Walter Benjamin: explorando lo social desde la heterodoxia marxista

AutorÁngel Enrique Carretero Pasin
Páginas71-84

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Mientras haya un solo mendigo seguirá habiendo mitos.

WALTER BENJAMIN

I

Walter Benjamin pertenece a esa minoritaria gama de pensadores del espectro académico en la cual sólo la adopción de una deliberada posición marginal, no solamente en lo relativo a los cauces del saber académico al uso sino llevada a la asunción del pensamiento entendido como una singular experiencia personal, pareciera ser una condición sine qua non para una lúcida mirada ante el mundo que lo rodea. Su apuesta por un pensar obstinadamente asistemático, su negativa a cualquier empeño por elaborar una edificación teórica con intenciones doctrinales, «convencer es estéril», dirá Benjamin,1dan cuenta y acentúan todavía más esa decidida voluntad de disidencia, de heterodoxia, que ha pasado a convertirse en una de las señas de identidad de su obra. Esta condición metafórica, pero también biográfica, de extranjero de su propio tiempo, es en Benjamin una ubicación inevitable para desvelar que únicamente tomando partido y desde «los vencidos de la historia» se nos haría accesible la verdad. Hay en la obra de Benjamin, emparentada en este sentido quizá sólo con la de Simone Weil,2una penetrante visión del mundo contemporáneo en donde su propia condición personal de marginalidad se aunaría con una actitud de pensamiento de carácter místico, cuyo fruto será la revelación del mundo en su desnudez y con toda su dimensión trágica. Actitud mística que luego impregnará, además, toda una mesiánica concepción acerca del significado que debiera ser asignado a la revolución.

Benjamin tomará distancia con respecto a la inquebrantable fe en el imaginario del progreso histórico que llegaría a ser incorporado a buena parte del andamiaje teórico de la tradición marxista. Para ésta, siguiendo la estela del ideario propuesto a partir de la Ilustración, la historia avanzaría, se mejoraría, en aras a una paulatina conquista de una sociedad más perfecta; no siendo otra la misión histórica atribuida a la teoría marxista, y lógicamente a la clase proletaria, que la de impulsar dicho logro. Pero, asimismo, para dicha tradición, la adhesión al Progreso como nueva religión entrañará una férrea confianza en la creencia de que el despliegue científico-tecnológico revertirá finalmente en la adquisición de un mayor grado de felicidad y bienestar social. Esta concepción progresista de la historia, «inseparable de la idea según la cual el tiempo fluye de modo unili-neal»3y resultante de una consumación metamorfoseada en clave secularizada de una escatológica filosofía de la historia de raigambre judeocristiana, se erigirá en la hegemó-

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nica a raíz de la instauración de la modernidad. «La fe en el progreso, dirá Karl Löwith, reemplazó a la fe en la providencia».4Por eso, Benjamin no compartirá, o cuando menos se mostrará cauto, con el triunfante espíritu fundacional originado en la modernidad. Esto, no obstante, no implicará en su caso ni la más mínima sospecha de abandono de un insobornable compromiso con la conquista de mayores metas de libertad histórica para la humanidad. En más de una ocasión, las concepciones críticas o díscolas en torno a la modernidad, deudoras en buena medida del desencantado diagnóstico de la cultura nietzscheana, han sido consideradas, con una excesiva ligereza, como un, consciente o inconsciente, potencial alimento ideológico del conservadurismo o cómo coartada paralizadora de los ideales emancipadores que debieran guiar a la sociedad.5Dialéctica de la Ilustración, cómo obra emblemática en donde Max Horkheimer y Theodor Adorno profundizarán en la génesis de la razón occidental abanderada luego de la modernidad, no ha sido inmune, por ejemplo, a este destino. Benjamin, como Th. Adorno, adoptará el desafío de repensar el marxismo en unos términos alejados o limítrofes de las presunciones dominantes de la Ilustración, es decir, llegando a problematizar la incuestionable adhesión del marxismo a una ontología y a una filosofía de la historia en donde prevalece una adhesión a las categorías de razón, historia, verdad y progreso.6En un sugestivo escrito de juventud, Diálogo sobre la religiosidad contemporánea, Benjamin ya tildará al Progreso como el «nuevo mito» de la sociedad moderna, achacándole a éste la galopante pérdida de un genuino sentimiento de «espiritualidad» que aquejaría a la sociedad de su tiempo. En el Benjamin juvenil, se expresa, aunque todavía en estado embrionario, un lamento por el declive de una «dignidad metafísica» derivado de la entronización del Progreso como nueva religión evidentemente secularizada pero, también, favorecedora de una abortada espiritualidad. «Por eso jamás saldremos de esta situación apelando al desarrollo y no al objetivo final. Y tampoco se trata de colocar tal objetivo fuera de este mundo. El hombre verdaderamente cultivado sólo tiene un ámbito en el que mantenerse, en el que llegar a ser sub specie aeternitatis: su interior, su ser él mismo. Y la vieja y atormentadora miseria consiste en que nos perdemos a nosotros mismos por los progresos tan alabados por usted. Casi estaría tentado de decir que es el progreso el que nos pierde».7De alguna manera, Benjamin será uno de los pioneros, influenciado por la senda inaugurada a su modo por Charles Baudelaire, en poner de relieve las profundas «aporías de lo moderno»; lo cual, como apunta Ana Lucas, haría especialmente fructífera la revitalización de su obra en el contexto de la controversia reciente entre modernidad y posmodernidad.8En este sentido, a lo largo de la obra de Benjamin subyacerá un permanente reconocimiento de que el programa secularizador sobre el que ha pivotado la modernidad no ha logrado, en modo alguno, resolver la irrenunciable dimensión de trascendencia a la que debiera enfrentarse el hombre contemporáneo. Por el contrario, aquél habría allanado precisamente una degradada conversión del trabajo en técnica cuyo resultado final sería el tan denunciado estado de alienación al cual se encontraría sujeto el individuo. La religión, dice Benjamin, poseería la virtud indispensable de «asegurar una forma de eter-

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nidad a nuestro quehacer cotidiano»; el desmantelamiento de ésta podría, entonces, «hacer autómatas a los hombres, puesto que los fines se hallarían siempre condicionados mutuamente en una serie infinita».9

II

Las Tesis de filosofía de la historia ocupan un lugar tardío en el itinerario intelectual de Benjamin. En ellas, se expresa la relación ambivalente que éste permanentemente mantiene con el marxismo. Benjamin hace aquí una explícita profesión de fe en relación al mate-rialismo histórico como aquella genuina corriente de pensamiento auténticamente comprometida en el análisis de las distintas formas de opresión y dominación que sufriría el individuo en las sociedades contemporáneas. Hay en Benjamin, pues, una incuestionable adscripción al materialismo histórico como prisma teórico ejemplar desde el cual mostrar la alienación social. Toda tentativa de hallar en la obra benjamiana un posible deslizamiento hacia la defensa de un conservadurismo sui generis resultaría, por tanto, falaz. Lo que moverá el espíritu revolucionario de Benjamin será una especial simbiosis entre el materialismo histórico y, curiosamente, la teología; o mejor, un proyecto, sin ánimo de convertirse en sólida edificación teórica, en donde el materialismo histórico llegase a adoptar la teología «a su servicio». En este difícil encuentro conciliatorio entre materialismo histórico y teología, primará, sin el menor asomo de duda, la teología, si bien ésta será una teología cuya motivación será la de encarnarse en la historia; en última instancia, se trataría de una peculiar metafísica camuflada en una también peculiar filosofía de la historia.

La adscripción, nunca dogmática sino heterodoxa, de Benjamin al materialismo histórico se originará a raíz de su ensalzamiento de ciertos contextos de la obra de Karl Marx, su afinidad con la crítica al capitalismo llevada a cabo por la primera generación de la Escuela de Frankfurt y sus puntos de concurrencia con el pensamiento del drama-turgo y poeta alemán Bertold Bretch. No obstante, en realidad, Benjamin nunca se ha sentido realmente cómodo cuando su pensamiento ha tratado de ser constreñido al marco teórico del materialismo histórico. Su ambigüedad, cuando no su manifiesto alejamiento, en relación a éste será, en determinados momentos, notorio. Th. Adorno, en un intercambio epistolar que ambos mantenían, se hace cargo de las dificultades de Benjamin para ajustarse a las directrices materialistas propuestas desde el Instituto para la investigación social que él dirige junto con M. Horkheimer, insinuándole en un bosquejo que Benjamin le hace llegar de los Pasajes que «rinde al marxismo tributos que no le aprovechan ni a usted ni a él» e indicándole que «ha sometido sus pensamientos más osados y fructíferos a una especie de censura previa conforme a las categorías dialécticas (que en modo alguno coinciden con las marxistas, aunque sólo sea en forma de su aplazamiento)».10Las sesgadas lecturas que del materialismo mesiánico de Benjamin harán posteriormente autores pertenecientes a la Escuela de Frankfurt, tales como J. Habermas o R. Tiedemannn, tropezarán siempre con el grave escollo consistente en que la teología mística y mesiánica de Benjamin pudiera lograr ser conciliada en el marco de unas coordenadas materialistas necesariamente explicativas de la historia.11La adscripción a la teología, que no al catolicismo, vendría dada, fundamentalmente, por su asimilación de un mesianismo redentor presente en el judaísmo y conducente

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a una posición decididamente mística, a la aceptación de una «mística sin Dios»; bien reflejada, en otras parcelas de su obra, con la formulación de la noción de «iluminación profana» como vía privilegiada de desvelamiento de la verdad. En última instancia, lo que hay en la obra de Benjamin es un rechazo al...

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