¿Un puente sobre aguas turbulentas? Reflexiones sobre el estatuto epistemológico de la iusfilosofía y su relación con la ciencia del derecho

AutorAlfonso De Julios-Campuzano
CargoUniversidad de Sevilla
Páginas236-256

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1. La contraposición entre ciencia y filosofía

Constituye un lugar común en la moderna epistemología la aseveración según la cual ciencia y filosofía no son saberes independientes: bien se podría decir que ambos se necesitan mutuamente, pues toda ciencia precisa irremisiblemente de una reflexión sobre sí misma, sobre el sentido y alcance de su conocimiento, sobre su metodología y estatuto epistemológico, sobre su ubicación en el universo de los saberes y en el conjunto de las realidades humanas; y la filosofía precisa de la ciencia, de una ciencia que dé respuestas a los problemas prácticos de la existencia, que elimine incertidumbres y que contribuya a la mejora de las condiciones de la vida humana, al progreso y al perfeccionamiento de los individuos y de las sociedades, una ciencia al servicio del hombre que le permita avanzar en la comprensión del mundo que le circunda. Las ciencias se configuran como ensayos de explicación parcial de un sector de la realidad en tanto que la filosofía nos proporciona una explicación global del mundo. Ambas, observa García Máynez, persiguen la verdad, pero mientras las ciencias particulares «buscan verdades aisladas, en relación con aspectos especiales de lo real», la filosofía trata de aprehender «la verdad completa, el conocimiento último y definitivo, síntesis de todas las verdades»1.

A la ciencia le corresponde la labor de establecer las relaciones causales entre los fenómenos. Su conocimiento es un conocimiento descriptivo, dirigido a explicar las relaciones que se producirán regular Page 237 e invariablemente entre los fenómenos según un principio de causalidad. Describen, por tanto, el mundo del ser y avanzan teorías cuya credibilidad descansa sobre la posibilidad de verificarlas empíricamente. El conocimiento científico se desarrolla, pues, desde la seguridad aparentemente inquebrantable que le proporciona el acervo teórico sobre el que se construyen las sucesivas aportaciones. De este modo, una aportación conduce a la siguiente, y así sucesivamente, en una cadena interminable de «descubrimientos» cuyos eslabones confieren al conocimiento científico apariencia de inmutabilidad y consistencia. El carácter empírico del conocimiento científico supone así una remisión a la experiencia, sus resultados pueden ser verificados a través de los sentidos; pero, sin embargo, su labor no tiene siempre como referente los datos que proporciona la experiencia sensible, pues con frecuencia el científico se aparta de la realidad empírica y construye hipótesis cuya aceptabilidad dependen no de su verificación sino de su falsación. Además, como indica García San Miguel, los científicos manejan conceptos que posiblemente no llegarán nunca a ser percibidos por los sentidos (eso sucede, por ejemplo, con los conceptos y símbolos matemáticos). Pero, a pesar de todo, el conocimiento científico goza, generalmente, de la garantía de su referencia a hechos que pueden ser contrastados, y esto confiere a sus aportaciones el respaldo prácticamente unánime de la comunidad científica: los desacuerdos suelen ser aislados, puntuales y episódicos, a diferencia de lo que ocurre en el ámbito filosófico en el cual los acuerdos vienen condicionados por la pertenencia a un grupo o escuela.

El carácter especulativo de la filosofía se traduce en la disparidad de criterios no sólo con respecto a las soluciones, sino incluso con respecto al método que se considera más adecuado. Y es que el conocimiento científico posee una medida de objetividad que evita la controversia y propicia el consenso entre los miembros de la comunidad científica. ¿Quién podría decir esto de la filosofía? Su naturaleza problemática, su método especulativo atraviesan diagonalmente toda construcción teórica. La filosofía queda marcada por la subjetividad: al albur de valoraciones y de prejuicios cuyo influjo condiciona el propio conocimiento. Pero a pesar de estas distancias considerables entre ciencia y filosofía, conviene reparar en esa seguridad aparentemente inquebrantable que exhibe el conocimiento científico. Y es que, se quiera o no, toda ciencia posee una cierta dosis de apriorismo, de «verdades» que, por incontestadas, se consideran irrefutables, de elaboraciones conceptuales construidas al margen de la experiencia y que constituyen la base de muchas de sus aportaciones más indubitadas2.

Sin embargo, el conocimiento científico tiene también sus «incertidumbres». Así, lo demostró Thomas S. Kuhn, al probar que la propia cientificidad depende del paradigma de conocimiento generalmente Page 238 aceptado en la comunidad científica. Tras graduarse en física teórica, Kuhn continúa sus estudios y va derivando paulatinamente hacia cuestiones de filosofía de la ciencia. Sin embargo, es en 1958 cuando nuestro autor va a descubrir el que sería el hilo conductor de su investigación sobre el conocimiento científico. Con motivo de una estancia en el curso 1958/1959 en el Center for Advanced Studies in the Behavioral Sciences, y tras convivir estrechamente con científicos sociales, Kuhn se interroga sobre la permanencia y certeza de las aportaciones de las ciencias experimentales.

En el prefacio3 de su obra La estructura de las revoluciones científicas, confiesa Kuhn su perplejidad ante el volumen y alcance de los desacuerdos existentes entre los científicos sociales, así como sobre los problemas y métodos científicos aceptados. En contraste con esta extraordinaria disparidad de criterios, las ciencias experimentales parecían convenir de forma unánime en el alcance y sentido de sus aportaciones. ¿Era el conocimento de las ciencias experimentales realmente tan sólido e inquebrantable? Al indagar sobre esta cuestión, Kuhn descubre que esa «inmutabilidad» del conocimiento científico es, en alguna medida, aparente, pues los avances están profundamente condicionados por lo que Kuhn denomina «paradigmas». De modo que no existe un desarrollo lineal del conocimiento científico, sino que éste avanza y retrocede para revisar el conocimiento anterior al compás de las crisis que provocan los cambios de paradigmas. Los paradigmas son concebidos como «la fuente de los métodos, problemas y normas de resolución aceptados por cualquier comunidad científica madura, en cualquier momento dado. Como resultado de ello, la recepción de un nuevo paradigma frecuentemente hace necesaria una redefinición de la ciencia correspondiente»4. Por eso, toda mudanza de paradigma comporta una mutación profunda de la propia ciencia, que se ve compelida a revisar teorías, métodos y reglas, alterándose, consecuentemente, los criterios que determinan la legitimidad, tanto de los problemas como de las soluciones propuestas. Las hipótesis, elevadas a teorías de acuerdo con las reglas de un paradigma, pueden perder su crédito según las reglas del nuevo paradigma. La revolución científica entraña, por ende, una crisis que se sustancia en el cambio de paradigma5; es decir, que las condiciones de posibilidad del conocimiento científico dependen de paradigmas que pueden cambiar con el transcurso del tiempo. La «cientificidad» queda, con ello, preñada de «historicidad». El cambio de paradigma conlleva un proceso de «reconstrucción» del saber acumulado, que debe ser revisado para Page 239 adecuar el conocimiento anterior a los apremios y exigencias del paradigma actual6. Con ello, los científicos se vuelven hacia el saber consolidado proyectando nuevos métodos y buscando en las teorías hasta entonces admitidas la raíz de su propia aceptación, como consecuencia de lo cual «durante las revoluciones los científicos ven cosas nuevas y diferentes al mirar con instrumentos conocidos y en lugares en los que ya habían buscado antes»7.

La obra de Kuhn pulveriza con agudeza algunos de los mitos sobre los que tradicionalmente han descansado las construcciones de la ciencia y pone de relieve la inestabilidad con la que la ciencia procede tanto en el planteamiento de los problemas como en la propia búsqueda de soluciones. Se pone de relieve, de esta suerte, que la «cientificidad» no es ajena a los procesos históricos y a los condicionantes de todo tipo que determinan la gestación de los fenómenos sociales, pues los paradigmas que establecen las condiciones de legitimidad del conocimiento científico han surgido históricamente en el seno de una sociedad determinada y son consecuencia de los procesos históricos en que esa sociedad se desenvuelve. Y esto quiere decir, ni más ni menos, que la propia ciencia está históricamente condicionada y que la pretendida inmutabilidad del conocimiento científico tiene mucho de desiderátum.

¿Qué conclusiones nos interesa extraer de un planteamiento de este tipo? Son varias: a) en primer lugar, el condicionamiento histórico- social de los paradigmas y, en consecuencia, del propio conocimiento científico, cuya naturaleza está en relación con las convicciones y criterios acuñados en una determinada tradición; b) en segundo lugar, y en relación con lo anterior, la caída del gran tótem de las ciencias experimentales: la pretensión de seguridad y de firmeza que acompaña al conocimiento científico. A partir de ahora esa firmeza es una imagen cultural, en el sentido de que está históricamente condicionada. La idea de inmutabilidad del conocimiento científico se desmorona en beneficio de una pretensión mucho más modesta de estabilidad del conocimiento; c) en tercer lugar, la obra de Kuhn pone el dedo en la llaga de la autosuficiencia de las ciencias experimentales que, hasta ahora, habían salido indemnes en la mayoría de las ocasiones de las especulaciones improductivas y esencialmente inseguras de las ciencias sociales...

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