida en el ámbito de protección de la libertad religiosa: «Cabe señalar, por lo que se refiere a la objeción de conciencia, que existe y puede ser ejercida con independencia de que se haya dictado o no tal regulación. La objeción de conciencia forma parte del contenido del derecho fundamental a la libertad ideológica y religiosa reconocido en el artículo 16.1 de la Constitución». También en la ITC 551/1985, de 24 de julio, FJ 3, proclama «el derecho a la libertad religiosa que en cuanto libertad de conciencia se concreta en la posibilidad jurídicamente garantizada de acomodar el sujeto su conducta religiosa y su forma de vida a sus propias convicciones con exclusión de cualquier intervención por parte del Estado».

Posteriormente, como es de sobras conocido, rechazó que la objeción de conciencia a todos los efectos estuviera reconocida en nuestro ordenamiento (STC 161/1987, de 27 de octubre, FJ 2). De acuerdo con esta línea, la STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 4, niega que los creyentes puedan alterar, con el único apoyo de su libertad de creencias, «el tráfico jurídico privado o la obligatoriedad misma de los mandatos legales con ocasión del ejercicio de dicha libertad, so pena de relativizarlos hasta un punto intolerable para la subsistencia del propio Estado democrático de derecho del que también es principio jurídico fundamental la seguridad jurídica», con cita a la STC 160/1987, de 27 de octubre, FJ 3, y a la STC 20/1990, FJ 3 y FJ 4.11

No obstante, el derecho a la libertad de conciencia y la posibilidad de dar entrada a la objeción parecen resurgir de nuevo en la STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 7, cuando, ante laPage 16existencia de conflictos religiosos, el Tribunal afirma: «La respuesta constitucional a la situación crítica resultante de la pretendida dispensa o exención del cumplimiento de deberes jurídicos, el intento de adecuar y conformar la propia conducta a la guía ética o plan de vida que resulte de sus creencias religiosas, sólo puede resultar de un juicio ponderado que atienda a las peculiaridades de cada caso». La solución de ponderar caso por caso y de valorar los límites que resultan de cada derecho resulta más adecuada a la lógica de la protección constitucional de los derechos que la negación rotunda del reconocimiento de la libertad de conciencia.

Determinar con exactitud cuáles son las facultades que garantiza la libertad religiosa no es una cuestión banal, tal y como demuestra la STC 19/1985, de 13 de febrero, en la que el Tribunal Constitucional descarta que el domingo sea festivo por razones religiosas. Así, en el FJ 4 leemos: «Que el descanso semanal corresponda en España, como en los pueblos de civilización cristiana, al domingo, obedece a que tal día es lo que por mandato religioso y por tradición se ha acogido en estos pueblos», pero, en definitiva, «el descanso semanal es una institución secular y laboral, que si comprende el “domingo” como regla general de descanso semanal es porque este día de la semana es el consagrado por la tradición». A continuación, y conforme a la normativa del Convenio número 14 de la OIT, relativo al descanso semanal en las empresas industriales, que dispone que «el descanso coincidirá, siempre que sea posible, con los días consagrados por la tradición o la costumbre del país o de la región», entiende que el domingo sea el día de descanso preferente, pero va más allá justificando esa preferencia en el FJ 5: «La finalidad de una preferencia general es, por lo demás, patente, pues mediante la coincidencia del descanso laboral y los que vacan las oficinas públicas, los centros escolares, etc., se facilita mejor el cumplimiento de los objetivos del descanso». Sin embargo, el artículo 12 de los respectivos acuerdos suscritos con las confesiones distintas de la católica regula las festividades religiosas, quedando clara la connotación religiosa que implica el día de descanso semanal. Este mismo argumento de la tradición es el esgrimido por el abogado del Estado en la STC 101/2004, de 2 de junio, en relación con la participación del Cuerpo Nacional de Policía en una hermandad sacramental durante la Semana Santa sevillana, al señalar que se trata de «cooperar en una arraigada práctica de expresión popular», sin connotaciones religiosas, que, como hemos visto, con sana crítica, rebate el Tribunal Constitucional.

En la STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 4, el Tribunal Constitucional admite como facultad dimanante de la libertad religiosa el proselitismo, con cita específica de la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos al respecto, como los casos Kokkinakis y Larissis;12 encontramos otras manifestaciones de la libertad religiosa en el ámbito de la enseñanza en la STC 5/1981, de 13 de febrero, FJ 7, que admite que la libertad de enseñanza reconocida en el artículo 27.1 CE es una proyección de la libertad ideológica y religiosa y del derecho a expresar y difundir libremente los pensamientos, ideas u opiniones. En esta misma sentencia se examinan las relaciones existentes entre el derecho a crear centros docentes y, derivado de éste, el derecho a establecer un ideario del centro, que no se limita a los aspectos religiosos o morales de la actividad educativa (FJ 8). En esta línea, la libertad religiosa podría dar lugar, en su vertiente colectiva, al establecimiento de lo que se denominan empresas de tendencia, es decir, «empresas, centros, asociaciones u organizaciones que puedan aparecerPage 17hacia el exterior como defensoras de una determinada opción ideológica», tal y como afirma la STC 106/1996, de 12 de junio, FJ 3. En este supuesto, el conflicto se planteó entre la libertad de expresión de una trabajadora —una auxiliar de clínica— que manifestó públicamente sus críticas por un acto religioso celebrado en un centro hospitalario regido por una orden religiosa católica y el poder de dirección del centro, así como las obligaciones derivadas de su contrato de trabajo. El Tribunal Constitucional determina que las actividades laborales de la auxiliar son funciones neutras en relación con la ideología del empresario y que, además, la finalidad de la empresa no es la difusión de un ideario religioso, sino la finalidad asistencial o sanitaria (FJ 4), lo que ofrece indicios de los criterios que será necesario cumplir de surgir más casos de esta índole.

Por último, la STC 154/2002 enumera una serie de facultades incluidas en el derecho de libertad religiosa que toma del artículo 2.1 de la LOLR, tales como los actos de culto, la enseñanza religiosa, la reunión o manifestación pública con finalidades religiosas y la asociación para el desarrollo comunitario de este tipo de actividades.

Todas estas facultades delimitadas en la jurisprudencia constitucional pueden entrar en conflicto en su ejercicio con otros derechos y bienes constitucionales, circunstancia que el artículo 16.1 CE ha englobado bajo la noción del orden público protegido por la ley y sobre la que el Tribunal ha debido ofrecer la correspondiente interpretación.

4. Libertad religiosa y orden público
4.1. Los derechos de los demás como límite a la libertad religiosa

La Constitución sólo se refiere en dos ocasiones al orden público: además de ser límite a la libertad religiosa, constituye causa para prohibir la libertad de reunión del artículo 21.2 CE. En este último precepto se trata de un orden público material, mientras que el orden público aplicado a la libertad religiosa que adopta la LOLR se inclina más hacia la concepción formal, entendida como el respeto a los derechos y libertades fundamentales. Esta opción es la adoptada por la jurisprudencia constitucional,13 tal y como expresa, en relación con la libertad religiosa, laPage 18STC 19/1985, de 13 febrero, FJ 1: «Es evidente que el respeto a los derechos fundamentales y libertades públicas garantizados por la Constitución es un componente esencial del orden público y que, en consecuencia, deben tenerse por nulas las estipulaciones contractuales incompatibles con este respeto».

En aplicación de la doctrina general sobre los límites de los derechos, la STC 141/2000, de 29 de mayo, FJ 4, afirma que «el derecho que asiste al creyente de creer y conducirse personalmente conforme a sus convicciones no está sometido a más límites que los que le imponen el respeto a los derechos fundamentales ajenos y otros bienes jurídicos protegidos constitucionalmente». La STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 7, insiste en que la limitación del ejercicio del derecho a la libertad religiosa debe tener en cuenta la incidencia que pueda ejercer sobre los otros titulares de derechos y bienes protegidos constitucionalmente y sobre los elementos integrantes del orden público protegido por la ley, tal y como establece el artículo 16.1 CE. Continúa recordando lo prescrito en el art. 3.1 LOLR, que determina que este orden público, en el marco de una sociedad democrática, consiste en el derecho de los demás a ejercer sus derechos fundamentales, la salvaguarda de la seguridad, de la salud y de la moralidad públicas.

Los supuestos más delicados de resolver han sido aquellos en los que terceras personas cuyos derechos se veían implicados eran menores. Así sucede en la STC 141/2000, de 29 de mayo, en la que un padre ve restringido el régimen de visitas a sus hijos, de 5 y 12 años de edad, por el hecho de ser miembro del Movimiento Gnóstico Cristiano Universal de España, que, según alegaba la madre y recogían las resoluciones judiciales previas, podía ser una secta destructiva. Inicialmente, el conflicto se había planteado entre la libertad ideológica del padre (art. 16.1 CE) y el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban una formación religiosa o moral conforme a sus convicciones (art. 27.3 CE), pero el Tribunal Constitucional lo plantea en términos de un conflicto entre la libertad de creencias del padre ante la vertiente negativa de la libertad de creencias de los hijos, es decir, «en el derecho del tercero afectado a no creer o a no compartir o a no soportar los actos de proselitismo ajenos» y con su integridad moral (art. 15 CE), puesto que las manifestaciones externas de una profesión religiosa pueden llegar a suponer una cierta intimidación moral e, incluso, afirma el Tribunal, «tratos inhumanos o degradantes» (FJ 4). Tal y como hemos comentado anteriormente, es en esta STC 141/2000 en la que el Tribunal Constitucional determina que los menores son titulares de los derechos fundamentales y que su ejercicio se modulará en función de su madurez (FJ 5), añadiendo que la libertad de creencias de los menores se manifiesta en su derecho «a no compartir las convicciones de sus padres o a no sufrir sus actos de proselitismo, o más sencillamente, a mantener creencias diversas a las de sus padres, máxime cuando las de éstos pudieran afectar negativamente a su desarrollo personal. Libertades y derechos de unos y otros que, de surgir el conflicto, deberán ser ponderados teniendo siempre presente el “interés superior” de los menores de edad (art. 15 y 16.1 CE en relación con el art. 39 CE)». El Tribunal tiene en cuenta las normas nacionales e internacionales de protección de la infancia para concluir que el Estatuto del menor es, sin el menor atisbo de duda, una norma de orden público que vincula a todos los poderes públicos y que, por lo tanto, «constituye un legítimo límite a la libertad dePage 19manifestación de las propias creencias mediante su exposición a terceros, incluso de sus progenitores».14 El sacrificio a la libertad de creencias del padre obedece, pues, a una finalidad constitucionalmente legítima, aunque, de acuerdo con las circunstancias del caso, es un sacrificio desproporcionado, de forma que se otorga el amparo.

El reconocimiento de la gradación de la capacidad de obrar de los menores en función de su madurez vuelve a examinarse en la trascendental STC 154/2002, de 18 de julio. Los padres de un menor de 13 años fueron condenados cada uno de ellos a cuatro años de prisión por un delito de homicidio en la modalidad de comisión por omisión, con la atenuante muy cualificada de obrar por estímulos tan poderosos que se convierten en obcecación, y con la agravante de parentesco, por la muerte del hijo, producida por la no transfusión de sangre al menor, puesto que toda la familia eran testigos de Jehová. En síntesis, se acusaba los padres de haberse negado a convencer a su hijo para recibir las transfusiones de sangre, ya que, pese a las autorizaciones judiciales, la reacción frontalmente contraria y profundamente alterada del menor ante la perspectiva de recibir ese tratamiento hacía imposible practicarlo.

En el proceso judicial previo, la Audiencia Provincial dictó sentencia absolutoria, entendiendo que desde el momento en que se da a la sociedad la oportunidad efectiva de sustituir a los padres, estos pierden la condición de garantes; además, no se les puede exigir una conducta, ya sea pedir o aprobar una transfusión, ya sea convencer a un hijo para que lo acepte, contraria a su conciencia y convicciones religiosas en las que han educado a su hijo. En cambio, para la Sala de lo Penal del Tribunal Supremo, los padres no perdieron nunca su posición de garantes y, además, tenían pleno conocimiento de que el deber de prestar asistencia médica a su hijo era necesario para salvar su vida. Ante estas dos posiciones, el Tribunal Constitucional centra su argumentación en torno a la relación entre los deberes derivados de la condición de garante y el derecho fundamental a la libertad religiosa de los padres, así como sus efectos sobre un menor de edad que se opone decididamente a las transfusiones de sangre, también a partir de motivos religiosos.

Tras recordar la doctrina sobre la capacidad de obrar de los menores (STC 141/2000, FJ 5), el Tribunal afirma que el menor ejerció dos derechos fundamentales: el derecho a la libertad religiosa y el derecho fundamental a su integridad física (art. 15 CE), es decir, «un derecho de autodeterminación que tiene por objeto el propio sustrato corporal —como distinto del derecho a la salud o a la vida—» y que impide injerencias ajenas sobre su cuerpo (FJ 9). Sin embargo, considera que no se puede concluir a ciencia cierta que el menor fallecido tuviera la suficiente madurez para asumir una decisión tan vital y que, en consecuencia, no vinculaba a los padres (FJ 10). Resulta necesario, pues, determinar si la posición de garante de los padres se ve afectada por el derecho a la libertad religiosa. El Tribunal coincide con los razonamientos de la sentencia de la Audiencia y establece que los deberes que conforman la condición de garante no pueden configurarse al margen de los derechos fundamentales (FJ 11); en este caso concreto, interpreta que la condición de garante de los padres no abarca las actuaciones que se les exigían —es decir, convencer al menor para que aceptara recibir una transfusión de sangre oPage 20autorizarla— en contra de las convicciones de su hijo (FJ 12). Pese a tratarse de un tema delicado y conflictivo, creemos que la argumentación del Tribunal es jurídicamente impecable; es más, se trataba de un recurso de amparo que fue discutido en el Pleno y sin ningún voto discrepante.

4.2. Los bienes constitucionales protegidos por el orden público

De esta STC 154/2002 destacaremos todavía un par de aspectos más. En primer lugar, que el Tribunal aprovecha la ocasión para confirmar la validez constitucional de la ponderación que han realizado los órganos judiciales al autorizar la práctica de las transfusiones de sangre y hacer prevalecer el derecho a la vida por encima del derecho a la libertad religiosa y de creencias de los padres (FJ 12). En segundo lugar, que valora que en este caso no existe ningún otro elemento afectado de los incluidos en el orden público y aprovecha para delimitar el concepto de salud pública: «No hay afectación de la seguridad o de la moral pública. Y tampoco la hay en cuanto a la salud, ya que los textos internacionales, que sirven de pauta para la interpretación de nuestras normas (art. 10.2 CE), se refieren en los preceptos citados a la salud pública, entendida con referencia a los riesgos para la salud en general» (FJ 13). En cambio, en un supuesto bastante anterior, el Tribunal entiende que el límite de la salud mencionado en el artículo 3.1 LOLR hace referencia a la salud de las personas; se trata de la ITC 369/1984, de 20 de junio, FJ 3, que trata el caso de una mujer que murió al dar a luz pese a las transfusiones de sangre que recibió, autorizadas judicialmente, pues tanto ella como su marido eran testigos de Jehová.

El orden público como límite genérico de la libertad religiosa se aborda directamente en la STC 46/2001, de 15 de febrero, FJ 11, en la que se discutía la negativa a inscribir la Iglesia de la Unificación en el Registro de entidades religiosas porque en la jurisdicción ordinaria se había considerado que las actividades que llevaba a cabo eran contrarias al orden público protegido por la ley y era calificada como peligrosa. El Tribunal Constitucional reitera el carácter excepcional del orden público como límite de los derechos y propugna un entendimiento de esta cláusula coherente con el principio general de libertad; en esta línea, sanciona la sintonía absoluta del artículo 3.1 LOLR con el artículo 9 del Convenio europeo de derechos humanos.15

Por todo ello, manifiesta que el orden público no puede interpretarse como una cláusula abierta ni puede utilizarse de forma preventiva y cautelar, a partir de meras sospechas de comportamientos futuros y sus hipotéticas consecuencias; por el contrario, es preciso acreditar judicialmente la existencia de un peligro cierto para la seguridad, la salud y la moralidad públicas, tal y como deben entenderse en una sociedad democrática. No obstante, el Tribunal cae a continuación en una contradicción frontal al aceptar que esa utilización preventiva es posible en casos excepcionales, como por ejemplo ante la actuación de determinadas sectas o grupos que, amparándose en la libertad religiosa y de creencias, utilizan métodos de captación que pueden menoscabar el libre desarrollo de la personalidad de sus adeptos, vulnerando elPage 21artículo 10.1 de la Constitución. Es cierto que el Tribunal intenta añadir algunas cautelas a este uso preventivo de un límite —la necesidad de acreditar los elementos de riesgo y de que la medida adoptada debe ser proporcionada y adecuada a los fines perseguidos—, pero con ello no erradica el peligro manifiesto de un uso abusivo de la cláusula de orden público; por ejemplo, el derivado de la carencia de delimitación jurídica de lo que son las sectas religiosas, especialmente cuando, como ya hemos visto, el propio Tribunal se niega a definir o a valorar el componente religioso de los grupos que desean acceder al Registro. Además, se trata de un pronunciamiento del todo innecesario, puesto que no califica a la Iglesia de la Unificación como secta, sino que basa su decisión en la carencia de consistencia y de idoneidad de los elementos que debían servir para demostrar la peligrosidad de dicho ente.

El Tribunal Constitucional también ha realizado un uso problemático de la moralidad pública como límite de los derechos en la STC 62/1982, de 15 de octubre, por tres motivos. En primer lugar, porque esta noción no se encuentra protegida como bien jurídico en la Constitución; en segundo lugar, porque el concepto que el FJ 2, motivo B, define como un «elemento ético común de la vida social» que es «susceptible de concreciones diferentes según las distintas épocas y países, por lo que no es algo inmutable desde una perspectiva social» es muy indeterminado y vago; y, finalmente, porque el Tribunal justificó su uso inadecuadamente en la cláusula hermenéutica del artículo 10.2 CE, que no puede ser una vía para restringir los derechos constitucionales. Y todo ello sin olvidar que el propio Tribunal ha advertido que los límites a la libertad de creencias están sometidos a una interpretación estricta y restrictiva.16

Pese a todas estas objeciones al FJ 3, motivo A, confirma que la moralidad puede ser usada como límite al ejercicio de los derechos y libertades fundamentales por el legislador posconstitucional, aportando como ejemplo el artículo 3.1 LOLR. Por último, en la STC 62/1982 que comentamos el Tribunal concluyó que la moral como límite acoge la protección de la juventud y de la infancia. De todas formas, la moralidad pública no se ha utilizado nunca como límite a la libertad religiosa, ni siquiera en aquellos supuestos en que encajaba especialmente, como los de la STC 154/2002, de 18 de julio, o bien en la STC 141/2000, de 29 de mayo, donde hay menores implicados, y ni siquiera se menciona la STC 260/1994, de 3 de octubre, en la que la Generalitat de Cataluña pretende mantener la tutela de determinados menores que pertenecían a la secta conocida como Niños de Dios, al entender que se encuentran en una situación de desamparo y desescolarización: el supuesto se resuelve sobre la base del derecho a la educación. Por último, la definición de la moral como «minimum ético para la vida social» nos llevaría a discernir los valores que la conforman: a partir de lo que hemos visto, resulta claro que no son los de ninguna confesión, sino que deben ser los proclamados en la Constitución y, por lo tanto, el respeto a los derechos fundamentales y a la dignidad de la persona, de forma que valoramos que la referencia a la moralidad pública no tan sólo es confusa sino también redundante.

En otro orden de cosas, la libertad religiosa, lógicamente, también puede actuar como límite de otros derechos, como es el caso de la STC 195/2003, de 27 de octubre, FJ 8, donde limita el derecho de reunión; en concreto, se restringió el uso de la megafonía en una jornada dePage 22concentración que tenía lugar en la plaza contigua a una basílica durante el tiempo de celebración de los oficios religiosos.17

5. Conclusiones

Una buena forma de concluir este repaso de la jurisprudencia constitucional sobre la libertad religiosa es a partir de la reflexión que hace el propio Tribunal en la STC 154/2002, de 18 de julio, FJ 7, al señalar: «La aparición de conflictos jurídicos por razón de las creencias religiosas no puede extrañar en una sociedad que proclama la libertad de creencias y de culto de los individuos y comunidades así como la laicidad y neutralidad del Estado». En efecto, la sociedad española es cada vez más plural y, por lo tanto, el mandato de tener en cuenta las creencias religiosas establecido en el artículo 16.3 CE adquiere cada vez mayor significación. Si bien en sus comienzos la jurisprudencia constitucional tenía que esforzarse para proclamar la aconfesionalidad del Estado y su separación de la confesión católica, ahora este es un principio indiscutible y consolidado, y los retos son otros.

Sin embargo, todavía perduran algunas rémoras del pasado; así, el Tribunal, a la hora de interpretar el derecho constitucional a la libertad religiosa, se muestra demasiado sumiso a la lectura que de este derecho hizo el legislador orgánico, cuando algunas de sus normas necesitarían una adaptación a la presente realidad: ya hemos mencionado en este comentario que sería preciso excluir la moralidad pública entre los bienes protegidos por el orden público, así como la incongruencia que supone que para acceder al Registro se requiera tener finalidades religiosas y, al mismo tiempo se impida a la Administración entrar a valorar las creencias de las confesiones que intentan la inscripción; por no entrar en la cuestión de la naturaleza no orgánica de algunos de sus preceptos y de la nula consideración de la organización descentralizada del Estado en toda la ley. También sería necesario revisar los acuerdos del Estado con la Santa Sede para adecuar sus contenidos a la nueva interpretación constitucional, puesto que su carácter de normas de derecho internacional los enquista en el ordenamiento y son origen de conflictos que deberían estar superados o, en todo caso, que el legislador estatal debería poder resolver en el ámbito interno. Probablemente, todo esto permitiría una actitud más beligerante por parte de la jurisprudencia constitucional con respecto a la neutralidad del Estado que hiciera desaparecer las sospechas de que existen unas confesiones más favorecidas que otras, o que la profesión de creencias de signo religioso tiene mayor protección que otras. En este sentido, los principios dePage 23libertad e igualdad —que se manifestaban como fundamentales en la definición de las relaciones del Estado con las confesiones religiosas— continuarán siendo la dicotomía sobre la que deberá resolver y ponderar el Tribunal Constitucional.

En el ámbito subjetivo del derecho, hemos comentado que el Tribunal Constitucional ha definido con lentitud y cautela, con dudas y vacilaciones, la libertad religiosa, posiblemente al ritmo que le marcaba la sociedad. Los problemas derivados de la negativa a recibir transfusiones de sangre por parte de los testigos de Jehová no son ninguna novedad, como tampoco lo es su negativa al uso de las armas, plenamente asumida en el ordenamiento en forma de objeción al servicio militar.18 Pero la tarea de la jurisprudencia constitucional apenas ha dado comienzo, y sólo observando otras sociedades de nuestro entorno, que hace más años que disponen de un régimen de libertad religiosa, es fácil adivinar que cada vez se producirán más conflictos: determinadas indumentarias que denotan la pertenencia a una religión, la necesidad de nuevos locales para dedicar al culto, las molestias que pueden provocar manifestaciones externas del culto, los signos externos religiosos que pueden colisionar con las normas de seguridad o de sanidad, la solicitud de horarios especiales para el uso de piscinas públicas, etc.19 En este sentido el derecho a la libertad religiosa debe cumplir un papel muy importante para la integración de nuevos colectivos de inmigrantes que profesan sus propias religiones, vinculadas a sociedades e instituciones totalmente distintas a las de nuestro país, y para quienes el límite del orden público entendido como respeto de los derechos fundamentales puede resultar totalmente ajeno. En todo caso, como ya hemos visto, el Tribunal Constitucional se muestra especialmente cuidadoso cuando los afectados son terceras personas que se hallan en una situación vulnerable, y en particular cuando éstas son menores.

Las nuevas formas de entender las vivencias religiosas conducirán a redefinir el derecho a la libertad religiosa; de entrada, en algún momento el Tribunal deberá delimitar con mayorPage 24precisión qué se entiende por creencias religiosas, desde el momento en que este es uno de los requisitos para acceder al Registro de entidades religiosas, por ejemplo. En esta línea, ya hemos verificado cómo se ha producido una ampliación de la noción de creencias religiosas y de los ámbitos que abarcan.20

En cualquier caso, es necesario que el Tribunal Constitucional no olvide que se trata de un derecho íntimamente ligado al principio de libertad y, por lo tanto, que no avale de nuevo actuaciones restrictivas hacia la libertad religiosa, como las que proponen un control previo y no judicial de aquellos movimientos religiosos considerados peligrosos. A su vez, y como a veces parece insinuar el Tribunal, una buena opción para resolver conflictos de tipo individual sería dar entrada definitiva a la objeción de conciencia por razones religiosas, siempre teniendo presente la existencia del límite prescrito en el artículo 16.1 CE, el orden público protegido por la ley, que requeriría un mayor desarrollo en sede jurisprudencial.

Por último, importa destacar otra de las funciones que cumple la libertad religiosa que se ha puesto de manifiesto a lo largo de este repaso de la jurisprudencia y que coincide con la del resto de derechos fundamentales: la de ser un mecanismo de protección de las minorías frente a las mayorías. Al respecto conviene destacar que a menudo se considera que las instituciones comunes de la sociedad son neutrales, pero no lo son; tienen esa apariencia porque son las de la mayoría, de forma que actúan con un camuflaje de universalidad que conduce a la estigmatización de los grupos minoritarios. Esto es lo que sucede con la consideración del domingo como día festivo de carácter laico, o con la valoración de determinadas manifestaciones religiosas como tradicionales y, en consecuencia, inatacables desde una perspectiva religiosa. Dentro de ese esquema en que los estándares y objetivos comunes son, en realidad, los de la mayoría, las creencias mayoritarias logran su protección y preservación de forma espontánea, lo cual justifica la necesidad de proteger el resto de creencias, aunque sin desconocer las instituciones de la comunidad mayoritaria. La libertad religiosa pone de manifiesto, así, la existencia de minorías religiosas dentro de una realidad social plural en la que es preciso hallar el equilibrio entre las normas generales y las excepciones que permitan integrar las demandas de las particularidades sin romper las bases de la convivencia pacífica. Esta es la tarea que corresponde, entre otros, al Tribunal Constitucional.

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[1] A modo de ejemplo, del carácter aconfesional del Estado se desprende también que «el acta de bautismo no constituye un documento público apto para contener un reconocimiento de la filiación no matrimonial, porque —y hoy más todavía como consecuencia del principio constitucional de aconfesionalidad del Estado (art. 16 de la Constitución)— el Ministerio de la Iglesia católica no es un funcionario público con competencia civil para dar fe de la determinación legal de la filiación», de acuerdo con la Resolución de la Dirección General del Registro de 25 de septiembre de 1985 (Ar. 5297); que «las normas civiles en materia de imposición de nombres propios no podrían quedar supeditadas a las correspondientes normas canónicas, de modo que el hecho de que determinado nombre hubiera sido admitido por la Iglesia no impedía que el mismo pudiera ser rechazado por el Registro civil», según la Resolución de la Dirección General del Registro de 19 de julio de 1983 (Ar. 6980); que no se puede considerar edificio público, a efectos de las circunstancias agravantes penales, un archivo parroquial de la Iglesia católica, en la STS de 5 de diciembre de 1984 (Ar. 6242); o que «la competencia exclusiva de los jueces civiles en los procesos de separación, aun tratándose de matrimonios canónicos [...] no significa que los organismos jurisdiccionales tengan que acudir para resolver la controversia a la utilización de preceptos ajenos al ordenamiento estatal, pues ello comportaría la vulneración del superior principio de indiscriminación jurídica por razones de índole religiosa y el de igualdad ante la ley —artículos 14, 16 y 53 de la Constitución— y pugnaría con el de aconfesionalidad del Estado la remisión a una normativa dimanante de la Iglesia católica para decidir en asunto de conocimiento de la jurisdicción ordinaria», tal y como señala la STS de 11 de octubre de 1982 (Ar. 5550).

[2] En el ámbito europeo, la libertad religiosa se vincula con la democracia y el principio del pluralismo, entre otros, en la STEDH de 25 de mayo de 1993, Kokkinakis c. Greece (para. 31), relativa a la prohibición de proselitismo establecida en el artículo 13.2 de la Constitución griega que fue aplicada a los miembros de la confesión de los Testigos de Jehová, en los siguientes términos: «Telle que la protège l’article 9, la liberté de pensée, de conscience et de religion représente l’un des assises d’une “société démocratique” au sens de la Convention. Elle figure, dans sa dimension religieuse, parmi les éléments les plus essentiels de l’identité des croyants et de leur conception de la vie, mais elle est aussi un bien précieux pour les athées, les agnostiques, les sceptiques ou les indifférents. Il y va du pluralisme chèrement conquis au cours des siècles consubstantiel à pareille société».

[3] Los acuerdos del Estado con la Santa Sede son los cuatro siguientes: el Acuerdo sobre asuntos jurídicos, el Acuerdo sobre enseñanza y asuntos culturales, el Acuerdo sobre la asistencia religiosa a las Fuerzas Armadas y servicio militar de clérigos y religiosos, y el Acuerdo sobre asuntos económicos, todos ellos de 3 de enero de 1979. De conformidad con las materias que trataban, fueron aprobados por la vía del artículo 94 CE, entraron en vigor el 4 de diciembre de 1979 y fueron publicados en el BOE núm. 300, de 15 de diciembre.

[4] En lo referente a la enseñanza religiosa, aun cuando vinculado al artículo 27.3 CE, quizás convenga recordar a grandes rasgos la polémica surgida a raíz del desarrollo reglamentario de la Ley orgánica 8/1985, de 3 de julio, del derecho a la educación (LODE), y de la Ley 1/1990, de 3 de octubre, de ordenación general del sistema educativo (LOGSE), que se llevó a cabo por varios reales decretos (RD 1006/1991 y RD 1007/1991, ambos de 14 de junio, y RD 1700/1991, de 29 de noviembre) que regulaban la enseñanza de la religión católica y que serían impugnados por parte de determinados colectivos religiosos católicos. El Tribunal Supremo anuló algunos preceptos de estos reglamentos, que consideró contrarios tanto al artículo 14 CE como a los acuerdos suscritos entre la Santa Sede y el Estado español sobre enseñanza y asuntos culturales, en las sentencias de 3 de febrero de 1994 (Ar. 1133), de 17 de marzo de 1994 (Ar. 2444), de 24 de junio de 1994 (Ar. 5277) y de 30 de junio de 1994 (Ar. 5279). Actualmente, la cuestión se encuentra regulada por el Real decreto 2438/1994, de 16 de diciembre, que también fue impugnado repetidamente, sin éxito, en las STS de 31 de enero de 1997 (Ar. 597), de 26 de enero de 1998 (Ar. 919) y de 14 de abril de 1998 (Ar. 3634). Finalmente, se solicitó el amparo constitucional por supuesta infracción del principio de igualdad, que se inadmitió por carencia de contenido constitucional, de acuerdo con la ITC 50/1999, de 22 de febrero.

[5] El Estado español ha celebrado acuerdos con la Federación de Entidades Religiosas Evangélicas de España, con la Federación de Comunidades Israelitas de España y con la Comisión Islámica de España, aprobados mediante la Ley 24/1992, la Ley 25/1992 y la Ley 26/1992, todas de 10 de noviembre de 1992 (BOE núm. 272, de 12 de noviembre).

[6] El magistrado Julio Diego González Campos firma un voto particular en el que discrepa del parecer de la Sala, por tres órdenes de razones. En primer lugar, considera que habría sido necesario haber entrado a examinar si el tratamiento médico coactivo era constitucionalmente legítimo, pues el recurrente había recibido previamente en un hospital público una transfusión de sangre, autorizada judicialmente, en contra de sus creencias religiosas. En segundo lugar, rechaza el argumento de que la transfusión era un imperativo de la lex artis del ejercicio de la profesión médica, puesto que la operación se realiza con éxito en una clínica privada. Y, en tercer lugar, critica que se haya excluido la vertiente prestacional de la libertad religiosa, al entender que forma parte de la vertiente externa del derecho que garantiza a los ciudadanos actuar de acuerdo con sus convicciones, con la única limitación prescrita en el artículo 16.1 CE, que considera que no se da; en cambio, conforme a la STC 120/1990, se genera la lesión del derecho constitucional cuando existe una relación causal entre el acto u omisión de los poderes públicos y la conducta del sujeto que invoca el derecho fundamental. Además, el régimen público y prestacional de la Seguridad Social no puede garantizarse por parte de los poderes públicos sin tener en cuenta el mayor valor de los derechos fundamentales en nuestro ordenamiento, por más que se parta de la base de la uniformidad de las prestaciones para garantizar la igualdad de todos los ciudadanos, ni puede deferirse a la decisión de los profesionales médicos de los distintos centros de salud, sobre todo cuando «el recurrente no ha solicitado una prestación de asistencia médica a la que no tenga derecho, sino sólo que se le preste en condiciones que no vulneren sus creencias religiosas». Por ello considera también inapropiada la cita a la STC 19/1985, ya que en aquel caso se pretendía la dispensa por parte del empresario del régimen laboral sobre jornada de trabajo legalmente establecida.

[7] Existe un voto particular a esta STC 46/2001, formulado por el magistrado Manuel Jiménez de Parga y Cabrera, al que se adhieren los magistrados Rafael de Mendizábal Allende, Fernando Garrido Falla y Guillermo Jiménez Sánchez, y que interpreta que la inscripción registral no forma parte del contenido esencial del derecho a la libertad religiosa entendido como contenido constitucional del derecho. Así, resalta que el derecho a la inscripción en un registro oficial no se encuentra detallado entre las facultades del artículo 2 LOLR, que transcribe, señalando que, según su parecer, la inscripción registral es un complemento que refuerza el estatus de las confesiones, que le aporta un plus de protección estatal, pero que no es necesaria para disfrutar de la libertad religiosa. Por lo tanto, denegar la inscripción a la Iglesia de la Unificación no suponía negarle libertad religiosa.

[8] Así lo hace también la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos, por ejemplo, en la Sentencia de 13 de diciembre de 2001, Église métropolitaine de Bessarabie et autres c. Moldova: «118. Par ailleurs, les communautés religieuses existant traditionnellement sous la forme de structures organisées, l’article 9 doit s’interpréter à la lumière de l’article 11 de la Convention qui protège la vie associative contre toute ingérence injustifiée de l’Etat. Vu sous cet angle, le droit des fidèles à la liberté de religion, qui comprend le droit de manifester sa religion collectivement, suppose que les fidèles puissent s’associer librement, sans ingérence arbitraire de l’Etat. En effet, l’autonomie des communautés religieuses est indispensable au pluralisme dans une société démocratique et se trouve donc au cœur même de la protection offerte par l’article 9».

[9] Las dificultades para delimitar el objeto protegido por la libertad religiosa no son exclusivas del Tribunal Constitucional español; también la jurisprudencia europea se hace eco de ello, por ejemplo, en la STEDH de 20 de septiembre de 1994, Otto-Preminger-Institut v. Austria (para. 50): «As in the case of “morals”, it is not possible to discern throughout Europe a uniform conception of the significance of religion in society [...]; even within a single country such conceptions may vary». En la STEDH de 25 de mayo de 1993, Kokkinakis c. Greece (para. 31), aborda algunos aspectos del contenido del derecho: «Si la liberté religieuse relève d’abord du for intérieur, elle “implique” de surcroît, notamment, celle de “manifester sa religion”. Le témoignage, en paroles et actes, se trouve lié à l’existence de convictions religieuses. Aux termes de l’article 9, la liberté de manifester sa religion ne s’exerce pas uniquement de manière collective, “en public” et dans le cercle de ceux dont on partage la foi; on peut aussi s’en prévaloir “individuellement” et “en privé”; en outre, elle comporte en principe le droit d’essayer de convaincre son prochaine, par exemple au moyen d’un “enseignement”, sans quoi du reste “la liberté de changer de religion ou de conviction”, consacrée par l’article 9, risquerait de demeurer lettre morte».

[10] En sentido similar se expresa el Tribunal Europeo de Derechos Humanos en la STEDH de 13 de diciembre de 2001, Église métropolitaine de Bessarabie et autres c. Moldova, en la que esta república se niega a reconocer jurídicamente a la iglesia demandante, argumentando que se trata de la escisión de otra ya existente, la Iglesia Metropolitana de Moldova, por lo que sus creencias —cristianas ortodoxas— son coincidentes. El Tribunal Europeo reitera la jurisprudencia del caso Kokkinakis, citada, añadiendo: «La cour rappelle aussi qu’en principe, le droit à la liberté de religion tel que l’entend la Convention exclut l’appréciation de la part de l’Etat quant à la légitimité des croyances religieuses ou aux modalités d’expression de celles-ci».

[11] En aplicación de esta jurisprudencia, el Tribunal Supremo ha rechazado la denominada objeción de conciencia fiscal, que consiste en deducir de la cuota a ingresar en concepto de la declaración del impuesto sobre la renta de las personas físicas una determinada suma de dinero, que es el equivalente a la destinada a los gastos de defensa en los Presupuestos generales del Estado, pues por razones de conciencia no se desea financiar esa actividad [STS de 11 de mayo de 1988 (Ar. 4150)]. Del mismo modo, también excluye como supuesto de objeción de conciencia el incumplimiento de la obligación de cualquier cargo en una mesa electoral por motivos religiosos; es el supuesto de la STS 23 de diciembre de 1992 (Ar. 10325), que resuelve el recurso de casación de un testigo de Jehová que se negó a comparecer como presidente de una mesa electoral alegando que no podía desempeñar ese cargo porque era objetor de conciencia y por no permitírselo sus creencias religiosas. Sin embargo, el Tribunal Supremo parece dejar una puerta abierta a la posibilidad de objetar en el supuesto de que fuera posible demostrar los impedimentos religiosos que alega el recurrente en la STS de 27 de diciembre de 1994 (Ar. 10315), cuando, aplicando los tratados internacionales suscritos por España, afirma: «[...] por lo que los derechos reconocidos en el artículo 16.1 CE y 9 del CEDH y 18 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos no pueden considerarse conculcados por la integración de un ciudadano en una mesa electoral, salvo supuestos excepcionales y probados de verdadero conflicto entre el núcleo esencial de su creencia y el cumplimiento de aquel deber cívico imparcial y, siempre, según los términos del citado artículo 16.1, que ello no afecte al orden público protegido por la ley». La promulgación de la Ley orgánica 5/1995, de 22 de mayo, del tribunal del jurado, volvió a abrir la polémica en torno a la posibilidad de objetar a participar en esta institución, ya que el artículo 12.7 es una cláusula abierta que permite apreciar al juez de forma discrecional otras excusas para desarrollar dicha función, entre las que podrían existir los impedimentos de conciencia.

[12] STEDH de 24 de febrero de 1998, caso Larissis and others v. Greece, y STEDH de 25 de mayo de 1993, caso Kokkinakis v. Greece, ambas relativas a las actividades de proselitismo de miembros de los Testigos de Jehová.

[13] La STC 66/1995, de 8 de mayo, FJ 3, contrapone los dos sentidos de esta noción al aludir a los límites del derecho de reunión: «Debe entenderse que esa noción de orden se refiere a una situación de hecho, el mantenimiento del orden en sentido material en lugares de tránsito público, no al orden como sinónimo de respeto a los principios y valores jurídicos y metajurídicos que están en la base de la convivencia social y son fundamento del orden social, económico y político». La faceta de orden público formal y su transformación, causada por la entrada en vigor de la Constitución, se halla claramente expuesta en la STC 43/1986, de 15 de abril, FJ 4: «Antes de la entrada en vigor de la Constitución, la Ley de enjuiciamiento civil (art. 954) y la doctrina jurisprudencial han venido denegando el reconocimiento y ejecución de sentencias extranjeras contrarias al orden público del foro. Este concepto de orden público ha adquirido una nueva dimensión a partir de la vigencia de la Constitución de 1978. Aunque los derechos fundamentales y libertades públicas que la Constitución garantiza sólo alcanzan plena eficacia allí donde rige el ejercicio de la soberanía española, nuestras autoridades públicas, incluidos los jueces y tribunales, no pueden reconocer ni recibir resoluciones dictadas o por autoridades extranjeras que supongan vulneración de los derechos fundamentales y libertades públicas, garantizados constitucionalmente a los españoles, o, en su caso, a los españoles y extranjeros». Al respecto, la Dirección General de los Registros autorizó el matrimonio entre una española viuda y un francés divorciado sin valorar si el anterior matrimonio de la persona extranjera era civil o canónico. Según la Resolución, «no es posible hoy estimar que sólo respecto del matrimonio canónico su indisolubilidad es de orden público, pues los principios constitucionales de no confesionalidad del Estado y de libertad religiosa impiden tales discriminaciones civiles por razones religiosas» [Resolución de 6 de abril de 1979 (Ar. 1462)].

[14] En concreto, cita la Convención de las Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño (ratificada por España por Instrumento de 30 de noviembre de 1990), la Resolución del Parlamento Europeo relativa a la Carta europea de los derechos del niño (Resolución A 3-0172/92, de 8 de julio) y la Ley orgánica 1/1996, de 15 de enero, de protección jurídica del menor.

[15] Art. 9.2 CEDH: «La libertad de manifestar su religión o sus convicciones no puede ser objeto de más restricciones que las que, previstas por la ley, constituyen medidas necesarias, en una sociedad democrática, para la seguridad pública, la protección del orden, de la salud o de la moral públicas, o la protección de los derechos o las libertades de los demás».

[16] Con cita a la STC 20/1990, de 15 de febrero, FJ 3 y 5; STC 120/1990, de 27 de junio, FJ 10; y STC 137/1990, de 19 de julio, FJ 8, todas ellas relativas a la libertad ideológica.

[17] La jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos ofrece algunos ejemplos de la libertad religiosa como límite de otros derechos, particularmente del derecho a la libertad de expresión. Así aparece en la STEDH de 20 de septiembre de 1994, Otto-Preminger-Institut v. Austria, donde se discutía si la prohibición de las autoridades austriacas de proyectar la película Das Liebenkonzil (Consejo en el cielo), en la que se caricaturizaban varias figuras y creencias de la religión católica, había infringido la libertad de expresión de la asociación demandante, la Otto- Preminger-Institut für audiovisuelle Mediengestaltung; la prohibición se basaba, entre otros motivos, en la protección de los sentimientos religiosos de los católicos. Semejante a este caso es el de la STEDH de 22 de octubre de 1996, Wingrove v. United Kingdom, relativa al vídeo filmado por el Sr. Nigel Wingrove, titulado Visiones of Ecstasy, en el que pretende representar las visiones místicas de santa Teresa de Ávila desde una perspectiva erótica y que fue considerado blasfemo por el Comité Británico de Clasificación de Películas (British Board of Film Classification) y, en consecuencia, prohibido; es preciso advertir que en ese país la blasfemia sólo se aplica en relación con la religión cristiana. El recurrente alega la vulneración de la libertad de expresión (artículo 10 del CEDH) por parte del Gobierno británico.

[18] También la jurisprudencia europea ha debido resolver a menudo casos relativos a esta confesión. Entre otras, hemos citado ya la STEDH de 24 de febrero de 1998, caso Larissis and others v. Greece, y la STEDH de 25 de mayo de 1993, caso Kokkinakis c. Greece. En la STEDH de 6 de abril de 2000, caso Thlimmenos v. Greece, el recurrente alegó el derecho a la igualdad en relación con la libertad religiosa, puesto que tras superar un examen estatal para ser auditor contable, no fue nombrado debido a en el pasado se había negado a cumplir el servicio militar por razón de sus convicciones religiosas, lo cual era considerado un crimen según el Código penal vigente hasta 1995. En el caso Hoffmann (STEDH de 26 de mayo de 1993, caso Hoffmann v. Austria) se discute la custodia de los hijos de un matrimonio divorciado en el que uno de sus miembros pertenece a los testigos de Jehová, lo que, en opinión del otro progenitor, lo incapacita para educar a sus hijos. En un sentido similar podemos citar la STEDH de 16 de diciembre de 2003, Palau-Martinez c. France, en que, tras el divorcio, un padre se niega a devolver los hijos a la madre, cuya custodia tenía, alegando la influencia negativa que para los menores supone la pertenencia de ésta a los testigos de Jehová.

[19] Las dificultades para determinar los límites de la libertad religiosa en una sociedad plural son motivo de las reflexiones del Tribunal de Estrasburgo en la STEDH de 22 octubre de 1996, caso Wingrove v. United Kingdom (para. 58), que dirime un conflicto entre los artículos 9 y 10 del Convenio, en concreto, el derecho a la libertad religiosa como límite a la libertad de expresión: «Whereas there is little scope under Article 10 para. 2 of the Convention (art. 10-2) for restrictions on political speech or on debate of questions of public interest [...] a wider margin of appreciation is generally available to the Contracting States when regulating freedom of expression in relation to matters liable to offend intimate personal convictions within the sphere of morals or, specially, religion. Moreover, as in the field of morals, and perhaps to an even greater degree, there is no uniform European conception of the requirements of “the protection of the rights of others” in relation to attacks on their religious convictions. What is likely to cause substantial offence to persons of a particular religious persuasion will vary significantly from time to time and from place to place, especially in an era characterised by and ever growing array of faiths and denominations».

[20] En la línea de una definición subjetiva, que tome más en consideración el valor que tienen las creencias para la persona y no tanto su vertiente institucional, se encuentra la STEDH de 25 febrero de 1982, Campbell and Cosans v. United Kingdom, relativa al artículo 2 del Protocolo n.º 1 del Convenio europeo de derechos humanos, que reconoce el derecho a la educación y el derecho de los padres a que la educación sea conforme a sus convicciones religiosas y filosóficas. Al interpretar el término convicciones, el Tribunal Europeo efectúa las siguientes reflexiones (para. 36): «In its ordinary meaning the word “convictions”, taken on its own, is not synonymous with the words “opinions” and “ideas”, such are utilised in Article 10 of the Convention, which guarantees freedom of expression; it is more akin to the term “beliefs” (in the French text: “convictions”) appearing in Article 9 which guarantees freedom of thought, conscience and religion and denotes views that attain a certain level of cogency, seriousness, cohesion and importance».

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