Informe sobre la Ley 8/1990, de 25 de julio y sobre el anteproyecto de texto refundido de la legislación del suelo

AutorTomás Ramón Fernández Rodríguez
CargoCatedrático de Derecho Administrativo, abogado
  1. INTRODUCCION

    En la reunión celebrada en el Ministerio de Obras Públicas y Transportes el pasado día 7 de febrero bajo la presidencia del Secretario de Estado Sr. Zaragoza se nos concedió a todos los asistentes plena libertad para enfocar el problema que se decidió someter a nuestra consideración. Entiendo, pues, que el objeto de este informe no tiene por qué ceñirse al contenido del Anteproyecto de Texto Refundido que nos fue facilitado, ni a la valoración de éste desde la estrecha perspectiva del mandato de refundición de la disposición final segunda de la Ley 8/1990, de 25 de julio, sino que puede extenderse también a la necesidad, conveniencia y oportunidad de llevar adelante el mandato de refundición e, incluso, a la valoración de la propia Ley 8/1990, de 25 de julio, supuesto que de lo que en último extremo se trata es de que el Excmo. Sr. Ministro primero, y el Gobierno después puedan contar con todos los elementos de juicio necesarios para adoptar una decisión política sobre todos estos temas.

    Así las cosas y estando, como lo están, abiertas todas las posibilidades al respecto, entiendo que el informe que se me pide ha de versar inicial y preferentemente sobre la propia Ley 8 / 1990, cuya valoración paso a exponer sin más preámbulo.

  2. LA LEY 8/1990, DE 25 DE JULIO, SOBRE REFORMA DEL REGIMEN URBANISTICO Y VALORACIONES DEL SUELO VALORACION GENERAL.

    1. Una reforma desenfocada

      La Ley 8/1990 se elaboró bajo la presión, muy fuerte entonces, del boom inmobiliario producido a partir de 1985 y con el deseo de mostrar de algún modo ante una ciudadanía, justamente alarmada por el aumento casi diario del precio de las viviendas, la voluntad política de poner freno a ese proceso.

      Ese deseo es siempre estimable, por supuesto, pero, dicho esto, hay que afirmar a continuación que la Ley no es nunca la respuesta adecuada a los fenómenos de carácter coyuntural (como lo era entonces la espectacular subida de los precios), que requieren por su propia naturaleza un tratamiento de choque que está fuera del alcance del legislador, cuya intervención sólo es apropiada cuando se trata de corregir o resolver problemas estructurales.

      Hacer una Ley en circunstancias como aquéllas exige «descontar» lo que en la realidad hay de coyuntural, que la Ley no puede resolver, a fin de fijar la atención en lo permanente o estructural, que es lo único que una norma legal puede y, debe abordar, ya que, si no se realiza ese «descuento», se corre el riesgo de exagerar la reacción y de desenfocar la respuesta legal.

      Que esto ocurrió en nuestro caso es evidente. La reforma de 1990 es claramente una reforma desenfocada. El diagnóstico del que la Ley partió, según resulta de la Exposición de Motivos de la misma no es correcto. En mi opinión el desorbitado incremento de los precios de suelo y de la vivienda al que entonces asistimos no se debía en absoluto ni a la falta de instrumentos legales apropiados, ni tampoco a la excesiva permisividad con los propietarios. La causa del fenómeno era otra, de índole sustancialmente económica. 1985 es el año en que se aprueba la Ley de Activos Financieros, que hace aflorar súbitamente cientos de miles de millones de pesetas hasta entonces refugiados en productos financieros fiscalmente opacos. Esta enorme masa de dinero se orientó en buena parte hacia el mercado inmobiliario para ocultarse tras los «ladrillos» y encontrar en ellos un nuevo y segundo refugio. El incremento brusco y masivo de la demanda fue determinante y desató inevitablemente el fenómeno inflacionario, tanto más cuanto que la oferta era en ese momento comparativamente muy débil, ya que la mayoría de los planes generales revisados o en revisión habían sido elaborados en un contexto de crisis y, por lo tanto, sobre supuestos radicalmente diferentes.

      El caso de Madrid es paradigmático. El Plan General comenzó a elaborarse en 1979, en plena recesión, sobre la base, pues, de una detención del crecimiento de la ciudad que hizo pensar que no era ya necesario incorporar mucho suelo al proceso urbanizador. Lo mismo ocurrió en las demás poblaciones, ya que 1979 es el año de las primeras elecciones municipales democráticas y las Corporaciones salidas de ellas, fuesen de derechas o de izquierdas, se apresuraron a iniciar el largo proceso de revisión de sus planes como primera y fundamental tarea.

      Lo iniciado en plena recesión salió a la luz en un momento completamente distinto, es decir, cuando la crisis había terminado y la economía empezaba a recorrer un nuevo período de expansión. El Plan de Madrid iniciado en 1979 se aprueba definitivamente en 1985, es decir, en plena expansión y tiene que hacer frente, en consecuencia, a un exceso de demanda con el que en absoluto contaba.

      A ello hay que unir todavía él efecto de vasos comunicantes inherentes al ingreso de España en la Comunidad Europea que se decide igualmente en 1985 y se hace efectivo en 1986. Ese efecto, poco visible en provincias, fue, sin embargo, muy significativo en Madrid, que, al fin y al cabo, sigue siendo el gran escaparate nacional y el centro de atención y de análisis de todos los grandes problemas nacionales.

      Frente a tales fenómenos poco podía hacer una Ley de reforma del régimen del suelo, que, además, tenía que llegar necesariamente tarde, como tarde llega siempre cualquier ley si con ella se pretende el imposible de disciplinar o corregir la coyuntura.

      Al no entenderlo así se desenfocó todo el tratamiento legal en la medida en que pretendió resolver un problema - el incremento coyuntural desbordado de los precios del suelo y de la vivienda - operando sobre lo que no eran realmente sus causas.

      Hay que decir, además, que la visión del legislador que resulta de la Exposición de Motivos de la Ley 8/1990 es un tanto ingenua. Parece pensar que los planes no se cumplen en plazo porque los propietarios son gente desidiosa, que, además, prefiere permanecer atrincherada esperando que suban los precios de los terrenos, y esto no es así en absoluto. Pudo serlo en 1956 cuando se promulgó la primera Ley del Suelo, pero entre el escenario económico español de 1956 y el de hoy no hay ninguna semejanza, como es evidente.

      El propietario de suelo - aunque a él sigan aludiendo los textos legales - no cuenta para nada en este sector, por lo menos desde la reforma de la Ley de 1975, que, lógicamente, puso sus ojos en el empresario inmobiliario. Este es el auténtico protagonista y un empresario no es un rentista, que se conforme con esperar a que su patrimonio aumente. Para cualquier empresario lo importante es realizar cuanto antes su inversión, obtener el beneficio y reinvertirlo a continuación para repetir la suerte. Al empresario no le interesa demorarse en la ejecución de los planes. Si ésta se hace muchas veces inacabable no suele ser por su culpa, sino por culpa, de la Administración o de las Administraciones competentes, cuyos gestores, animados siempre de las mejores intenciones, intervienen continuamente en el proceso, provocando o propiciando modificaciones del planeamiento, general o parcial, bien porque no les gusta el que heredaron de sus predecesores, bien porque se encuentran con nuevos problemas que no están en condiciones de afrontar y fuerzan por esta vía la colaboración de los particulares.

      La experiencia dice que si la ejecución de los planes se eterniza suele ser la mayor parte de las veces por razones de este tipo y no por la pasividad de los empresarios.

      El único cuello de botella perceptible en la gestión urbanística al que puede imputarse como justicia una parte (no pequeña muchas veces) de esas demoras es el que se produce en el sistema de compensación, pero ese nudo puede desatarse fácilmente con la adición a los tres sistemas de ejecución ya clásicos de un cuarto, el de ejecución forzosa, que se ha diseñado más de una vez en algunos de los muchos...

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