Posición jurídica del beneficiario.

AutorJulián López Richart
Cargo del AutorDoctor en Derecho, Universidad de Alicante

Una vez se hubo reconocido la validez de la figura, el problema que sin duda más ha preocupado a la doctrina ha sido el de explicar la posición que el beneficiario asume en la operación.

De cuanto llevamos expuesto resulta que el beneficiario de un contrato a favor de tercero es titular no ya de una simple ventaja económica sino de un auténtico derecho de crédito, derecho que se convierte en definitivo con su aceptación. En nuestro ordenamiento esta conclusión podría ser aceptada sin mayores dificultades partiendo de lo dispuesto en el artículo 1.257 del Código civil, a tenor del cual el beneficiario puede exigir la prestación al promitente, y ello pese a que seamos conscientes de que el viejo brocado «actio nihil aliud est quam ius persequendi iudicio quod sibe debetur» no es infalible, pues no cabe desconocer que existe algún supuesto, como el consagrado en el artículo 1.111 del Código civil, en el que un tercero está legitimado para ejercitar una acción haciendo valer en su propio interés un derecho ajeno.

La segunda nota caracterizadora de nuestra institución reside en que el beneficiario es tercero y continúa siéndolo aun tras la aceptación del derecho estipulado a su favor, de ahí precisamente la originalidad de la figura. Esta afirmación, fruto de una larga evolución de la conciencia jurídica que en lo fundamental ha sido expuesta ya a lo largo de este trabajo, es hoy una de las pocas verdades universalmente compartidas por la doctrina en relación con la figura del contrato a favor de tercero. Así lo ha consagrado la sentencia del Tribunal Supremo de 10 de diciembre de 19561, confirmada después por la de 28 de junio de 19612, a tenor de las cuales, «en sentido estricto o técnico tiene el carácter de contrato a favor de tercero aquel que, celebrado válidamente entre dos personas, es dirigido, sin embargo, a atribuir un derecho a una tercera, que no ha tenido parte alguna, ni directa ni indirectamente en su conclusión, y que, a pesar de ello logra efectivamente atribuírselo en su propia persona»3.

Así las cosas, resulta ciertamente sorprendente que un autor de la talla de GHE-STIN tratara de salvar la aparente contradicción entre el principio de relatividad y la eficacia de la estipulación en la esfera jurídica del tercero considerando que éste es parte, si bien no desde un punto de vista formal -en cuanto que no participa en la formación del contrato- sí sustancial, en tanto que es titular del crédito nacido del contrato4, equiparación que tan sólo se comprende en el contexto de la concepción que el citado autor defendiera en un cierto momento con el propósito de superar el criterio tradicionalmente empleado para la distinguir quién es parte y quién tercero.

La fórmula empleada comúnmente para caracterizar la noción de tercero es meramente negativa: tercero es aquel que no han intervenido en la perfección del contrato ni por sí mismo ni por medio de representante, esto es, por exclusión, quien no es parte contratante es tercero5. Sin embargo, observó GHESTIN que, en estos términos, la distinción no servía para delimitar el ámbito de eficacia del contrato, desde el momento en que, dejando a un lado la mera oponibilidad, son numerosas las ocasiones en las que el efecto obligatorio del contrato se extiende más allá de las partes a quienes, según el criterio indicado, no pueden ser considerados sino terceros. Ello había llevado a la doctrina francesa a efectuar subdivisiones dentro de esta categoría, creando figuras intermedias, que, para no romper aquella summa divisio, se englobaban bajo la denominación de «terceros que se asimilan a las partes», como los herederos y cesionarios de la posición contractual, y «falsos terceros», entre los que se incluyen a los acreedores quirografarios o los adquirentes a título particular. Con el fin de superar esta concepción, se plantea GHESTIN la conveniencia de integrar dentro de la noción de parte, al lado de quienes han intervenido efectivamente en la conclusión del contrato («parties contratantes»), a aquellos que junto a éstos son titulares activos o pasivos de los efectos obligatorios derivados del mismo («parties liées»), propósito que se ve matizado de inmediato, fundamentalmente para eludir el equívoco que supondría responder a una cuestión con los mismos términos en los que ha sido planteada6. En efecto, decir que los efectos obligatorios del contrato quedan limitados a las partes y al mismo tiempo que son partes aquellos a quienes se extienden los efectos obligatorios del contrato, sería tanto como afirmar que los efectos del contrato se extienden a aquellos a quienes se extienden los efectos del contrato. De otra parte, era preciso conciliar la operatividad de la clasificación propuesta con el rol de la voluntad como rasgo esencial del contrato frente a otras fuentes de obligaciones7. De esta manera, la noción de parte debería quedar restringida, según GHESTIN, a aquellos que no sólo se ven sujetos por los efectos obligatorios del contrato sino que han consentido esos efectos, con independencia del momento y la forma en que este consentimiento haya tenido lugar, lo que le lleva a considerar como parte, entre otros, al beneficiario de una estipulación a favor de tercero, al heredero que sucede a una de las partes o a quien adquiere por cesión un crédito o una deuda nacidos de un contrato precedente, y, por el contrario, a excluir de la noción de parte al cesionario de una posición contractual cuando la cesión viene impuesta por la ley o al titular de una acción directa.

Las reacciones frente a la concepción expuesta no se harían esperar. Sin ánimo exhaustivo y de forma sintética, las objeciones...

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