La nueva ley del deporte desde la perspectiva autonómica

AutorIgnacio Granado Hijelmo
CargoLetrado jefe de la Asesoría Jurídica del Gobierno de La Rioja
Páginas125-134

    Ponencia presentada en las Jornadas sobre Derecho y Economía del Deporte, organizadas por la Escuela Libre de Detecho y Economía, en Madrid, del 1 al 5 de octubre de 1990.

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1. La consideración jurídica del deporte: diversas concepciones

En la conceptuación jurídica del deporte podemos distinguir varias tendencias fundamentales:

  1. Una primera, que podemos denominar romántica o liberal, aunque se reclama de ideales helénicos, tiene sus orígenes en Inglaterra y en Francia a finales del s. XIX y principios del XX y concibe al deporte como una actividad humana completamente libre, propia de un hombre sano, el entonces llamado sportman, que lo practica por simple afición para adiestramiento del cuerpo y equilibrio del espíritu.

    Según este esquema, el deporte, en cuanto actividad libre, voluntaria, saludable y amateur, es algo completamente distante de la intervención del poder público y, por tanto, del Derecho que del mismo emana, sea nacional o internacional, y cuyas reglas, tanto de juego como organizatorias, son meramente convencionales o, si se prefiere, jurídicas, pero siempre que no se tenga una idea del Derecho como algo emanado del poder político sino como normativa obligatoria en el seno de un grupo social.

    Este modelo, cuyo auge coincide con el del liberalismo político y económico y que se plasmaría en el movimiento de entusiastas que dio lugar a la redacción de la Carta Olímpica, puede conducir, en sus planteamientos más radicales, a fórmulas de tipo anarquista que conciben el deporte como una actividad social autoorganizada desde abajo por los mismos deportistas que, mediante organizaciones naturales básicas (el club), agrupadas espontáneamente con otras en un segundo nivel (la federación), se dotan de sus propias reglas de juego, funcionamiento y disciplinarias, prescindiendo incluso de las fronteras estatales (federaciones internacionales) y de la vinculación a ningún poder distinto a ellas mismas (así, los comités olímpicos).

  2. Una segunda tendencia, de signo radicalmente distinto, ha sido la preconizada en los hasta ahora llamados países del Este mientras ha imperado en ellos la teoría política del marxismo-leninismo, aunque su origen se encuentra ya en los modelos de Estado totalitario preconizados por el fascismo.

    Para esta ideología, el deporte es una actividad rigurosamente afecta al poder político, al que sirve como medio de propaganda internacional para mostrar el desarrollo de la población sujeta al mismo.

    El deporte es aquí una actividad pública, casi obligatoria, detalladamente regula-Page 126da por el Derecho y fuertemente intervenida por la Administración, tanto en su práctica como en su enseñanza y organización, y en cuya formidable maquinaria el deportista es sólo la pieza final, compelido por un imperativo nacional a batir las marcas y a subir al podio de los vencedores bajo la bandera y el himno del Estado.

  3. En los países democráticos de Occidente, especialmente tras la Segunda Guerra Mundial y al amparo del esquema del Estado Social de Derecho, se ha ido fraguando una tendencia intermedia.

    El deporte es una actividad individual, libre y voluntaria, pero, en la medida en que contribuye al desarrollo armónico y saludable de la persona y promueve la integración social, constituye una actividad de interés público que el poder debe estimular.

    Incluso algunos han llegado a pensar que existe un derecho fundamental al deporte que legitima al ciudadano no sólo para practicarlo con arreglo al mecanismo de los derechos-libertad, sino también para exigir del poder público las prestaciones necesarias para su promoción (así, la Constitución portuguesa de 1976).

    En la gradación de tal estímulo radican las diversas variedades de esta tercera vía de conceptuación del fenómeno deportivo, ya que por tal puede entenderse una mera política de fomento -principalmente mediante subvenciones- a las organizaciones deportivas pero sin intervenir en su funcionamiento ni condicionar su actuación (postura propia de muchos países anglosajones); o puede legitimarse una intervención de policía -por ejemplo, para la organización de grandes competiciones- e incluso de servicio público, mediante una acción directa del poder en la organización, en las obras públicas y en la disciplina deportivas (postura de los países europeos continentales).

    En esta línea ideológica, la cuestión estriba en definir los límites de la intervención administrativa y del autonomismo del movimiento deportivo, ya que la prevalencia o subsidiariedad de uno u otro es lo que la Conferencia de Ministros Europeos Responsables de Deporte ha sentido siempre como el problema básico de la política deportiva de Europa occidental.

2. Evolución legislativa en España

Nuestro Derecho desconocía el deporte, limitándose el Código Civil a señalarlo, en su art. 1.800, como un «juego no prohibido» en cuanto que «contribuye al ejercicio del cuerpo».

Posteriormente, por influjo de las ideas liberales y románticas, el deporte quedó enmarcado en el campo del asociacionismo general, de suerte que las organizaciones deportivas (Clubes y Federaciones), por su carencia de ánimo de lucro, quedaron regidas por las distintas Leyes de Asociaciones (de 1887 y de 1964).

El régimen político instaurado tras la guerra civil de 1936 auspició, en el seno de un Estado unitario y centralizado, un modelo de mayor intervención administrativa que plasmó en la Ley 77/1961, de 23 de diciembre, de educación física, la cual, partiendo de la educación como título habilitante, canalizó la acción administrativa a través de una organización política extraestatal, como era el Movimiento Nacional, mediante la Delegación Nacional de Educación Física y Deportes.

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La Constitución de 1978, sin llegar a considerar el deporte como un derecho fundamental judicialmente exigible, cambia la concepción negativa del Código Civil por una concepción positiva al obligar, en su art. 43, a los poderes públicos al fomento de la educación física y del deporte, cuyo reconocimiento, respeto y protección debe informar la legislación positiva, la práctica judicial y la actuación de los poderes públicos (art. 53.3).

Como desarrollo de estos principios, se dictó la hasta ahora vigente Ley 13/1980, de 31 de marzo, general de la cultura física y del deporte, que, manteniendo el carácter privado de las asociaciones deportivas (cfr. Real Decreto 177/1981, de 16 de enero), instrumentó la acción estatal en la materia a través de un organismo autónomo del Ministerio de Cultura denominado Consejo Superior de Deportes.

Ahora bien, España es un Estado de forma compleja donde la competencia exclusiva en materia de promoción deportiva no es del Estado sino de las comunidades autónomas que la hayan asumido a través de sus respectivos Estatutos (art. 148.1.19 . de la Constitución), por lo que la cuestión sobre si el deporte es una actividad objeto o no del Derecho y de la intervención del poder público, se complica con la división constitucional de dicho poder entre el Estado y las comunidades autónomas.

En este marco surge la reciente Ley del deporte de 1990.

3. La nueva Ley del deporte desde la perspectiva autonómica
  1. La inexistencia de un modelo deportivo en la Constitución

    La nueva Ley del deporte despacha alegremente las siempre cruciales cuestiones sobre la naturaleza jurídica del deporte, a las que tilda en su exposición de motivos de «tan inacabables como inútiles», dando por supuesto que la Constitución legitima una intervención administrativa en la materia.

    A nuestro juicio, las cosas no son tan simples, ya que nuestra Constitución no preestablece ningún modelo deportivo determinado, de suerte que en la misma tanto cabría una estructura ampliamente intervenida por los poderes públicos, como una organización deportiva estrictamente privada en la que la Administración se limitara a acciones de fomento.

    Incluso podría afirmarse que la Constitución más bien tiende a esta segunda posibilidad, ya que el art. 43 emplea el término «fomento» y conecta el deporte con los derechos a la salud y a la educación sanitaria, con lo que parece que el constituyente está pensando especialmente en el llamado «deporte para todos» o «deporte popular», ya que es el único que puede afectar con generalidad a la población y conectarse con tales derechos.

    La cuestión no es, pues, tanto constitucional como de legislación ordinaria. Ahora bien, ésra no sólo tiene como límite el referente constitucional, sino también los derivados de la ideología política imperante e incluso de la filosofía jurídico-pública que se mantenga, de ahí que las tres concepciones básicas del deporte que antes hemos expuesto condicionen los textos legislativos, su crítica e-interpretación.

    Por nuestra parte no vamos a entrar ahora en cuestión tan ardua y opinable, sino tan sólo dejar apuntado que la Constitución no impone ni impide un determinado modelo de organización del deporte en España, con una sola excepción, la de que no se puede privar a las comunidades autónomas de su competencia para elegir el suyo y promoverlo.

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  2. La introducción por vía legislativa del modelo estatal centralista

    El problema es que las dos leyes postconstitucionales que se han sucedido en la regulación del deporte, la de 1980 y la reciente de 1990, y los reglamentos que han aparecido hasta ahora en la materia -entre los que destacan los reales decretos 642 y 643/1984, de 28 de marzo, sobre disciplina deportiva y estructuras federativas, respectivamente- han ido prefigurando un modelo deportivo estatal centralista que yugula e impide prácticamente esa exigencia constitucional.

    Y lo malo no es que esto ocurra así en materia deportiva sino que es un problema general del proceso autonómico, que está sufriendo en los últimos anos una clara recesión.

    En efecto, la legislación, la doctrina y el Tribunal Constitucional han ido caminando en este último decenio por un camino francamente involutivo que ha permitido la apertura de importantes vías de vaciamiento y escape competencial para las comunidades autónomas, como:

  3. El abuso del concepto de base en la legislación estatal, por ejemplo en materia runcionarial.

  4. La calificación de ciertas actividades como «nacionales», así en materia de juegos y apuestas.

  5. La alegación de competencia internacional, como en todo lo relativo a la CEE.

  6. El recurso en múltiples conflictos competenciales, incluso sobre materias nimias, a competencias genéricas como la del aseguramiento de la igualdad, la coordinación y planificación económicas, que más bien son fundamentos competenciales y no competencias estatales en sentido estricto.

  7. El vaciamiento, mediante la técnica de los grupos normativos, de las competencias horizontales autonómicas, como el régimen local.

  8. La persistencia de una organización administrativa estatal excesiva en áreas transferidas, como la cultura y la agricultura.

  9. El mantenimiento de dotaciones presupuestarias para atenciones transferidas, como las Viviendas de Protección Oficial.

  10. La interpretación rigurosa del principio de territorialidad de las competencias autonómicas.

  11. El incumplimiento del plazo quinquenal señalado en los Estatutos para la ampliación competencial.

    Y un largo etcétera, debido a que cualquier norma, argumento procesal u opinión doctrinal que avale esa idea, aprendida en otro tiempo y acríticamente asumida, sobre la racionalidad del Estado central, es de inmediato considerada razonable y coherente, de forma que puede legitimar cualquier exceso estatal y cualquier aplastamiento o vaciamiento competencial de las comunidades autónomas.

  12. Razones de la involución y necesidad de un cambio de mentalidad

    Se impone, pues, preguntarse detenidamente por las causas y razones profundas de que al movimiento revolucionario o, al menos, ampliamente reformador, que la Constitución supuso en punto a la estructuración del Estado autonómico, haya sucedido el actual momento involutivo respecto a las competencias autonómicas y restaura-Page 129dor del modelo centralista de Estado unitario que se creía superado por el pacto constituyente.

    Para ello nos valdremos de una antigua técnica, derivada nada menos que del Derecho intermedio; me refiero al denominado mos italkus o manera de aplicar e interpretar el Derecho romano en el momento de su recepción en la Italia bajomedie-val, que, por cierto, no era un Estado unitario.

    Como es sabido, esa técnica consistía en tomar los textos jurídicos romanos como argumentos de autoridad, lo que llevó a un parangón entre los sistemas de interpretación del Corpus luris y los de la Biblia, que se correspondía, por otra parte, con la correlación de poderes entre el Imperio y el Papado que era el eje sobre el que se asentaba el Derecho público europeo de la Baja Edad Media.

    Pues bien, en nuestro intento de aplicar esta técnica al caso que nos ocupa, hemos acudido a un pasaje evangélico digno de meditación, me refiero a esa noche en que, al margen de las grandes curaciones y de los sermones multitudinarios, un jurista, Nico-demo, quizá el único doctor de la Ley que no pretende tender ninguna trampa dialéctica sino tan sólo conocer la verdad, se acerca a la terraza desde la que el Nazareno contempla las estrellas y le interroga en definitiva sobre el quid de su mensaje. La respuesta del Maestro es bien conocida: «En verdad te digo que si no naces de nuevo no entrarás en el reino de los cielos».

    La exégesis inmediata de este texto, preconizada por el propio Nicodemo y por la tradición cultural del helenismo, proclive a los misterios órficos de origen indoeuropeo, pensó en una metempsícosis o transmigración de las almas que, de alguna forma, se celebraba en los ritos de iniciación eleusinos.

    Contra esta tendencia reacciona la patrística griega (así, San Cipriano de Alejandría, Comentarios al Evangelio de San Juan, 3) señalando que la respuesta alude a una metanaia o cambio radical de mentalidad, o sea, aquello a lo que San Pablo denominó abandonar el «hombre viejo» para revestirse del nuevo.

    Pues bien, aplicando, en buena técnica de mos italkus, esa exégesis de la escritura sagrada a la de un texto jurídico que, en este caso, no va ser el Corpus luris, sino el bloque normativo que forman la Constitución y los estatutos de autonomía, resulta que es preciso «nacer de nuevo», es decir, que se impone una metanoia o cambio radical de mentalidad a la hora de entender esa realidad compleja que hemos denominado Estado.

    Es claro que todos hemos nacido en un Estado unitario y, lo que es peor, estudiado un sistema jurídico administrativo basado en dos premisas tan básicas que se daban por sobreentendidas como cláusulas naturales: que no había Derecho sino en el Estado y que no había más Estado que el Estado, es decir, esa organización centralizada a cuya unidad, en definitiva y por una u otra vía, se reconducía cualquier persona jurídico-pública.

    Pero lo cierto es que la Constitución de 1978 supone un planteamiento radicalmente diverso ya que, por un lado, el reconocimiento de los derechos fundamentales de la persona y de los grupos en que se integra amplía el campo de lo jurídico a fenómenos sociales inmunes a la intervención del poder público y, por otro, la división de éste entre el Estado central y las comunidades autónomas supone una nueva forma de Estado, opuesta a la anterior, que era unitaria y centralista, para sustituirla por una autonómica y descentralizada.

    Todas estas ideas se expresan, qué duda cabe, en cualquiera de los modernosPage 130 tratados de Derecho Constitucional y Administrativo, pero ahí queda todo porque luego, en la práctica de la legislación y de la jurisprudencia, sobre todo en la del Tribunal Constitucional, aflora una tendencia irrefrenable, por lo mismo que es inconsciente, a seguir operando con los moldes que se aprendieron del Estado unitario y centralista.

    Es curiosa esta contradicción entre lo que científicamente se escribe y lo que ocurre en la realidad jurídica, de suerte que a quienes afirman del centralismo que ha sido superado por la Constitución y puede darse por fenecido, podría increpárseles con la célebre frase del Tenorio «los muertos que vos matáis gozan de buena salud», con el agravante de que este muerto viviente es de los más peligrosos, ya que, sin que nadie se percate, está practicando en las competencias autonómicas una especie de vampiris-mo jurídico que puede dejarlas exangües.

    Esta perniciosa inercia es la que hace sentir e incluso pensar que todo esto de las comunidades autónomas es algo peligroso, separatista, poco serio, con altas dosis de irracionalidad y que, en definitiva, sólo puede tolerarse como una descentralización administrativa, por supuesto sin merma de las atribuciones, competencias y prerrogativas que deben acompañar la acción del Estado central a quien, de una forma natural, es lógico que corresponda toda coordinación, toda competencia y, en suma, todo poder, porque sólo él, con esa visión general y de amplitud territorial que le caracteriza, puede reconducir a la unidad el sistema constitucional y garantizar los grandes principios de la unidad y la solidaridad entre los pueblos de esa patria común e indivisible que constitucionalmente es España.

    Armados con este bagaje intelectual, todo lo que sea uniformidad, homologación, coordinación y coherencia del sistema, es atribuido inmediatamente al Estado central, y las comunidades autónomas quedan relegadas a un papel secundario para la ejecución de los planes generales, las medidas nacionales y las leyes básicas que el Estado establece para todo el territorio.

    Contra esta tendencia sólo se ha erguido con gallardía el Tribunal Constitucional en una única circunstancia: con ocasión de la famosa Sentencia sobre el Proyecto de la LOAPA, pero después se ha olvidado y el saldo de los conflictos competenciaies es una serie de derrotas procesales y materiales de las comunidades autónomas.

    El Estado central, la doctrina y la jurisprudencia que le apoya, ha seguido con la tendencia «loapizante» a través ahora de leyes sectoriales, cuyo último jalón es la del deporte que nos ocupa, por más que haya sido consensuada entre las diverss fuerzas políticas presentes en el Parlamento.

    Por ello postulamos, ante todo y sin entrar en un análisis minucioso de su articulado, una crítica radical de sus planteamientos fundamentales, desde la perspectiva meranoética.

  13. El deporte como competencia autonómica

    En primer lugar, como hemos señalado, es dudoso que el deporte sea naturalmente un objeto de la intervención del poder público, tanto estatal como autonómico, ya que la Constitución también podría legitimar un modelo deportivo liberal donde el protagonismo recayese sobre las organizaciones privadas de los deportistas.

    Dicho esto, y partiendo de una opción por el modelo intervencionista en materia deportiva, no hay que olvidar que la competencia en la materia la reserva la Constitu-Page 131ción a las comunidades autónomas (art. 148.1.19) y no al Estado, y que aquéllas la han asumido como exclusiva en sus diversos estatutos, por lo que no es a las mismas a las que incumbe la carga de la prueba de su competencia sino precisamente al Estado que la pretende.

    En tercer lugar, tampoco es tan evidente que una coherencia nacional del sistema deportivo exija, de una forma natural, la intervención del Estado, ya que también son pensables y posibles modelos en que dicha coherencia se logre a través de una cooperación entre comunidades autónomas o mediante una intervención decisiva y no meramente testimonial de las mismas en los órganos rectores del deporte, materia en la que, no lo olvidemos, tienen más habilitación constitucional para intervenir que el propio Estado.

    No es obstáculo para ello la pretendida limitación territorial de las competencias autonómicas, ya que todo el Estado está dividido en comunidades autónomas y lo que resulta incoherente es que una política general trate de proyectarse sobre rodo el territorio sin contar con una decisiva intervención de las Administraciones que tienen una competencia directa, exclusiva y constitucional en la materia.

    De ahí pueden desgranarse una rica serie de consecuencias a la luz del articulado legal. Por ejemplo, el modelo de las federaciones que, a la luz de la jurisprudencia constitucional (STC de 24 de mayo de 1985), han terminado en algo tan viejo y conocido como la Administración corporativa, confiere a las nacionales un papel que podría haberse canalizado, con igual sino con más eficacia, a través de las distintas federaciones autonómicas.

  14. Los pretendidos títulos habilitantes de la competencia estatal en materia deportiva

    Por otro lado, la técnica para romper el núcleo competencial autonómico en materia deportiva ha sido esta vez la de los grupos normativos, con arreglo a la cual se supone que el deporte es susceptible de intervención administrativa por el Estado a través de varios títulos habilitantes como los siguientes:

    - La enseñanza, por donde se desliza toda la regulación de la educación física, olvidando las competencias educativas de las comunidades y de las universidades y que la Constitución ha distinguido entre la educación general (art. 27) y la educación física (art. 43).

    - La salud, por donde se desliza toda la regulación del doping olvidando las competencias sanitarias de las Comunidades, que están perfectamente capacitadas para aplicar los acuerdos internacionales en la materia.

    - El asociacionismo deportivo, donde, por la vía de la mercantilización de los grandes clubes deficitarios, se estataliza una materia en gran parte regulada por las comunidades cuando es sabido que la opción por una determinada forma, pública o privada, de personificación es siempre de Derecho público y compete a la Administración que crea o reconoce a la persona jurídica o bajo cuya rurela va a funcionar, que, en el caso deportivo, no tiene por qué ser necesariamente el Estado, y menos cuando muchas comunidades ya han acometido una regulación de esta materia.

    Por ello, el título competencial «Derecho mercantil» no puede legitimar una decisión que es jurídico-pública, sobre todo si se considera a estas asociaciones comoPage 132 agentes delegados del poder público para el ejercicio de ciertas actividades de interés social.

    En otras palabras, no puede alegarse un título que, como el Derecho mercantil, es propio de la regulación in facto esse. es decir, posterior y sucesiva, de estas personas jurídicas, cuando la decisión de mercanrilizar, que tal título trata de amparar, es in fieri y siempre de Derecho público.

    - El espectáculo deportivo, que, en realidad, no es sino una especie del género de los espectáculos públicos, competencia también transferida a muchas comunidades, y que, además, en rigor, es algo ajeno al deporte ya que prima el elemento pasivo, el espectador, objeto de una policía de seguridad y orden públicos, regulada incluso por convenios internacionales en materia de violencia en el deporte, que pueden ejecutar perfectamente las comunidades autónomas, cuando no por el Derecho civil en materia de responsabilidad aquiliana o por el Derecho penal, cuestiones ambas ajenas al Estado como aparato administrativo central.

    - Las competiciones internacionales, donde un ejemplo, aunque sea limitado y temporal, como el del Reino Unido en fútbol y rugby, demuestra cómo la unidad del Estado no se resiente sino que se refuerza con una presencia de diversas selecciones nacionales y cuestiona vivamente cualquier pretendido monopolio en la materia. Además, las confrontaciones internacionales suelen ser organizadas por las Federaciones Internacionales, que no son entidades estatales ni de Derecho internacional público, y finalmente, las más internacionales de todas, que son las confrontaciones olímpicas, están regidas autónomamente por la Carta Olímpica, que articula a través de los comités olímpicos una organización igualmente privada, extraestatal y tampoco regida por el Derecho internacional público, por lo que los títulos habilitantes del Estado no son tan evidentes.

    - El deporte de alto nivel, donde la habilitación estatal parece encontrarse en la teoría romana de los actos de emulación que prohibían a los particulares obrar o construir con más boato que el Estado, en base a un criterio meramente cuantitativo y nada jurídico, según el cual «lo importante» es siempre estatal, cuando nada obsta a que las comunidades puedan acometer la tecnificación deportiva con el rigor preciso.

    - La función pública, ya que se define como básica la calificación de deportista de alto nivel a efectos de provisión de puestos de trabajo funcionariales, cuando el Estado y las comunidades ya han definido el marco en la materia en las leyes específicas que la regulan.

    - La fiscalidad, olvidando las competencias fiscales de algunas comunidades.

    - El contrato laboral deportivo, cuando la relación laboral especial de los deportistas profesionales es ya tema resuelto en Derecho del Trabajo en sus normas correspondientes.

    Frente a este intento de desmembrar el fenómeno deportivo para reconducirlo a distintos grupos normativos que ofrezcan otros tantos títulos habilitantes de la intervención escatal en la materia, se impone la consideración del deporte como un sistema jurídico coherente, formado por el conjunto de normas que tienen por objeto su regulación, es decir, como un estatuto jurídico en sí o grupo normativo que la Consti-Page 133tución y los estatutos han querido atribuir prioritariamente no al Estado sino a las comunidades autónomas, muchas de las cuales ya han legislado al respecto y cuyas competencias de «promoción» no se limitan al fomento sino que engloban también acciones de policía y prestacionales.

4. Conclusiones

No quiere decirse con esto que el Estado no tenga algo que decir, regular y coordinar en materia deportiva; simplemente se quiere resaltar cómo, desde la perspectiva autonómica, sus títulos habilitantes no son tan evidentes y sobre todo no impiden una intervención de las comunidades autónomas en las materias cuya regulación pretenden reservar exclusivamente al Estado.

Creemos que el modelo de Estado autonómico diseñado en la Constitución postula una mayor cooperación de las comunidades, especialmente en una materia que, como la deportiva, les compete estatutariamente como exclusiva. Creemos también que la Ley del deporte podía y debía haber previsto un modelo alternativo donde la participación autonómica en los órganos de dirección no sea meramente complementaria sino decisiva y donde no se ahoguen los distintos modelos deportivos que las Comunidades quieran diseñar.

De seguir por el camino de considerar prácticamente todo como competencia estatal -y no es una exageración, cfr. el art. 60, sobre carteles anunciadores de los servicios existentes en las instalaciones deportivas o el sometimiento de las fases autonómicas de unas simples competiciones escolares al calendario de las nacionales- puede terminarse en algo mucho más grave y trascendental: una verdadera mutación constitucional en la que, sin los mecanismos de reforma previstos en el texto constitucional, se vuelva a un modelo de Estado centralista y unitario, que es precisamente el que la Consticución trató de superar.

Se impone, pues, la metawia que antes preconizábamos con objeto de luchar denodadamente para impedir esa mutación constitucional que tan gravemente alteraría, no sólo el pacto constituyente que hizo posibles los estatutos, sino también la misma estructura o forma del Estado querida por la Constitución.

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