Las promesas de la participación de la sociedad civil en las políticas públicas: democracia y reforma del estado

AutorCecilia Rossel Odriozola
Páginas33-69

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Muchas son las promesas que la participación asociativa en las políticas sociales públicas debe cumplir.

Desde su surgimiento, sus principales promotores se han apoyado en la teoría política para resaltar virtudes y roles fundamentales de este nuevo formato de prestación de políticas sociales. La literatura académica abunda en planteos que reafirman la necesidad de revalorizar el rol de la sociedad civil en los sistemas de protección social, señalando que esto permite profundizar la democracia y, a la vez, mejorar los servicios (Kramer, 1987 y 1994; Cohen y Rogers, 1995; 55-60; Smith y Lipsky, 1993; Cunill, 1997 y 1999; Bresser y Cunill, 1998: 39-46; Nowland-Foreman, 1998; Fung, 2003: 522-523; Schmid, 2004: 10-11).

Los argumentos a favor de que el Tercer Sector se involucre en los servicios públicos se apoyan en distintos elementos, de diversa solidez teórica y empírica. En algunos casos, provienen de argumentos normativos que apuntan a posturas sobre cómo debería organizarse la sociedad y el sistema político. En otros, se basan en la confirmación de déficits en sistemas donde la presencia de la sociedad era nula.

Esta variedad de «orígenes» y teorías que convergen en la promoción de los modelos formulación e implementación de políticas en la Administración Pública complejiza su análisis, contribuyendo a generar una importante confusión sobre lo que es razonable esperar de ellos. Por esta razón, es necesario analizar la validez empírica de participación asociativa en las políticas públicas como objeto de estudio, lo que inevitablemente lleva a analizar las corrientes teóricas que han promovido o justificado su surgimiento.

La discusión sobre la participación asociativa en las políticas públicas se origina, en última instancia, en dos debates fundamentales de la ciencia política contemporánea: democracia elitista versus democracia participativa y posturas defensoras del estado de bienestar o welfare state versus el antiestatismo neoconservador (Cohen y Arato, 1992: 23-34). En el primero, los teóricos de la participación critican

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fuertemente la visión elitista que la legitimidad democrática puede asegurarse sólo mediante la realización de elecciones libres y la garantía de derechos, y consideran que ésta solo puede ser lograda mediante la participación activa de la ciudadanía, tanto en el gobernar como en el ser gobernada (Pateman, 1970; Mcpherson, 1982; Barber, 1984) y donde el rol de la sociedad civil se vuelve fundamental para el funcionamiento democrático. Más recientemente, la idea de «democracia asociativa» (Hirst, 1993 y 1994) surge como un modelo basado en el rol que juega el tejido asociativo como dinamizador de procesos democráticos, estimulando la participación ciudadana en los asuntos públicos y facilitando el control ciudadano a los gobiernos (Hirst, 1993; Cohen y Rogers, 1995; Streeck, 1995). En el segundo, la corriente neoconservadora sostiene que el Estado benefactor está «saturado» de demandas y promueve las alternativas privatización y desregulación para restaurar la competencia de disminuir la inflación de demandas políticas (Huntington, Crozier y Watanuki, 1975; Hayek, 1982). Esta última visión ha sido acompañada más recientemente por nuevas corrientes en el campo de la Administración Pública, que reivindican la necesidad de transformar algunos de los mecanismos centrales del funcionamiento del Estado de Bienestar tradicional, reduciendo la burocracia (Barzelay, 1993 y 2001; Osborne y Plastrik, 2000).

Todos estos desarrollos teóricos constituyen hoy, la base de los argumentos que defienden el surgimiento de nuevas experiencias participativas que involucren a la sociedad civil en los procesos de implementación de las políticas públicas. En el presente capítulo se analizan los argumentos y debates de la teoría política que sustentan la promoción de la implicación del tejido asociativo en las políticas públicas, ordenando la discusión y rescatando los ejes fundamentales para los objetivos de esta investigación.

1.1. La participación asociativa en políticas públicas como instrumento para mejorar la calidad de la democracia

Desde que la participación de la sociedad civil en el diseño, formulación e implementación de las políticas públicas comenzó a expandirse en diferentes países, sus promotores en el ámbito académico y en los gobiernos han sostenido que uno de sus principales aportes era, en última instancia, la profundización de la democracia (Salamon, 1989; Pollit, 1998; Edwards, Foley y Diani, 2001; Casey, 2004; Pestoff, 1998 y 2005).

Apoyándose en el diagnóstico de déficit en la calidad de la democracia4, estos argumentos defendían la necesidad de abrir el juego a la sociedad civil en

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los regímenes democráticos, como solución a lo que se suele identificar como «crisis de representación»5, expresada en diferentes dimensiones6:

La crisis de representación se expresa, por un lado, en una escasa representatividad que se pone de manifiesto en una separación cada vez más grande entre representantes y representados (young, 1986; Mansbridge, 2003), así como en la desigualdad que se reproduce en la representación de los intereses de la ciudadanía (Lijphart, 2000, Phillips, 1999). Este argumento cuestiona el funcionamiento efectivo de la representación (Pitkin, 1985), afirmando que, por la forma en que operan las distintas fórmulas electorales, no existe un nivel de consistencia adecuado entre la composición de los órganos representantes y los intereses, ideas y demandas que existen a nivel de los ciudadanos (Thomasen y Schmitt, 1999 Birch, 1993; young, 2000).

La falta de representatividad puede deberse no sólo a la incapacidad de los partidos para incorporar nuevas demandas (Dalton, Flanagan y Beck, 1984:8), sino a la creciente diversidad que la sociedad moderna presenta en términos de

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intereses e ideas, y a los nuevos problemas de exclusión que se generan a partir de esta diversidad (young, 2000), que se inscriben en reglas y formatos de representación que fueron formulados para otro tipo de sociedades (Font, 2001: 17). Lo que cada vez parece más claro es que estos problemas de representatividad afectan las visiones de la ciudadanía -en especial de los grupos que sistemáticamente han estado desfavorecidos en esta lógica- sobre la capacidad del sistema de reconocerles un espacio, dando lugar a un aumento de la desconfianza y la desafección política (Diamond, 1999; Pharr y Putnam, 2000).

Es justamente este problema el que hace que cada vez se postule con más énfasis la necesidad de que la democracia se plantee recuperar su capacidad de representatividad en los mecanismos de representación, así como de inclusión e integración de la diversidad, dando una garantía de igualdad que parece estar debilitada (Phillips, 1993), lo que redundará en una mayor credibilidad en el sistema por parte de la ciudadanía y, por consiguiente, en una mayor legitimidad del mismo (Powell, 1986; Almond y verba, 1963; Dahl, 1971: 121-124; Diamond, 1999: 168).

El diagnóstico de crisis también afecta a la representación como responsiveness7, es decir, al nivel en que los representantes toman en cuenta las preferencias de sus votantes o son sensibles a los intereses de los representados y actúan para perseguir esos intereses (Pitkin, 1985: 233; Stimson, Mackuen y Erikson, 1995).

Este planteo está directamente relacionado a un diagnóstico que cuestiona la excesiva centralidad de los partidos políticos en el sistema de representación política (Offe, 1988; 69-72), vinculada en un sentido más general a un diagnóstico de crisis de legitimidad en los partidos (Ladrech, 1992; Kitschelt, 1990; Mair, 1995)8. Estos componentes de pérdida progresiva de apoyos a los partidos puede generar candidaturas efímeras y sin base en estructuras institucionalizadas y con capacidad para gobernar (valenzuela, 1998: 10), lo que vuelve a fortalecer la falta de credibilidad y confianza hacia los políticos por parte de los ciudadanos (Payne et. al, 2003: 137-163, Abramson, 1983; Putnam; 2000; Diamond, 1994).

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Frente a un diagnóstico de este tipo, es ya clásica la corriente teórica que sostiene que la participación activa de sociedad civil en los asuntos públicos contribuye a mejorar la representatividad en los sistemas democráticos (Putnam, 1993: 88, Cunill, 1997; Goodin, 2003).

Otro grupo de argumentos plantean que la crisis también está presente en la representación no en términos de representatividad sino como responsabilidad o accountability, es decir, a la relación de rendición de cuentas que debe existir entre representantes y representados (Ptikin, 1986; Przeworski, Stokes y Manin, 1999: 8-9).

Desde esta perspectiva, el diagnóstico de crisis se centra en que las elecciones -que constituyen el mecanismo de rendición de cuentas por excelencia en las democracias representativas- (Manin, 1997) no logran cumplir, en la práctica, los principios básicos de información, explicación y capacidad de controlar en forma efectiva a los representantes que todo proceso de accountability supone (Diamond y Morlino, 2004; Smulovitz y Peruzzoti, 2000; Manin, Przeworski y Stokes, 1999...

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