Sobre la ciudadanía europea

AutorLuis María Díez-Picazo
Páginas1355-1370

Sobre la ciudadanía europea*

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I Introducción

La idea de ciudadanía europea ha sido recogida por la nueva Carta de Derechos Fundamentales de la Unión Europea, proclamada en la cumbre de Niza de diciembre de 2000. Precisamente bajo la rúbrica de «Ciudadanía», la Carta enumera en su Capítulo V (arts. 39 a 46) una serie de derechos específicos de los ciudadanos europeos. No se trata, sin embargo, de una noción nueva en el proceso de integración europea porque, como es bien sabido, había sido ya introducida en 1992 por el Tratado de Maastricht. Entonces, en gran medida por iniciativa española, la afirmación de una ciudadanía de la Unión Europea al lado de las tradicionales ciudadanías de sus Estados miembros tuvo la intención de ser un importante paso hacia la unión política. De lo anterior se sigue que en la actualidad hay dos regulaciones de la ciudadanía europea: la ya mencionada del Capítulo V de la Carta y la originaria de Maastricht, que hoy, tras las modificaciones sistemáticas operadas en 1997 por elPage 1356 Tratado de Amsterdam, se encuentra en la Segunda Parte -titulada «Ciudadanía de la Unión»- del Tratado de la Comunidad Europea (arts. 17 a 22).

Ambas regulaciones son muy parecidas. Si se toma en consideración la Carta, la ciudadanía europea comprende los siguientes derechos: el derecho de todo ciudadano a ser elector y elegible en las elecciones al Parlamento Europeo y en las elecciones municipales en el Estado miembro en que resida, aunque no sea el de su nacionalidad; el derecho a una buena administración, que no es a su vez sino un haz de derechos (audiencia en el procedimiento administrativo, motivación de las resoluciones administrativas, reparación de los daños causados por la Comunidad o sus agentes en el ejercicio de sus funciones, etc.); derecho de acceso a los documentos del Parlamento Europeo, el Consejo y la Comisión; derecho de presentar quejas al Defensor del Pueblo de la Unión; derecho de petición al Parlamento Europeo; libertad de circulación y residencia en el territorio de cualquier Estado miembro; derecho a la protección diplomática y consular por parte de los agentes de cualquier Estado miembro ante terceros países en los que el Estado del que el ciudadano europeo es nacional carezca de representación.

Pues bien, sin perjuicio de algunos matices que en una perspectiva general como ésta no tienen demasiada importancia, la regulación de la Carta que se acaba de exponer coincide con la del Tratado de la Comunidad Europea en todo, salvo en tres extremos. En primer lugar, el mencionado derecho a una buena administración (art. 41 de la Carta) no se halla en el Tratado; pero ésta es una diferencia más aparente que real, ya que la mayor parte de los derechos comprendidos en este haz existían ya de manera dispersa en el ordenamiento comunitario. Es verdad, no obstante, que mientras algunos de ellos estaban ya expresamente consagrados por los Tratados constitutivos -así, por ejemplo, el derecho a indemnización por responsabilidad extracontractual (art. 288 del Tratado de la Comunidad Europea)-, otros han sido de origen meramente jurisprudencial. Así, su proclamación formal en un texto con vocación constitucional supondrá, siempre que la Carta llegue a ser formalmente puesta en vigor, una elevación de su rango normativo. En segundo lugar, algo similar ocurre con el referido derecho de acceso a los documentos de las instituciones políticas (art. 42 de la Carta): éste sencillamente no existía hasta que fue introducido por el Tratado de Amsterdam en 1997; pero, en la actualidad, está contemplado por el artículo 255 del Tratado de la Comunidad Europea, en términos sustancialmente idénticos a los de la Carta. En tercer lugar, mientras que el artículo 17 del Tratado de la ComunidadPage 1357 Europea define quiénes son ciudadanos europeos, la Carta guarda silencio a este respecto.

La consecuencia de esta sustancial coincidencia entre la Carta y el Tratado es que, por más que aquélla sea hoy por hoy un texto carente de fuerza normativa, los derechos inherentes a la ciudadanía europea tienen ya plena existencia jurídica. A diferencia del resto de los derechos reconocidos por la Carta, no tienen un puro valor simbólico. Obsérvese que, al estar recogida en el Tratado de la Comunidad Europea, la ciudadanía europea no sólo tiene fuerza normativa sino que, además, es derecho comunitario a todos los efectos (eficacia directa, supremacía, jurisdicción del Tribunal de Justicia, etc.). No es, dicho de otra manera, un instituto que, como ocurre con gran parte de la política exterior o de la cooperación en materia penal, esté encuadrado en los pilares no comunitarios -es decir, meramente intergubernamentales- de la Unión Europea.

Una vez expuestos sumariamente el contenido y el valor jurídico de la ciudadanía europea, cabe ya interrogarse acerca de su significado en el proceso de integración europea. Esta cuestión puede y debe ser examinada en dos planos: por una parte, está el punto de vista externo, relativo a cómo se articula la ciudadanía europea con otras ciudadanías; por otra parte, está el punto de vista interno, que lleva a preguntarse qué añade la ciudadanía europea a la propia Unión Europea como entidad política distinta de sus Estados miembros.

II La inserción de la ciudadanía europea en los ordenamientos comunitario e internacional

En cuanto a la inserción de la ciudadanía europea en un mundo donde existe una pluralidad de ciudadanías, conviene comenzar subrayando que, en su apartado primero, el artículo 17 del Tratado de la Comunidad Europea define la ciudadanía europea por remisión a la nacionalidad de los Estados miembros: «Se crea una ciudadanía de la Unión. Será ciudadano de la Unión toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro. La ciudadanía de la Unión será complementaria y no sustitutiva de la ciudadanía nacional». De este dato se desprenden, al menos, dos importantes consecuencias.

La primera es que los Estados miembros de la Unión Europea deben reconocer incondicionalmente la nacionalidad otorgada por otro Estado miembro. Ello no sólo está implícito en la afirmación de que será ciudadano europeo «toda persona que ostente la nacionalidad de un Estado miembro», sin ulteriores cualificaciones oPage 1358 exigencias, sino que fue dicho expresamente por las partes contratantes en la Declaración núm. 2 anexa al Tratado de Maastricht, que tiene un innegable valor interpretativo: «La Conferencia declara que cuando en el Tratado constitutivo de la Comunidad Europea se haga referencia a los nacionales de los Estados miembros, la cuestión de si una persona posee una nacionalidad determinada se resolverá únicamente remitiéndose al Derecho nacional del Estado miembro de que se trate. Los Estados miembros podrán declarar, a efectos informativos, quiénes deben considerarse sus nacionales a efectos comunitarios mediante una declaración presentada a la Presidencia, la cual podrá modificarse en caso necesario». Téngase presente, dicho sea incidentalmente, que esta Declaración núm. 2 que se acaba de transcribir posee, según sus propios términos, un alcance más general que el de interpretar la norma relativa a la atribución de la ciudadanía europea, ya que tiene por objeto cualquier otro precepto del Tratado de la Comunidad Europea en que «se haga referencia a los nacionales de los Estados miembros»; es decir, tiene como finalidad ayudar a definir la esfera de los principales beneficiarios del ordenamiento comunitario.

Idéntica posición, además, se viene manteniendo de manera constante en la jurisprudencia del Tribunal de Justicia, a partir de la importante sentencia Micheletti de 7 de julio de 1992. Se trataba de un dentista de origen argentino que, según el Derecho italiano, ostentaba la nacionalidad italiana y que deseaba establecerse en España; pero las autoridades españolas le impidieron el establecimiento por considerar que dicha nacionalidad italiana no era efectiva: el Tribunal de Justicia declaró que España no tenía derecho a examinar la efectividad de una nacionalidad inequívocamente atribuida por las leyes italianas. Es interesante destacar cómo esta sentencia fue dictada cuando el Tratado de Maastricht -y, por consiguiente, la creación de una ciudadanía europea automáticamente ligada a la nacionalidad de cualquier Estado miembro, así como la arriba examinada Declaración núm. 2- había sido ya firmado pero se encontraba aún pendiente de ratificación. De alguna manera, con la sentencia Micheletti, la jurisprudencia comunitaria se adelantó a la propia entrada en vigor de las correspondientes normas escritas.

Este deber de reconocimiento incondicionado de la respectiva nacionalidad entre Estados miembros de la Unión Europea se aparta de la regla que, en esta materia, rige en el Derecho internacional general. En su conocida sentencia Nottebohm de 6 de abril de 1955, que opuso a Guatemala y Licchtenstein, el Tribunal Internacional de Justicia sostuvo que el primero de los países citados no estaba...

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