El desplazamiento de la discrecionalidad del legislador al juzgador: causas y recelos

AutorRuiz Ruiz, Ramón
CargoUniversidad de Jaén
Páginas187-207

Ver nota 1

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1. Introducción

A nadie se le escapa que en nuestros días el juez -y, especialmente, el juez constitucional, al que prestaré especial atención en estas páginas- goza de una indudable y necesaria discrecionalidad como consecuencia, entre otros factores, del creciente recurso a los principios jurídicos en el constitucionalismo contemporáneo. No obstante, si bien es cierto que esta discrecionalidad es inevitable, también lo es que debe ser de algún modo fiscalizada para impedir que derive en arbitrariedad y que suponga una amenaza para los principios de igualdad y de seguridad jurídica.

Ciertamente, como es de todos conocido, durante mucho tiempo se quiso ver a los jueces como meros aplicadores del derecho, quienes, apoyándose en el denominado «silogismo bárbara»2, no eran más que el instrumento que pronuncia las palabras de la ley3; una ley tan completa y racional que evitaría -como sugería Beccaria-, la creación judicial del derecho por vía de la interpretación4.

No obstante, pronto se vio que el acto de interpretación y aplicación de la ley no era, en realidad, ni tan mecánico ni tan aséptico como se pretendía. Sino que como acreditara más tarde Kelsen «si por interpretación se entiende la determinación en cuanto conocimiento del sentido del obje-

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to interpretado, el resultado de una interpretación jurídica sólo puede ser determinar el marco que expone el derecho por interpretar y, por tanto, el conocimiento de varias posibilidades dadas dentro de ese marco». Por lo tanto -continúa nuestro autor- «la interpretación de una ley no conduce necesariamente a una decisión única, sino a varias, todas las cuales (...) tienen el mismo valor, aunque solo una de ellas se convertirá en derecho positivo», toda vez que -concluye-, «no existe genéricamente ningún método según el cual uno entre los varios significados lingüísticos de una norma pueda ser designado como el "correcto"»5.

Lo cual venía motivado, en gran medida, por el hecho de que la ley no era tan racional como se pretendía, ni el derecho tan pleno ni tan coherente y que resultaba incapaz de dar respuesta a todos los litigios y conflictos que surgían en una sociedad cada vez más compleja, por lo que el juez habría de recuperar gran parte del protagonismo que tuvo en el pasado, produciéndose así un «desplazamiento de la razón desde la creación a la aplicación del derecho»6.

Y este protagonismo del juez se ha afianzado, y aun acrecentado, como consecuencia del «tránsito del estado de derecho sin ulteriores especificaciones hacia el estado de derecho constitucional»7 a partir, sobre todo, de la segunda mitad del siglo xx, donde hemos asistido a la llamada «rematerialización de la constitución», expresión que alude al paso de unas constituciones predominantemente organizativas y procedimentales, que prácticamente se limitaban a disciplinar la vida interna del estado, a unas constituciones fuertemente impregnadas de contenidos materiales con vocación de regular el conjunto de la vida social y estatal. Efectivamente, como es sabido8, la teoría jurídica europeo-continental de finales del xix concebía la constitución como la regulación jurídica de la forma del poder y de los modos de creación del derecho y, en consecuencia, básicamente conformada por normas de competencia y de procedimiento -esto es, por lo que la teoría constitucional suele llamar «parte orgánica» de la constitución-, en tanto que el preámbulo, las declaraciones de derechos y otras disposiciones materiales se consideraban jurídicamente irrelevantes. Este sería el modelo de constitución propuesto por Kelsen9, quien la identifica con un conjunto de reglas sobre la creación de las normas esenciales del estado, sobre la determinación de los órganos y sobre

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el procedimiento de la legislación, excluyendo, idealmente, normas de contenido material que establezcan principios, directivas y límites al contenido de las futuras leyes. Evidentemente, Kelsen reconocía que, de hecho, las constituciones contienen también cláusulas de este tipo, pero opinaba que el alto grado de indeterminación que presentan estas normas hace que solo quepa entenderlas como expresiones carentes de significado jurídico que consagran espacios demasiado abiertos a la discrecionalidad. De ahí que resultara equivocado para Kelsen inter-pretar las disposiciones de la constitución que invitan al legislador a someterse a la justicia, la equidad, la igualdad o la libertad como directivas relativas al contenido de las leyes, y más aun emplearlas como criterio para enjuiciar su constitucionalidad, pues ello implicaría un impropio desplazamiento de poder del Parlamento a favor del Tribunal constitucional -por ello aconsejaba, con el fin de evitar tal desplazamiento, que se evitaran este tipo de contenidos y, en todo caso, que se formularan del modo más preciso posible-.

No obstante, lejos de atender las recomendaciones de Kelsen10, las mayor parte de las constituciones promulgadas a lo largo del siglo pasado siguieron la senda ya iniciada por la de Weimer, entre otras, acentuando la presencia de contenidos valorativos -principios y derechos- expresados en su mayoría en un lenguaje deliberadamente impreciso y utilizados además como parámetro de validez de las normas constitucionales. Se produce así -al menos aparentemente- un reforzamiento del carácter estático del derecho como consecuencia de la omnipresencia de la constitución y el consiguiente «efecto de irradiación» de los principios constitucionales11.

Antes de avanzar en las consecuencias de tal rematerialización de la constitución conviene detenernos, siquiera sucintamente, en dar cuenta del tipo de normas que son los principios, toda vez que, en efecto, mientras los contenidos orgánicos y procedimentales de la constitución generalmente se expresan a través de normas que inter-pretamos como reglas, la incorporación de contenidos sustanciales se realiza, en cambio, a través de la clase de normas que se suelen denominar principios.

Se trata de unas normas que presentan una gran proclividad a entrar en colisión con otros contenidos constitucionales y que requieren un tipo de interpretación, de argumentación, de aplicación y de resolución de conflictos distinto al que se emplea en relación con las reglas12,

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debido a su alto rango de indeterminación. Señala en este sentido Barranco avilés que esta característica da lugar a que nos encontremos ante normas especialmente imprecisas, que frecuentemente remiten a conceptos no específicamente jurídicos y que contienen exigencias que en la práctica pueden resultar contradictorias, lo cual es especialmente problemático si tenemos en cuenta que estamos, como ya se ha señalado, ante «el instrumento normativo en el que se contienen los criterios de validez de las restantes normas del sistema, por lo que el sentido del que se dote a sus términos limitará los significados posibles de los restantes documentos jurídicos»13. No obstante, tienen la ventaja de dotar al lenguaje jurídico de una gran capacidad inclusiva, cualidad que reviste especial importancia en materia constitucional, como veremos más adelante.

2. Los principios jurídicos

Como señala García Figueroa, la frecuencia con que los estudiosos del tema se han referido a los principios solo es comparable con el grado de ambigüedad y vaguedad que afecta a esta noción en manos de los juristas, hasta el punto de que la pluralidad de significados que se atribuye al término «principio» obstaculiza la caracterización nítida de esta categoría de normas; no obstante, «quizás las diferencias entre los autores respondan más a la asignación estipulativa de la centralidad a cierta propiedad en perjuicio de otras, que a una genuina discrepancia ontológica»14.

Este hecho se explica -continúa García Figueroa15- porque los principios se han mostrado extremadamente versátiles -versatilidad

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que tiene mucho que ver con su éxito-, interviniendo en tareas tan dispares y relevantes como son sellar el ordenamiento jurídico, es decir, garantizar su plenitud; «informarlo», esto es, conferirle unidad y coherencia; reformular o racionalizar los contenidos del derecho o, lo que es lo mismo, contribuir a economizar el sistema; o, en fin, justificar el rechazo del positivismo jurídico.

También aarnio16 sostiene que la discusión sobre los principios se ha visto impedida frecuentemente por una ambigüedad que se refiere a su noción misma. Sin embargo, a su juicio, tales dificultades conceptuales pueden reducirse si efectuamos una distinción entre varios tipos de principios. Tendríamos, por un lado, aquellos principios que forman parte de la base ideológico-valorativa del orden jurídi co, por ejemplo, el principio del estado de derecho, la presunción del legislador racional o el principio de la propiedad privada. Los valores ideológicos básicos incluyen también, entre otros, principios morales que expresan concepciones generales sobre la familia, las relaciones sexuales y el cuidado de los niños -en algunos casos, estos principios se expresan también en normas legales, o constituyen explícitamente las bases de las instituciones jurídicas, pero rara vez son mencionados como razones públicas para las decisiones jurídicas-.

Y, sobre todo, tenemos los principios jurídicos positivos, que están expresamente recogidos en las normas legales o, al menos, se encuentran presupuestos en ellas como razones para la toma de decisiones jurídicas. Dentro de esta categoría hay diversas modalidades -siempre según aarnio-, tales como:

a) Los principios formalmente válidos que se recogen expresamente en los textos legales, como los principios que regulan derechos humanos básicos, sociales o políticos: la libertad de expresión y asociación, la igualdad y la...

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