Un siglo después

AutorPedro Villacañas González
CargoRegistrador de la Propiedad y General Auditor del Aire
Páginas229-241

Page 229

El día 8 de febrero de 1961 es fecha que en el mundo jurídico posee un profundo poder de evocación, pues nos retrotrae a otra igual del pasado siglo. Entonces nació la llamada Ley Hipotecaria, calificada de las más científicas entre las nacionales. Y en justicia se encuentra merecidamente adjetivada. Aquella venerable Ley pertenece a esa familia de disposiciones de igual rango que alumbró la segunda mitad del siglo XIX, época singularmente fecunda que proyecta su luminoso pensamiento jurídico hasta nuestros días.

Tiene esta Ley singular la característica, respecto a sus contemporáneas, de haber creado en su primer centenar de artículos un sistema de orfebrería jurídica, una delicada y sutil construcción que contiene toda una institución reguladora del régimen de la propiedad inmobiliaria, del cual nuestro Derecho histórico había dado ya sus atisbos rudimentarios.

La rareza de esta Ley se manifiesta en el hecho de que sólo los especializados en ella han logrado penetrar correctamente su sabio sentido, y muchos de los profesionales del campo jurídico ni siquiera se han aficionado o molestado en desvelar sus secretos, por simple pereza o por prejuicios hacia su contenido. Esta incomprensión no ha favorecido, precisamente, el desenvolvimiento del derecho inmobiliario positivo.

El sistema de nuestra Ley Hipotecaria, o se posee intelectualPage 230mente en su integridad, o no se comprende. Es como el aprendizaje de un idioma, empresa que alcanza un momento en que se ve con diafanidad lo que antes resultaba en extremo difícil.

Aunque parezca paradójico, la Ley Hipotecaria ha calado más hondo en esa parte de la sociedad española que trabaja la tierra y de ella vive, y no por el cauce del saber científico, sino por un sentimiento intuitivo y pragmático de los beneficios que ha dispensado a su organización familiar, económica o social. Quizá en esta peculiaridad radique una de sus muchas y grandes virtudes.

Todo lo que podamos decir acerca de la Ley en esta ocasión memorable ha de aparecer enmarcado en una aureola afectiva inevitable; pero no es necesario usar de gran benevolencia para sentirse obligado a proclamar cuánto debe la vida española a la Ley Hipotecaria.

Desde esta fecha prominente se pueden atalayar las perspectivas pasadas, así como las futuras, lo que fue o lo que puede ser nuestro sistema inmobiliario.

El Derecho histórico español, que mostró siempre su riqueza en el campo de las instituciones jurídicas, no pudo ignorar la necesidad de adelantar soluciones a las demandas que planteaba el tráfico inmobiliario. Entre la publicidad del Derecho germánico y la clandestinidad del Derecho romano, España nos muestra su espontáneo modo de ser a través de su Derecho aborigen, de los Fueros municipales. Basta recordar que en éstos se implantó ya la publicidad, mediante la robración en Concejos, de la enajenación o gravamen de inmuebles. Estas manifestaciones balbucientes toman cuerpo en las Cortes de Toledo, quienes ven convertidas sus peticiones al Emperador en la Pragmática del año 1539, creando los Oficios en los pueblos cabezas de jurisdicción. Otra fecha señera está marcada por el 31 de enero de 1768, en que, después de ciertas vicisitudes y a propuesta del Consejo de Castilla, Carlos III crea los Oficios de hipotecas, denominados después Contadurías.

Domina en el ambiente social de estos y anteriores tiempos la preocupación de la «seguridad en el tráfico», que inspiró aquellas palabras de la Pragmática que se cita en primer lugar, la finalidad de evitar «estelionatos, pleytos y perjuicios a los compradores e interesados en los bienes hipotecados, por la ocultación y obscuPage 231ridad de sus cargas». Tales conceptos, en su expresiva sencillez, están vigentes en la actualidad.

Estos, con otros de semejante modestia, forman el bagaje de antecedentes positivos que precedieron a la Ley de 8 de febrero de 1861, fecha brillante de nuestra historia jurídica. Que el proyecto se desglosase de lo que no pudo ser el Código civil de 1851, hay que considerarlo como una gran fortuna para el derecho inmobiliario, que así pudo mostrar aislado su portentoso progreso. Unido al Código civil, sumergido en otras materias hermanas, hubiera merecido seguramente una atención subalterna, lo que le habría impedido remontarse a las alturas alcanzadas por la Ley Hipotecaria en sus 416 artículos.

La Ley de 1861 encontró su impulso fuertemente frenado por los antecedentes representados por la disposiciones que se hallaban en vigor hasta el momento de su publicación. La preocupación del legislador, reflejo fiel de las condiciones entonces imperantes, consistió en poner término a los censos, cargas y gravámenes ocultos, régimen de clandestinidad que tanto perjudicaba al tráfico de inmuebles. Se obligaba a la publicación de estos gravámenes, a fin de evitar los fraudes a que daba lugar la ignorancia de su existencia, en perjuicio de los adquirentes de buena fe. Se sujetó a registro la hipoteca, contrato que dio nombre a las Contadurías y en el que se centraba la esencia de nuestro antiguo sistema inmobiliario.

La Ley de 1861 no pudo desentenderse de la situación que vino a sustituir, no rompió con el pasado y adoptó un nombre que hubiera justificado la regulación del Derecho real de hipoteca únicamente; pero no fue asi puesto que la parte más trascendental de la Ley, la de contenido innovador y ciertamente revolucionario, era aquella que se refería al contenido y efectos de la transferencia de inmuebles. El Derecho anterior no acogió, por Tegla general, los actos de enajenación, a pesar de lo cual hubo comarcas españolas, como Cataluña, que reclamó normas para el tráfico, distintas de las reguladoras del crédito sobre inmueble, precisamente en la región en que, juntamente con la zona de Levante, el sistema que implantó la Ley ha alcanzado el desenvolvimiento más extenso y puro.

Aquella Ley fue tímida en la elección de nombre, pero éstePage 232no respondía a su contenido, por lo que la adopción de aquél no fue exacta. Predominó, sin embargo, en ella la idea de asegurar y fomentar el crédito territorial, en lo que siguió un camino ya conocido, influida siempre, repetimos, por nuestro Derecho histórico.

La parte trascendental de la Ley, sus 104 primeros artículos, fue en aquellos tiempos de una magnitud científica incalculable, y su sentido innovador y revolucionario alcanza hasta los presentes momentos. No se puede juzgar este cuerpo legal con la mentalidad de hoy, máxime si aceptamos, a fuer de sinceros, que su contenido esencial, sus principios...

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