Una nueva paradoja: los entes instrumentales, apátridas, independientes

AutorLuis Fernando Crespo Montes
Páginas164-182

Page 164

En las páginas precedentes se ha visto en repetidas ocasiones la necesidad, junto con los intentos consiguientes, de establecer reglas uniformes sobre algunos aspectos de la organización de la Administración estatal. Es decir, definir un régimen común que abarcara toda la organización al mismo tiempo que limitara al máximo las excepciones que pudieran quedar fuera de él. Éste es el sentido de algunas de las leyes administrativas a que se ha hecho referencia en los capítulos anteriores.

Pero a partir de la necesidad de establecer regímenes de general aplicación, surgió al mismo tiempo la conveniencia de procurar zonas más o menos exentas de los mismos, o al menos resguardadas de posibles excesos derivados de la rigidez impuesta por una pretendida uniformidad formal indiscriminada.

Este esfuerzo unificador se ha convertido en la gran paradoja de la organización de la Administración del Estado. En cierta manera el mismo fenómeno se ha dado en la Administración local, y lleva trazas de que suceda otro tanto con la autonómica, de más reciente aparición.

Un agudo Secretario de Estado de Hacienda, José Borrell, hace unos cuantos años llamaba la atención sobre el peligro que presentaba un conocimiento ex-

Page 165

haustivo de la realidad administrativa más próxima, la de la entonces llamada Administración central o centralizada, mientras que se ignoraba lo que estaba pasando en un ámbito no tan lejano como era el de la Administración descentralizada, instrumental o más recientemente bautizada como independiente. Decía muy gráficamente que la primera la estamos observando constantemente con un potente microscopio, mientras que no intentamos siquiera aproximarnos con unos prismáticos a la visión de la segunda.

Esto produce un efecto perverso. De la Administración convencional (expresión que hay que tomar con cierta reserva) conocemos todos sus problemas, fallos y disfunciones. Nos preocupan y se intenta poner remedio a través de medidas de distinta naturaleza, principalmente legislativas. En cambio, la otra Administración está fuera de los más usuales controles, lo que parece bastante lógico al menos desde un punto de vista conceptual, ya que la razón de su origen formal está precisamente en esta finalidad. Esta Administración suele crecer y desarrollarse al margen de las reglas comunes de general aplicación en el ámbito público estatal centralizado, o al menos ha encontrado un status específico dentro de él. Pero también genera sus propias tensiones, rigideces y perversiones aunque, al parecer, a pocos ha preocupado este fenómeno. Al menos hasta hace un decenio.

La Primera Parte de este trabajo también es en cierta manera una buena prueba de ello. Se ha visto con bastante detenimiento y amplitud los esquemas de la organización administrativa ministerial, y ahora, al final, es cuando se aborda la existencia de un sector no menos importante que se ha escindido de ella. No vamos a recordar que los últimos temas de las materias de que constan los programas de ingreso en la Administración, son los que peor se saben los opositores.

Parece que hoy día ya no ofrece duda alguna para la doctrina administrativa que tanto desde el punto de vista cualitativo, por los sectores capitales de actividad a que afectan, como cuantitativo, por el volumen de recursos de todo tipo que manejan, estos entes superan con creces los que administra el propio Estado, en su sentido -ahora sí- más estricto y convencional.

Pero mientras tanto nos seguiremos preocupando por una Dirección General más o menos en el organigrama de un Ministerio, la subida del complemento específico de un Vocal Asesor, o los mal contados cinco mil funcionarios directivos existentes en la Administración central, que en un determinado momento había que reducir por su valor simbólico.

Lamentablemente no hay tantos expertos en esta Administración paralela, la institucional, ni tantos trabajos empíricos sobre ella. Y existe una tendencia a prescindir de lo que se ignora, con lo que obtiene una ventaja adicional a su status inicial. A río revuelto...

Page 166

a) La legislación de la posguerra

Es bastante común creer que el primer intento serio por racionalizar este sector coincide con la iniciación del proceso de reforma administrativa de los tecnócratas. Pero no fue así.

El 5 de noviembre de 1940 el Jefe del Estado, en uso de sus omnímodas prerrogativas para dictar disposiciones de carácter general, promulga una Ley cuyo principal objeto era el control de determinados entes que campaban a sus anchas en cada Ministerio, al margen de cualquier autoridad y control.

Recientemente Navajas Rebollar, cuyo trabajo ha inspirado en gran parte estas páginas, ha expuesto una curiosa teoría para explicar la necesidad de imponer un régimen unitario a la multitud de entes que habían ido apareciendo bajo el manto de la descentralización funcional (la propia Ley utiliza esta expresión), la mayoría en forma de cajas especiales que facilitaban recursos financieros para el funcionamiento de determinados servicios públicos. Pero también -y esto es importante- para retribuir mejor a los funcionarios ante la manifiesta insuficiencia de los sueldos presupuestarios.

La Ley de 1940 partía de la base de que se aceptaba la existencia de esta Administración descentralizada como algo consolidado y necesario en nuestra organización administrativa; en definitiva, como un mal menor que había que soportar pero que también era conveniente controlar. Era la mejor solución si se quería atender a las nuevas funciones que debía asumir la Administración con motivo de la extensión del intervencionismo estatal, y a las que no se podía dar respuesta desde las estructuras ministeriales tradicionales, obsoletas y anquilosadas. Pero además, dice el citado autor:

...con ese fenómeno de autonomía de los servicios se viene a compensar la disminuida -por no decir desaparecida- autonomía territorial, de forma que en la misma [Ley] se plantea directamente la descentralización funcional como una alternativa a la descentralización territorial que había sido planteada en la Constitución de la II República

.

Esta explicación tan sorprendente no es una interpretación personal del profesor Navajas, porque efectivamente en la propia Exposición de Motivos de la Ley de noviembre de 1940, se habla de que «la descentralización funcional, la autonomía de los servicios vienen así a compensar el desarrollo de la Administración Pública y las antiguas autonomías territoriales aparecen sustituidas por autonomías orgánicas de extensión generalmente nacional». Lo que es rizar el rizo de la argumentación nacional-totalitaria muy propia del inicio del régimen franquista.

Pero al margen de esta justificación conceptual, o política, del fenómeno descentralizador, bien que funcional, la Ley tenía dos objetivos claros y precisos: uno, conocer la realidad existente, o lo que es lo mismo, cuántos y cuáles entes de esta naturaleza existían en cada Ministerio, para lo que arbitraba el sencillo sistema de formar una relación de los mismos que debería estar concluida en el plazo

Page 167

de un año. Esto demuestra que los propios Departamentos debían ignorar bastante lo que albergaban en su seno. Y desde luego el desconocimiento era completo a nivel global.

Dos, dar primacía al Ministerio de Hacienda en toda esta cuestión, por aquello de que la existencia de cajas especiales en los Ministerios suponía también la de ingresos y gastos al margen de los Presupuestos Generales del Estado, lo que atentaba contra el principio de unidad de caja propio de la doctrina clásica de la Hacienda Pública, entonces doctrinalmente vigente y todavía muy respetada.

En la propia Ley de 1940 se facultaba al Ministerio de Hacienda para que propusiera un proyecto de Ley reguladora del régimen de fiscalización y control de estos organismos, lógicamente a la vista de la información que facilitaran los distintos Ministerios. Y así se hizo tres años más tarde.

La Ley de 13 de noviembre de 1943 introducía un régimen para los organismos autónomos en el que, entre otras medidas, se encomendaba al Ministerio de Hacienda la facultad de aprobar los correspondientes presupuestos de gastos e ingresos en el mes de noviembre de cada año. A partir de este momento la inter-vención económico-contable de este Departamento se empieza a extender por este apartado sector, llegando incluso a organismos que tenían además su propia autonomía dentro de la autonomía funcional general, como podían ser el Instituto Nacional de Industria creado en enero de 1944, o el Canal de Isabel II en febrero de 1945.

En septiembre de 1951 se admite por Decreto la posibilidad de Delegados especiales del Ministerio de Hacienda en estos entes para que -eso sí, con carácter informativo- «estudien las actividades de tales organismos, especialmente en el aspecto económico-financiero». Con la posibilidad final de que el Ministro de Hacienda comunicara -expresión poco comprometedora- al Ministro titular del Departamento del que dependiera el organismo, las medidas necesarias para el control del mismo. Todo muy suave y discreto, paradójicamente nada compulsivo ni autoritario.

El Ministro de Hacienda, Joaquín Benjumea, pretendía penetrar en la selva tropical que representaba la Administración instrumental, no sólo con la autoridad que provenía de unas leyes dictadas por el propio Jefe del Estado, sino también de una decisión adoptada directamente por el propio Consejo de Ministros; es decir, adoptada por el Gobierno de manera formalmente colegiada.

Todo este interés por...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR