Libertad de investigación científica y sexenios

AutorJosé María Rodríguez de Santiago
CargoCatedrático de derecho administrativo, Facultad de Derecho, Universidad Autónoma de Madrid
Páginas227-249

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1. Introducción: exigencias objetivas de la libertad de investigación científica y procedimiento de evaluación estatal de la actividad investigadora

El derecho fundamental a la libre investigación científica1 [art. 20.1 b) CE] protege la actividad propia del investigador frente a injerencias procedentes –en primer término y dejando de lado la cuestión de la eficacia entre particu-lares de este derecho– del Estado (en sentido amplio). Pero no es la defensa subjetiva por parte del investigador de la autodeterminación individual en el desarrollo de su actividad frente a eventuales imposiciones o limitaciones del poder público (infra, 2) la cuestión que más interesa en este trabajo.

La investigación científica actual necesita del Estado (aunque solo fuera porque requiere de unos recursos financieros que, en algunos campos, la in-vestigación no es capaz de generar por sí misma en el mercado), y la Constitu-ción impone al Estado el deber de promover el desarrollo de la investigación científica (art. 44.2 CE). En Europa (la situación en los Estados Unidos ofrece sus peculiaridades), la ciencia se desarrolla, en gran medida, dentro de estruc-turas estatales, como las universidades públicas, por ejemplo, aunque no ex-clusivamente; y tiene en el Estado su principal fuente de financiación. La libre investigación es un derecho fundamental, pero esta actividad se encuentra «estatalmente institucionalizada». La decisión constitucional a favor de la li-bertad de investigación científica, sin embargo, es incompatible con un estado objetivo de cosas en el que pudiera decirse que la ciencia se dirige material-mente por imperativos estatales y no por las propias reglas de la racionalidad científica y de sus procesos comunicativos.

La vertiente jurídico-objetiva de este derecho fundamental (infra, 3) im-pone al Estado que las normas reguladoras de la organización, de los procedi-mientos y de la financiación de la investigación garanticen que la ciencia pue-da desarrollarse exclusivamente por sus propias reglas, y neutralicen las evidentes posibilidades de injerencia estatal que derivan de lo que arriba se ha denominado «institucionalización estatal» de la Ciencia. En definitiva, la or-

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ganización, el procedimiento y la financiación de la investigación no han de regirse por reglas simplemente adecuadas a cualquier tipo de actividad estatal de fomento, sino por reglas específicamente «adecuadas» a la ciencia.

La evaluación estatal de la actividad investigadora, introducida en nues-tro sistema de promoción de la ciencia a través de recursos financieros en 1989, ha tenido innegables efectos positivos en la calidad y la cantidad de la investigación de los profesores universitarios españoles. Sin embargo, por lo que se refiere al ámbito de la ciencia del derecho –el único al que aquí se hará específica referencia–, concretas normas reguladoras del procedimiento de concesión de los sexenios están interfiriendo sensiblemente, con criterios aje-nos a los científicos, en la forma en que se desarrolla esa ciencia (infra, 4). En esta precisa medida puede afirmarse –en mi opinión– que la actual regulación de los sexenios no cumple con las exigencias objetivas derivadas de la libertad de investigación científica.

Considero necesario corregir esas interferencias mediante alguna refor-ma en la regulación del procedimiento de la evaluación que configure un sis-tema parcial de reglas organizativas y procedimentales «más adecuado» a las exigencias de la ciencia (infra, 5).

2. La libertad de investigación científica como derecho subjetivo fundamental

La libertad de investigación científica es el derecho fundamental que garantiza al investigador su autodeterminación individual en la realización de la activi-dad de obtención de nuevo conocimiento a través del método riguroso que caracteriza lo científico2 y en la difusión de sus resultados.3 Está protegido por

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el derecho fundamental todo el proceso que abarca desde la decisión sobre el objeto de la investigación hasta la comunicación de la aportación al conoci-miento alcanzada, pasando por la fase medular intermedia del trabajo intelec-tual de obtención de nuevo saber4 a partir del material que se utiliza como presupuesto de la investigación, conforme al plan y a la metodología que de-ban aplicarse. Seguramente, esta descripción (más que definición) requeriría de ajustes específicos para referirla con más acierto a cada campo de la inves-tigación científica. No obstante, vale para cualquier campo que lo propio de la investigación científica es el empeño en hacer avanzar el estado actual del co-nocimiento. No es resultado auténtico de esa actividad la simple recopilación de opiniones anteriores.5

Es esta perspectiva de la investigación científica como derecho subjetivo fundamental la relevante, por ejemplo, para el análisis de limitaciones im-puestas por el Estado al contenido del derecho en virtud de otros derechos o bienes constitucionales (investigación con embriones o células madre, con da-tos personales, las cuestiones relativas a los experimentos con animales,6 etc.). No es este, sin embargo, el punto de vista que primordialmente nos interesa en este trabajo.

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3. La vertiente jurídico-objetiva de la libertad de investigación científica: organización, procedimientos y financiación estatales adecuados a las reglas de la ciencia

Es suficientemente conocido que, ya en la jurisprudencia del Tribunal Cons-titucional de los años ochenta, este tribunal incorporó, a su doctrina relativa a los derechos fundamentales, las ideas que, en la dogmática alemana, desde hacía algunas décadas, se habían concentrado en torno al concepto de la vertiente jurídico-objetiva de aquellos.7 Los preceptos constitucionales re- lativos a los derechos fundamentales no reconocen solo derechos subjetivos de los individuos, sino que, también, instauran valores y principios confor-me a los cuales debe interpretarse todo el ordenamiento jurídico; imponen al Estado deberes objetivos de protección, en su caso, a través de organi- zaciones y procedimientos orientados a la realización de esos derechos; y, en supuestos más bien excepcionales (cuando se trata de derechos funda-mentales de libertad), incluso, crean directamente obligaciones estatales de prestación.

3.1. Una decisión valorativa constitucional sobre la relación entre el Estado y la ciencia

Uno de los ámbitos en los que más gráficamente se comprueba la notable efi-cacia potenciadora de la vertiente jurídico-objetiva de los derechos funda-mentales es, precisamente, el de la libertad de creación científica. En nuestro sistema constitucional, la interpretación conjunta de los arts. 20.1 b) y 44.2 CE8 contiene la decisión valorativa fundamental sobre las relaciones entre el Estado y la ciencia. El Estado promueve la investigación científica, pero la ciencia ha de desarrollarse libremente conforme a sus propias reglas.9 Si –como es frecuentemente el caso en Europa– la ciencia se lleva a cabo en orga-

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nizaciones estatales, el Estado tiene el deber de configurar esas organizaciones de forma que quede garantizada la libertad de la creación científica.

Es muy ilustrativa, en el contexto de estas ideas, la forma de explicar esa relación, entre el Estado y la ciencia, que encontró su fundamento en la cono-cida como teoría institucional de los derechos fundamentales.10 Si los derechos fundamentales son la garantía constitucional de que no habrá interferencias estatales en los procesos comunicativos propios de diversos «subsistemas sociales»,11 la libertad de investigación científica es el derecho fundamental que protege la ciencia como subsistema social que se desarrolla conforme a sus propias reglas y excluye cualquier ordenación estatal que pretendiera distor-sionar la autorregulación científica y su orientación solo conforme a la verdad y a la reputación en el contexto de ese subsistema.12

3.2. La institucionalización estatal de la ciencia Un derecho fundamental frente al Estado que se ejerce, en gran medida, dentro del Estado

La libre investigación científica es, primariamente, un derecho fundamental de libertad (frente al Estado), no de prestación [como el derecho a la educación (art. 27 CE), por ejemplo], que, sin embargo, se ejerce, en gran medida, dentro del Estado (en las universidades y organismos públicos de investigación),13 en y a través de organizaciones estatales.14 Al menos en ese sentido, puede hablarse de una institucionalización estatal de la ciencia.

El mandato constitucional de promoción de la ciencia se puede traducir en el deber estatal de crear, mantener y sostener los presupuestos de la ciencia.

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Y de la vertiente jurídico-objetiva de la libertad de investigación científica se deduce que las organizaciones, los procedimientos y las formas de financia-ción con los que se institucionaliza la creación científica han de garantizar que la ciencia se desarrolle conforme a sus propias reglas. Como la organización, el procedimiento y la financiación son típicos instrumentos estatales de direc-ción, en el caso que ahora nos ocupa, esos instrumentos han de estar regulados de forma que queden neutralizadas las posibilidades de injerencia del Estado en «lo propiamente científico».15

La garantía constitucional de la autonomía universitaria (art. 27.10 CE) se deja explicar bien en el contexto de estas ideas. La protección de la libertad científica (entre otros derechos fundamentales) «frente a injerencias externas constituye la razón de ser de la autonomía universitaria» (STC 26/1987, de 27 de febrero, FJ 4). La autonomía universitaria es una norma constitucional re-lativa a la organización de la actividad científica, a la que se atribuye el carác-ter, asimismo, de derecho fundamental de la Universidad16 [STC 26/1987, de 27 de febrero, FJ 4 a)] y cuya razón de ser es neutralizar la injerencia estatal en ese ámbito.

Pero no solo cumple la autonomía universitaria esa función de neutrali-zación de potenciales injerencias estatales. A los órganos libremente elegidos por los miembros de la comunidad universitaria, con su característica organi-zación y procedimiento corporativos, se les atribuyen muy importantes funcio-nes de autocoordinación del ejercicio de los derechos fundamentales de crea-ción científica [art. 20.1 b) CE] y de cátedra [art. 20.1 c) CE] por parte de sus titulares primarios: desde las decisiones sobre creación de grupos de investiga-ción hasta la decisión de dar preferencia a una línea de investigación sobre otra, pasando por la fijación de la ordenación académica, sobre horarios y lu-gares para la docencia y métodos de examen, etc.

Las formas corporativas de organización y procedimiento en la universi-dad tienen detrás, mucho más que la idea de la democracia, la pretensión ius-fundamental, por un lado, de garantizar el ejercicio sin injerencias externas de derechos fundamentales; y, por otro, de coordinar el ejercicio de esos derechos

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para que pueda funcionar la actividad común investigadora y docente.17 La integración del profesor universitario en una organización impide su comple-ta autodeterminación al investigar y enseñar libremente. La forma de autoad-ministración corporativa de la universidad compensa esas limitaciones con derechos de participación y codecisión.18

No todo lo que sucede en la universidad, sin embargo, es ejercicio de de-rechos fundamentales por los profesores universitarios. La universidad cum-ple, también, la función estatal (que es el reverso del derecho a la educación de los estudiantes) de la «preparación para el ejercicio de actividades profesiona-les» [art. 1.2 b) LOU]. El cumplimiento de esa función estatal y la financiación estatal de las universidades (con las exigencias derivadas de los criterios de eficiencia y economía del gasto público; art. 31.2 CE) son las dos vías de entra-da más importantes de que dispone el Estado (en sentido amplio: también la Comunidad Autónoma) para intervenir de forma constitucionalmente justifi-cada en los asuntos universitarios, aunque no, evidentemente, en las cuestio-nes específicamente científicas.

3.3. Cooperación entre el Estado y la ciencia como principio estructural del Derecho de la Ciencia

El Estado necesita de la ciencia y la ciencia necesita del Estado. El moder-no Estado social reconoce la ciencia como «factor esencial para desarrollar la competitividad y la sociedad basada en el conocimiento» [art. 2 a) Ley de la Ciencia de 2011]. Pero para desarrollar sus competencias en este ámbito, el propio Estado necesita de la colaboración de la ciencia, porque depende de la información que le llega del sistema científico, en virtud de la relativa impene-trabilidad de ese sistema.

Solo la ciencia puede decirle al Estado, por ejemplo, dónde hay campos previsibles de desarrollo científico; si un concreto proyecto de investigación para el que se ha pedido financiación estatal es viable o no; o si las aportacio-nes que presenta un investigador a la evaluación estatal merecen la concesión del sexenio o no. Las decisiones estatales sobre la ciencia dependen, en gran

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medida, de la ciencia misma.19 Es más, con una afirmación de más largo alcan-ce debería señalarse que el tipo de racionalidad que se ha impuesto como pro-pia del Estado de derecho es precisamente la racionalidad científica.20

Pero la ciencia también depende del Estado. La ciencia necesita de orga-nizaciones, procedimientos y financiación que, en muy buena medida, por ahora, son ofrecidas por el Estado.

Pues bien, el Derecho de la Ciencia puede explicarse como el sector del derecho público que regula esa cooperación o colaboración (entiéndase esta expresión en el sentido descriptivo que se le está dando) entre el Estado y la ciencia.21 Este sector del ordenamiento está presidido, en el plano constitucio-nal, por las exigencias de los mencionados arts. 20.1 b) y 44.2 CE. Ya se ha di-cho que esos preceptos imponen al legislador regular la organización, los pro-cedimientos y la financiación de la investigación con formas «adecuadas» a la ciencia.

Es evidente que del derecho fundamental a la investigación científica y del mandato constitucional de promoción de la ciencia no se derivan formas organizativas o procedimentales concretas. Al legislador corresponde un am-plio margen de configuración. De esos dos preceptos constitucionales sí se derivan, sin embargo, directivas que permiten excluir formas claramente in-adecuadas de organizar, de regular procedimientos o de financiar la investiga-ción, cuando a través de ellas el Estado interfiere en el desarrollo de la ciencia con criterios ajenos a los propiamente científicos. Eso es lo que, en parte –a mi

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juicio–, está sucediendo con el procedimiento de evaluación de la actividad investigadora, según va a intentar explicarse en adelante.

4. La actual regulación de la evaluación estatal de la actividad investigadora (sexenios) está interfiriendo en el desarrollo de la ciencia jurídica conforme a sus propias reglas

Que la instauración de la evaluación estatal de la actividad investigadora ha sido muy beneficiosa para la cantidad y la calidad de la producción cientí-fica en España a mí me parece indudable.22 No solo ha tenido efectos para el conjunto de la producción científica individual de los profesores universita-rios. Ha mejorado, también, reglas de funcionamiento del propio sistema científico a través de la valoración de los indicios de calidad de los medios de difusión de la investigación, especialmente de las revistas: peer review de los originales, información sobre procesos de evaluación y selección de los traba-jos, etc. No es el Estado el que ha regulado esos criterios. El Estado ha contri-buido a que la ciencia española se adapte a estándares científicos (extraestata-les) internacionales. El sistema, sin embargo, puede y debe perfeccionarse.

4.1. La cuestión de la reserva de ley Regular la evaluación de la investigación es, desde la perspectiva de los derechos fundamentales, algo más relevante que regular un complemento de productividad de los funcionarios; y los sexenios ya no son solo, ni sobre todo, un complemento de productividad

El análisis que se está haciendo de la regulación de la evaluación estatal de la actividad investigadora desde la perspectiva de las exigencias del derecho fundamental a la libre investigación científica [art. 20.1 b) CE] hace necesario prestar atención a una cuestión que hasta ahora ha sido –a mi juicio– poco destacada: la del rango normativo de las disposiciones que la regulan, en defi-nitiva, la cuestión de la reserva de ley.

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La regulación de los sexenios apareció en 1989 en un real decreto sobre retribuciones del profesorado universitario23 y se ha ido convirtiendo en un denso sistema normativo de reglas establecidas por reglamentos de mínimo rango: en una orden ministerial de 1994 se regula el procedimiento con carác-ter general;24 en otra del 2005 se establece el reglamento de funcionamiento interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (CNEAI);25 y, cada año, por resoluciones de la Secretaría General de Universi-dades y de la Presidencia de la CNEAI se fijan, respectivamente, adicionales normas concretas de procedimiento aplicables a cada convocatoria y los crite-rios específicos de cada uno de los campos de evaluación.26 Salvo error por mi parte, la CNEAI no está ni siquiera citada en un precepto de rango legal.27 Sí hay concretas remisiones a la evaluación de la actividad investigadora en la Ley Orgánica de Universidades28 y en la Ley de la Ciencia de 2011,29 pero o tienen mínima densidad normativa y no la pretensión de regular directamente lo más básico de la organización y el procedimiento de la evaluación, o no son aplicables a los funcionarios de los cuerpos docentes universitarios.

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No me parece acertada la comparación de la evaluación que podría llevar a cabo el Estado de la actividad de los jueces o los abogados del Estado, por una parte, con la que se realiza sobre la labor investigadora de los profesores de universidad, por otra, como si todas fueran especies del mismo género de examen de la productividad en el ámbito de la función pública30 administrati-va (el alcance de la reserva de ley derivaría de la interpretación del art. 103.3 CE) o judicial (el alcance de la reserva de ley se obtiene por interpretación del art. 122.1 CE). Desde la perspectiva de su trascendencia iusfundamental y, en consecuencia, de la reserva de ley, estaríamos en los ejemplos aportados ante controles estatales muy distintos.

En los dos primeros casos, el Estado sometería al contraste con determi-nados estándares de rendimiento el cumplimiento de genuinas tareas estatales encomendadas a sus funcionarios: la defensa jurídica de sus intereses (aboga-dos del Estado) o el ejercicio de la función jurisdiccional (jueces). En el caso de la investigación de los profesores universitarios, el Estado evalúa los resul-tados del ejercicio, no de una función estatal (eso sería, en parte, la docencia universitaria, como ya se ha dicho), sino de un específico derecho fundamen-tal [art. 20.1 b) CE]. Hay que repetirlo: el Estado está evaluando los resultados del ejercicio de un derecho fundamental. Pienso que basta la intuición para caer en la cuenta de que se está ante actuaciones de control del Estado de muy dis-tinto alcance; y que deben estar sometidas, también, a muy diversos requisitos.

El sometimiento a evaluación de la propia actividad investigadora es vo-luntario, desde luego (esta es, por cierto, una de las primeras decisiones sobre las que tendría que pronunciarse el legislador). No existe una evaluación im-perativa que se dejara explicar como un control del ejercicio del derecho fun-damental impuesto obligatoriamente por el Estado.31 Esta simple considera-ción, en el momento actual, sin embargo, no me parece convincente para

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excluir que las reglas básicas del procedimiento y de la organización de la eva-luación tienen que ser establecidas por la ley.

El sexenio ya no es un simple complemento retributivo. No son poco importantes para el investigador diversas consecuencias jurídicas –que nada tienen que ver con el sistema de retribución– que otras normas del Derecho de la Ciencia español vinculan a los sexenios32 (aparte de la cuestión de la reputa-ción científica, que –como se ha dicho– es de importancia capital en ese sub-sistema social que es la ciencia): para poder formar parte de las comisiones de acreditación para el acceso a los cuerpos docentes universitarios, es necesario tener dos o tres sexenios, según los casos;33 tres sexenios también hacen falta para poder formar parte de los comités asesores de la CNEAI;34 con tres o cuatro sexenios, la acreditación para el acceso al cuerpo de catedráticos de universidad es prácticamente reglada. Y en reglamentaciones internas de algu-nas universidades se exige un determinado número de tramos para poder di-rigir tesis doctorales (esto no es precisamente irrelevante para la actividad de un profesor universitario) o para poder ser designado miembro de las comi-siones para decidir en concursos de acceso a sus plazas.

En el momento actual, el objeto de la regulación de la evaluación de la actividad investigadora tiene tal importancia subjetiva (para el investigador) y objetiva (para el desarrollo de la ciencia en España) en el ejercicio de esa actividad que –en mi opinión– cualquier criterio de interpretación –al me-nos– del art. 53.1 CE (regulación por ley del ejercicio de los derechos funda-mentales) ha de concluir que las líneas básicas de la regulación de la organi-zación y el procedimiento de la evaluación, así como de sus efectos, han de estar fijadas por ley. Gráficamente podría decirse que, en la actualidad, para ser miembro de pleno derecho de la comunidad científica que constituye una disciplina académica, hay que tener tres sexenios. Un legislador al que esto no le interesa no conoce las exigencias que le dirige el derecho fundamental del art. 20.1 b) CE.

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Sobre la densidad regulativa de esa necesaria norma de rango legal podría discutirse. Pienso que como término válido de comparación podría servir la regulación del art. 57 LOU relativo a la acreditación nacional para el acceso a los cuerpos de funcionarios docentes universitarios: habría que identificar –como se hace en este precepto– el objeto de la evaluación y sus efectos, sentar las reglas más importantes de la composición y el funcionamiento de los órga-nos a los que aquella se encomienda, y del procedimiento de la evaluación; y remitir en lo demás a la regulación reglamentaria.

4.2. Regulación de los sexenios y elección de los temas de investigación: el riesgo de la especialización

Desde hace años, en la regulación de los criterios específicos para la evaluación en el campo 9 (derecho y jurisprudencia) se incluye una cláusula según la cual «no se valorarán […] las reiteraciones de trabajos previos, excepto en los casos en que contribuyan claramente a la consolidación del conocimiento»; o, ex-presado de otra forma, «no se valorarán como aportaciones distintas cada una de las contribuciones en que haya podido ser dividida una misma investiga-ción en el caso de que, por sus características, debiera constituir una única monografía o un único artículo de revista». No se quiere aquí aportar nuevos comentarios sobre la picaresca –a estas alturas, por todos conocida– a la que responde esta regulación. Lo que fundamentalmente quiere destacarse ahora es cómo reglas de este tipo afectan a la libre elección de los temas de investiga-ción por los miembros de la comunidad científica.

Materialmente la regulación citada es del todo correcta y acorde a las re-glas de la ciencia. Ya se ha dicho que la adquisición de nuevo conocimiento es un elemento, incluso, definidor de la propia actividad científica. No hay nueva tarea investigadora donde solo hay repetición de resultados ya obtenidos. El problema no se encuentra en esa regla material –del todo correcta–, sino en la regulación del procedimiento de evaluación. Quien va a examinar los trabajos aportados por un investigador no tiene la obligación de examinar los origina-les de esas aportaciones, sino solo los apartados cumplimentados en una apli-cación informática, en los que se incluyen datos predominantemente forma-les, un resumen realizado por el propio investigador y unos pretendidos indicios de calidad.

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A través de este procedimiento no es posible distinguir fiablemente si lo que se está sometiendo a la evaluación son dos (o tres, o cuatro…) aportacio-nes verdaderamente innovadoras situadas, sin embargo, en un mismo ámbito de investigación; o si se está pretendiendo hacer pasar reiteraciones de investi-gaciones anteriores por trabajos distintos. Las reglas de procedimiento impi-den la correcta discriminación entre una cosa y otra. El caso es que la comuni-dad científica que pide sexenios en el campo 9 ya ha interiorizado la idea de que es «malo» presentar dos aportaciones (tres, mucho peor) que parezca que tratan de temas similares. Ideal sería que cada una de las cinco aportaciones versara sobre temas totalmente distintos.

Con esto, una defectuosa regulación procedimental, «inadecuada» a las reglas de la ciencia, está interfiriendo en la forma de investigar, con criterios por completo ajenos a los puramente científicos; y puede estar causando daño al desarrollo de la ciencia jurídica mediante la promoción de la dispersión te-mática de los investigadores y la sanción de la especialización.

Ha de tenerse en cuenta que la libre elección del objeto de la investigación forma parte de la médula de la libertad de creación científica específicamente en el caso de la investigación académica por disciplinas que caracteriza la acti-vidad del profesor universitario.35 Otra cosa podría decirse de la investigación en organismos públicos, que cumplen otras tareas estatales que ya delimitan su campo científico y en los que es posible una más intensa dirección estatal de lo que debe investigarse: el Instituto Nacional de Técnica Aeroespacial, el Ins-tituto de Astrofísica de Canarias, etc. Pero siempre ha sido definidor de la in-vestigación de la universidad la libertad que tiene el profesor de elegir sus te-mas de estudio, si quiere explorar hoy esto y mañana aquello, o dedicar su vida profesional a un ámbito más bien específico de su disciplina.

La regulación procedimental de los sexenios no puede afectar a esta regla de la investigación académica sin vulnerar las exigencias objetivas de la liber-tad de investigación científica [art. 20.1 b) CE]. No hay atajos. Si no se quiere interferir en este criterio de funcionamiento propio de la libertad científica universitaria, sobre el evaluador ha de recaer la obligación de examinar origi-nales para poder distinguir de forma fiable si lo que se ha presentado es una

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mera reiteración o es otro trabajo que aporta nuevo saber en el mismo ámbito específico de la disciplina. El sexenio no puede sancionar al especialista, ni convertir la especialización en un riesgo. Perjudicada saldrá la ciencia misma.

4.3. El ejemplo de los comentarios de jurisprudencia

Al menos en dos ocasiones, las sucesivas resoluciones por las que se establecen los criterios específicos para el campo 9 (derecho y jurisprudencia) sitúan a los investigadores entre Escila y Caribdis al establecer, para dos tipos de trabajos –los manuales de la asignatura y los comentarios de jurisprudencia–, que en unos casos esas aportaciones «se valorarán preferentemente», pero que en otros «se presume» que no cumplen los criterios para ser valorados.

La regulación material mencionada, otra vez, me parece correcta. Desde la perspectiva de la creación científica nada tiene que ver un manual que orga-niza sistemáticamente una disciplina o una parte de esta (pienso ahora en dos ejemplos gráficos por su valor excepcional: el Derecho civil de España de Fede-rico de Castro; y el Derecho constitucional. Sistema de fuentes de Ignacio de Otto), con un simple «libro de texto». Y tampoco tiene nada que ver un buen análisis jurisprudencial con una mera descripción de una sentencia.

Pero, de nuevo, el problema no está en la regulación material de las apor-taciones. El fallo se encuentra en las reglas de procedimiento. Formalmente, un buen manual de la asignatura y un mal libro de texto, así como un buen y un mal comentario de jurisprudencia, pueden encasillarse sin diferencias no-tables en el mismo espacio de una aplicación informática. Si no existe, por parte de quien evalúa, el deber de examinar originales, no hay manera fiable de discriminar entre una buena y una mala aportación.

Y como el procedimiento no es fiable, de hecho, ya existe una sombra sobre ese tipo de aportaciones: la comunidad científica sospecha hoy que es mejor no presentar manuales ni comentarios de jurisprudencia a los sexenios, ni buenos ni malos, porque el procedimiento no permite distinguir entre ellos de forma mínimamente segura.

Aquí se detecta muy gráficamente –en mi opinión– cómo una regulación procedimental «no adecuada» a las reglas de la ciencia termina interfiriendo

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en la actividad investigadora con criterios ajenos a los científicos. Buenos ma-nuales (piénsese en los dos ejemplos citados) y buenos comentarios jurispru-denciales han servido siempre al avance de la ciencia jurídica, forman parte de las reglas propias de su desarrollo, en España y en el mundo. Pero, como el Estado no lo valora (por una defectuosa regla de procedimiento), se fomenta que los esfuerzos investigadores se dirijan a otros sitios, que no son aquellos a los que iría la comunidad científica si no existieran interferencias extrañas en su funcionamiento.

Un sencillo rastreo en los «comentarios monográficos» de jurisprudencia de la Revista de Administración Pública (una de las más prestigiosas en el ám-bito del derecho administrativo español) desde el 2000 hasta ahora permite acreditar indiciariamente lo que se está diciendo. Si partimos en dos ese perío-do, ya puede intuirse la evolución. En los 17 números de la RAP que van de enero del 2000 a agosto del 2005 (números 151 a 167) hay 54 comentarios monográficos de ese tipo, y 30 de ellos identifican la concreta sentencia co-mentada en su título. En los 17 números de la RAP que van de septiembre del 2005 a agosto del 2011 (números 168 a 185; el núm. 174 fue un homenaje a Ramón Parada) ya se encuentran solo 36 comentarios monográficos (frente a los 54 anteriores) y, de ellos, solo 12 identifican expresamente (frente a los 30 anteriores) la resolución o las resoluciones que se comentan.

Parece que la comunidad científica está acusando recibo de que los comen-tarios de jurisprudencia no están bien vistos en los sexenios. Por eso, parece, tam-bién, que, cuando se envía un trabajo de ese tipo a la RAP, al menos, procura ocultarse cuidadosamente su verdadero carácter (un comentario monográfico de jurisprudencia) y se evita en el título identificarlo como tal, con el fin de no anu-lar ese trabajo como posible aportación al próximo sexenio. Desde luego, es una regla muy ajena a la ciencia –y solo explicable por una defectuosa regulación procedimental de los sexenios– que la comunidad científica no informe adecua-damente en los títulos de sus trabajos de qué se trata de verdad en su contenido.

4.4. Monografías y trabajos presentados a congresos y jornadas

Desde que en el 2005 se llevó a cabo un intento de objetivación formal de los indicios de calidad a imagen y semejanza de las ciencias experimentales y de la naturaleza, con un protagonismo indiscutible del artículo publicado en revista

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de prestigio,36 la comunidad científica del derecho tuvo que empezar a convivir con otra nueva regla –ajena a sus tradiciones– reguladora de su actividad: la monografía se situaba –en contra de lo que lógicamente se deduce de las leyes de la recompensa del trabajo y el esfuerzo, que rigen (o deberían regir) no solo la tarea investigadora, sino cualquier actividad productiva– en plano de igual-dad con respecto al artículo. Para el artículo publicado en revista pueden invo-carse criterios Latindex y puestos relativos de la revista en los rankings de RESH, DICE o IN-RECS, etc., que vinculen la valoración; para la monografía quedan, de hecho, solo los inseguros criterios del prestigio de la editorial y de las citas [«independientes» (¿?)]37 recibidas de los colegas de la comunidad científica.

La monografía, como trabajo realizado con el propósito de ser obra de refe-rencia que plantea (conforme al estado actual de la ciencia), elabora y (al menos, en su pretensión definitoria) «agota» científicamente un tema jurídico, ha queda-do, de hecho, en cuanto a su evaluación a efectos del reconocimiento de un tramo investigador, equiparada al artículo, que puede consistir en la simple toma de pos-tura, argumentativamente fundada, sobre una concreta cuestión jurídica relevante.

Es indudable que un buen artículo puede ser mejor –desde la perspectiva de lo que verdaderamente se aporta al conocimiento– que una mala monogra-fía. Pero para hacer semejante juicio, como su contrario, no basta con leer lo que se ha cumplimentado de acuerdo con reglas de carácter formal en una aplicación informática: es necesario que un experto en la materia acepte asu-mir la responsabilidad de realizar un enjuiciamiento sobre el fondo de la cues-tión y sobre la base del análisis de originales.

No es necesario ponderar hasta qué punto la ciencia del derecho ha avan-zado en España y en el mundo a base de buenas monografías. Lo más sencillo

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y lo más gráfico aquí puede ser la reducción al absurdo a través de un ejemplo: El negocio jurídico de Federico de Castro (1967) sería enjuiciado hoy conforme a la fuerza de convicción que derivara del prestigio de la edición por el Insti-tuto Nacional de Estudios Jurídicos y de las citas procedentes de autores «aje-nos» a su entorno académico (¿?) en los primeros años desde su publicación.

La sombra de la incertidumbre a la hora de seleccionar las aportaciones pesa también sobre el solicitante del sexenio con respecto a trabajos que tuvie-ron su origen en investigaciones que se llevaron a cabo por invitación para pre-sentar a un congreso o a unas jornadas. Desde la primera regulación del proce-dimiento para la evaluación de la actividad investigadora (por la ya citada Orden de 2 de diciembre de 1994), las «comunicaciones a congresos» podrían ser con-sideradas tan solo como aportaciones «extraordinarias» y, además, únicamente «como excepción» [art. 7.2 b)]. La sospecha debe de proceder de que el encargo que está en la base de la investigación ya no sería independiente y ciego, como las evaluaciones que se llevan a cabo antes de publicar algo en una revista.

La realidad de las cosas en el ámbito de ese subsistema social que es la ciencia es que, en muchas ocasiones (desde luego, no siempre), la calidad de un trabajo de investigación presentado ante un foro de ese tipo de la propia comunidad científica queda garantizada por las propias reglas de control deri-vadas de la dignidad y la reputación en el seno de esa comunidad científica. Y, para el caso de que eso no fuera así –otra vez hay que decirlo–, lo mejor sería hacer descansar la responsabilidad de un juicio negativo sobre el enjuicia-miento de un experto que examinara directamente el trabajo resultante.

Frecuentemente me acuerdo, en este contexto, de que el magnífico traba-jo sobre «Qué hacer con la ley inconstitucional» fue expuesto por Javier Jimé-nez Campo en las II Jornadas de la Asociación de Letrados del Tribunal Cons-titucional y publicado en las actas de esas jornadas editadas por el Tribunal Constitucional («la misma institución en la que trabaja el investigador»: ¡mala cosa para el sexenio!)38 y el Centro de Estudios Constitucionales (La sentencia sobre la constitucionalidad de la ley, Madrid, 1997).

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Todas estas interferencias estatales en la forma de desarrollar la ciencia jurídica no son –a mi juicio– simples faltas «al respeto de las singularidades y legítimas tradiciones» de esta ciencia, ni deben calificarse –en mi opinión–, sin más, como «daños colaterales» derivados del dominio por la CNEAI de los científicos «de bata blanca».39 Son el resultado de reglas procedimentales obje-tivamente contrarias a las exigencias del derecho a la libre investigación cien-tífica [art. 20.1 b) CE] que deben ser modificadas para que la promoción esta-tal de la ciencia no degenere en una injerencia extraña (estatal) en las formas de desarrollo de la jurisprudencia conforme a su propia racionalidad.

4.5. El área de conocimiento como disciplina determinante de una comunidad científica

Me parece muy acertada, desde la perspectiva de lo que se está exponien-do, la definición del área de conocimiento que se contiene en el art. 71.1 LOU: son áreas de conocimiento «aquellos campos del saber caracterizados por la homogeneidad de su objeto de conocimiento, una común tradición histórica y la existencia de comunidades de profesores e investigadores, nacionales o internacionales». El área de conocimiento delimita la «comunidad científica» en sentido estricto. Las reglas propias de la ciencia –a las que se ha hecho alu-sión repetidamente– que el Estado debe respetar y conforme a las cuales ha de llevarse a cabo la evaluación de los méritos investigadores que se invocan son, en concreto, las reglas propias de la comunidad científica que constituye cada área de conocimiento.40

Considero indiscutible, por eso, que las aportaciones invocadas por cada investigador deben ser evaluadas por un miembro de la misma área de cono-cimiento. Para que exista un verdadero peer review, por un miembro de la misma comunidad científica y conforme a los criterios propios y específicos de esa comunidad, cada evaluación ha de ser claramente imputable a uno (o más) investigadores de la misma área de conocimiento. Es inadmisible que la responsabilidad principal de la evaluación de la actividad investigadora de un profesor universitario recaiga sobre un miembro de un área de conocimiento tan solo cercana o emparentada con la del evaluado. El respeto estatal a las

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reglas propias de la ciencia [impuesto por el art. 20.1 b) CE] se traduce aquí en la necesidad de que el peso fundamental de la evaluación recaiga sobre quien es miembro de la misma comunidad sometida a esas concretas reglas. Con esta idea de partida hay que interpretar las normas del procedimiento regulador de la evaluación.

Si en el comité asesor correspondiente de la CNEAI41 no están represen-tadas todas las áreas de conocimiento integradas en el campo de evaluación, debería ser obligatoria la designación de «otros especialistas»42 que se hagan responsables de la evaluación de los investigadores de esas áreas de conoci-miento no representadas. No hay, después, inconveniente en que la decisión evaluadora del comité asesor se adopte «colegiadamente»,43 o sea, que la fun-ción de cada experto no quede circunscrita «al área propia de su especialidad»,44 siempre que el peso y la responsabilidad fundamentales del juicio técnico sean claramente imputables al verdadero experto (del área de conocimiento del evaluado) y el «control colegiado» de la decisión se limite al examen de los aspectos externos de dicho juicio.

Por lo expuesto, me parece incompatible con la interpretación que aquí se propone de las exigencias objetivas del art. 20.1 b) CE (el respeto por el Estado de las reglas propias de la ciencia es respeto a las concretas reglas de cada área de conocimiento) el precepto que dispone que «los informes emitidos por los especialistas tendrán carácter subsidiario respecto de los juicios técnicos emi-tidos por los Comités Asesores»45, si en el comité asesor no hay un experto de la misma área de conocimiento que el evaluado.

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La misma idea debe tenerse presente para interpretar la regla relativa a que los informes de los comités asesores «no vincularán a la CNEAI en la emi-sión del juicio técnico definitivo».46 ¿Qué tipo de razones podría invocar la CNEAI para modificar el juicio técnico del experto (o de los expertos), pasado, además, por el filtro del examen colegiado del comité asesor? En realidad, la regla exactamente contraria a la transcrita parece ser más cierta: en principio, la CNEAI está vinculada por los juicios técnicos de los expertos.

Parece aquí analógicamente aplicable la regla que la STC 215/1991, de 14 de noviembre, aplicó al control que la Comisión de Reclamaciones (regulada en al art. 43 de la derogada LRU; y, hoy, en el art. 66 LOU) podía realizar sobre las decisiones de las comisiones juzgadoras de concursos de acceso a plazas en la universidad (otorgando a la cuestión, incluso, relevancia desde la perspectiva del derecho fundamental regulado en el art. 23.2 CE): la Comisión de Reclamacio-nes solo puede corregir la propuesta realizada por la comisión cuando «resulte manifiesta la arbitrariedad» del juicio en que se basa (FJ 5).

5. Conclusión y propuestas

Tres sencillas conclusiones creo que pueden derivarse de lo que se ha expuesto. El respeto por el Estado a las reglas propias de la ciencia, impuesto por la ver-tiente jurídico-objetiva de la libertad de investigación científica [art. 20.1 b) CE], es incompatible con las injerencias que se están produciendo en el desa-rrollo de la ciencia jurídica como consecuencia de las reglas procedimentales y organizativas que disciplinan la evaluación de la actividad investigadora. Para poner remedio a esas interferencias inadmisibles, es necesario:

– Que el procedimiento de otorgamiento de los sexenios garantice que la evaluación de la actividad investigadora se basa en el examen de los originales de las aportaciones invocadas por los investigadores.47 No hay atajos que permi-tan sustituir ese examen por la cumplimentación de casilleros en aplicaciones

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informáticas, aunque ningún reproche puede dirigirse –desde la perspectiva que nos ocupa– a la información que se aporta en esa aplicación (los resúme-nes, la valoración por el investigador de su propia obra, los indicios de calidad, etc.), que puede ser útil. Deberá decidirse, entonces, cómo se garantiza que los expertos evaluadores cuenten con esos originales: aportación por el investiga-dor evaluado, puesta a disposición del evaluador por fondos de bibliotecas, etc. La mayor carga de trabajo para el evaluador que esto supone podrá hacer nece-sarias otras medidas: nombramiento de más expertos por área, regulación de incentivos que tengan en cuenta esa carga de trabajo para quienes que sean nombrados, etc.

– Que la organización de la evaluación garantice que el peso y la responsa-bilidad fundamentales de cada evaluación recae sobre expertos pertenecientes a la misma área de conocimiento que el evaluado.

– Por lo que se ha expuesto más arriba, además, debe procederse a regular por ley las normas básicas de los efectos de la evaluación, de su organización y del procedimiento.

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[1] Parte de la investigación de la que deriva este trabajo se realizó, de marzo a mayo del 2011, en la Universidad de Friburgo (Alemania). Tengo que agradecer, una vez más, a la Fundación Alexander von Humboldt, la financiación de aquella estancia para llevar a cabo un proyecto sobre las «estructuras organizativas y procedimentales de la administración de la ciencia»; y a mi buen amigo el profesor Jens-Peter Schneider, la invitación que formuló para hacerla posible.

[2] El preámbulo (II) de la Ley 14/2011, de 1 de junio, de la Ciencia, la Tecnología y la Innovación (en adelante, Ley de la Ciencia) define la investigación científica como «el trabajo creativo reali-zado de forma sistemática para incrementar el volumen de conocimientos».

[3] Con definiciones similares, vid. Gabriel Doménech Pascual, Bienestar animal contra derechos fundamentales, Barcelona, 2004, pp. 34-35; Marcela Alejandra Ahumada Canabes, La libertad de investigación científica. Fundamentos filosóficos y configuración constitucional, tesis doctoral, Ma-drid, 2006 (accesible en ), p. 299, passim. Dema-siado restrictiva y desenfocada me parece la tesis de que «lo que se pretende constitucionalizar en el apartado b) del número 1 del art. 20 son los derechos de autor», Alfonso Fernández-Miranda y Campoamor y Rosa María García Sanz, «Artículo 20. Libertad de expresión y derecho de la información», en Óscar Alzaga Villaamil (dir.), Comentarios a la Constitución Española de 1978, tomo II, Madrid, 1997, p. 547. Para Miriam Cueto Pérez, Régimen jurídico de la investigación científica: la labor investigadora de la Universidad, Barcelona, 2002, p. 66, este derecho fundamental englo-baría «tanto la libertad científica como el derecho a la propiedad intelectual». En contra de la subsunción de los derechos de autor bajo el art. 20 CE, a mi juicio, con razón, Justo José Gómez Díez, «La propiedad intelectual y el art. 20.1 b) de la Constitución española», Revista de la Facul-tad de Derecho de la Universidad Complutense, n.º 84 (1995), en especial, p. 190.

[4] Sobre la evolución que ha llevado a sustituir la referencia al «conocimiento de la verdad» por la más neutra «aportación de nuevo conocimiento» puede verse Hans-Heinrich Trute, Die Forschung zwischen grundrechtlicher Freiheit und staatlicher Institutionalisierung, Tübingen, 1994, pp. 113 y ss.; Michael Fehling, «Wissenschaftsfreiheit (Art. 5 Abs. 3 GG)», en Dolzer/Vogel (dir.), Bonner Kommentar zum Grundgesetz, Heidelberg, 2004, p. 43; Ute Mager, «Freiheit von Forschung und Lehre», en Josef Isensee y Paul Kirchhof (ed.), Handbuch des Staatsrechts der Bundesrepublik Deutschland, tomo VII, Heidelberg, 2009, marginal n.º 159.

[5] Por todos, Fehling, «Wissenschaftsfreiheit…», p. 42.

[6] Sobre este tema puede verse la ya citada obra de Gabriel Doménech Pascual, Bienestar animal contra derechos fundamentales, Barcelona, 2004; y, sobre otra cuestión análoga, el trabajo del mis-mo autor, «Libertad artística y espectáculos taurino-operísticos», Revista Española de Derecho Administrativo, n.º 121 (2004), pp. 91 y ss.

[7] Por todas, de forma tan clara como polémica, por ejemplo, en la STC 53/1985, de 11 de abril, FJ 4, sobre la ley del aborto.

[8] Propone esta interpretación conjunta de los dos preceptos, como una de las tesis centrales de su trabajo, Ahumada Canabes, La libertad…, pp. 334 y ss., passim. En sentido parecido, también, Marcos Vaquer Caballería, Estado y cultura. La función cultural de los poderes públicos en la Cons-titución española, Madrid, 1998, pp. 215-216.

[9] Fehling, «Wissenschaftsfreiheit…», pp. 40, 62; Mager, «Freiheit...», marginales n.os 12 y 25; Tr u t e , Die Forschung..., pp. 80 y ss.

[10] Puede verse sobre esto, en general, Alfredo Gallego Anabitarte, Derechos fundamentales y garantías institucionales: análisis doctrinal y jurisprudencial, Madrid, 1994, pp. 30 y ss. La idea, aplicada concretamente a la libertad de investigación, se expone por Antonio Calonge Velázquez, Administración e investigación, Madrid, 1996, pp. 16-17.

[11] Niklas Luhmann, Grundrechte als Institution, Berlín, 1965, pp. 23 y 186 y ss.

[12] Bernhard Schlink, «Das Grundgesetz und die Wissenschaftsfreiheit», Der Staat, n.º 10 (1971), pp. 244 y ss.

[13] Véase el listado de los Organismos Públicos de Investigación de la Administración General del Estado en el art. 47 de la Ley de la Ciencia de 2011.

[14] Fehling, «Wissenschaftsfreiheit…», p. 120.

[15] Trute, Die Forschung..., pp. 281, 290.

[16] Sobre esto, vid. José Manuel Díaz Lema, «¿Tienen derechos fundamentales las personas jurí-dico-públicas?», Revista de Administración Pública, n.º 120 (1989), en especial, pp. 124-125.

[17] Trute, Die Forschung..., p. 373.

[18] Fehling, «Wissenschaftsfreiheit…», p. 30.

[19] La idea encuentra claro reflejo en la regulación de la Ley de la Ciencia de 2011. Por ejemplo, las decisiones estatales sobre asignación de recursos públicos en el sistema español de Ciencia y Tecnología e Innovación han de realizarse «sobre la base de una evaluación científica y/o técnica» (art. 5.1); en lo que la ley llama «Gobernanza» de ese sistema español se presentan como órganos con funciones complementarias un Consejo de Política Científica, Tecnológica y de Innovación (órgano integrado por cargos políticos del Estado y de las comunidades autónomas; art. 8) y un Consejo Asesor de Ciencia, Tecnología e Innovación (órgano mayoritariamente compuesto por representantes de la comunidad científica; art. 9); la Estrategia Española de Ciencia y Tecnología es aprobada por el Gobierno (art. 6.2), como lo es el Plan Estatal de Investigación Científica y Técnica (art. 42.2), pero, evidentemente, esos documentos solo pueden elaborarse con la inter-vención del Consejo Asesor [art. 9.2 a) y b)].

[20] Trute, Die Forschung..., pp. 193-196.

[21] Así, Eberhard Schmidt-Aßmann, Das allgemeine Verwaltungsrecht als Ordnungsidee. Grundlagen und Aufgaben der verwaltungsrechtlichen Systembildung, 1.ª ed., Heidelberg, 1998, pp. 125 y ss.; Trute, Die Forschung..., p. 5, passim.

[22] Coincido con la opinión a este respecto de Araceli Mangas Martín, «La evaluación de la in-vestigación jurídica en España», El Cronista del Estado Social y Democrático de Derecho, n.º 23 (2011), pp. 61-62, que también informa de los aspectos menos positivos.

[23] Real Decreto 1086/1989, de 28 de agosto, sobre retribuciones del profesorado universitario; modificado posteriormente en varias ocasiones.

[24] Orden de 2 de diciembre de 1994, por la que se establece el procedimiento para la evaluación de la actividad investigadora en desarrollo del real decreto citado en la nota anterior. También esta orden se ha modificado en diversas ocasiones.

[25] Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre, por la que se aprueba el Reglamento de Funcionamiento Interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora.

[26] Para la última convocatoria, cuando se escriben estas líneas, Resolución de 23 de noviembre de 2011, de la Presidencia de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora, por la que se establecen los criterios específicos de cada uno de los campos de evaluación; y Resolu-ción de 30 de noviembre de 2011, de la Secretaría General de Universidades, por la que se fija el procedimiento y plazo de presentación de solicitudes de evaluación de la actividad investigadora a la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora.

[27] El art. 32 LOU regula la ANECA, pero la CNEAI no recibe mención expresa alguna, sino que parece que ha de subsumirse en la referencia genérica que el art. 31.3 LOU, al regular la evalua-ción y acreditación como procedimientos al servicio de la garantía de la calidad, hace a «otras agencias de evaluación del Estado».

[28] Así, arts. 31.2 b) (evaluación de la actividad investigadora como procedimiento al servicio de la garantía de la calidad), 40.3 (la actividad investigadora podrá ser evaluada para determinar la eficiencia del investigador en su actividad profesional) y 69 [retribuciones adicionales del perso-nal investigador universitario por méritos valorados por la ANECA (¿?)].

[29] Así, arts. 22 (evaluación de la actividad investigadora del personal investigador contratado) y 25.5 (sexenios del personal investigador al servicio de los Organismos Públicos de Investigación de la Administración General del Estado).

[30] Hace la comparación A. Mangas, «La evaluación…», p. 61.

[31] No se comprende, por eso, que se estableciera que el procedimiento de evaluación se «enten-derá iniciado de oficio (¡!) a todos los efectos» (art. 7.7 del Anexo de la Resolución de 25 de novi-embre de 2010, de la Secretaría General de Universidades, por la que se fija el procedimiento y plazo de presentación de solicitudes de evaluación de la actividad investigadora a la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora). Quizá se trataba de evitar que se pudiera desistir de la solicitud de evaluación (art. 90.1 LRJPAC) una vez que se hiciera público el nombra-miento de los miembros de los comités asesores de la CNEAI, lo que suele suceder durante el mes de enero siguiente a la expiración del plazo de presentación de las solicitudes de cada convocato-ria. La absurda norma ha desaparecido en la regulación de la convocatoria de 2011.

[32] Sobre la valoración de los sexenios en los procedimientos de acreditación, muy crítica, A. Mangas, «La evaluación…», pp. 62-63.

[33] Art. 6 del Real Decreto 1312/2007, de 5 de octubre, regulador del procedimiento de acredita-ción.

[34] Art. 9.2 del Reglamento de Funcionamiento Interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[35] Fehling, «Wissenschaftsfreiheit…», p. 20; Mager, «Freiheit...», marginal n.º 13; Trute, Die Forschung..., p. 97.

[36] Véase el Apéndice 1 [«criterios para que un medio de difusión de la investigación (revista, libro, congreso) sea reconocido como de mínimo impacto (sic) para lo publicado en el mismo»] de la Resolución de 25 de octubre de 2005, de la Presidencia de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora, por la que se establecen los criterios específicos en cada uno de los campos de evaluación. Lo relevante de esta resolución era que, por primera vez, se intentaba «desarrollar los criterios de objetivación formal indicativos de la calidad de la investigación que se han ido consolidando en el proceso evaluador» (preámbulo). Puede comprobarse que la mayor parte de los criterios objetivos son solo aplicables a las revistas, no a las editoriales.

[37] El adjetivo debe entenderse (por ejemplo, en los criterios fijados para el campo 9 en la citada resolución del 2005) como independencia con respecto al autor y a su entorno académico. Aun-que se entiende lo que hay implícito en la regla, no está muy claro cómo y con qué fiabilidad puede valorarse esa independencia.

[38] Que el trabajo aportado se haya publicado «por la misma institución en la que trabaja el investi-gador» ha sido durante años negativo para la valoración del trabajo. Véase, por ejemplo, el criterio 3 del campo 9 de la Resolución de 25 de octubre de 2005, de la Presidencia de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora, por la que se establecen los criterios específicos en cada uno de los campos de evaluación. En la Resolución de la convocatoria de 2011 ya no se dice nada de eso.

[39] Los entrecomillados remiten a la opinión de A. Mangas, «La evaluación…», pp. 63-64.

[40] En sentido semejante, Trute, Die Forschung..., pp. 90-91.

[41] Vid. arts. 3.2 de la Orden de 2 de diciembre de 1994, por la que se establece el procedimiento para la evaluación de la actividad investigadora; y 9 y 10 del Reglamento de Funcionamiento In-terno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[42] Como prevén, aunque sin disponer ese carácter imperativo, los arts. 3.2, párrafo 3, de la Orden de 2 de diciembre de 1994, por la que se establece el procedimiento para la evaluación de la activi-dad investigadora; y 12 del Reglamento de Funcionamiento Interno de la Comisión Nacional Eva-luadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[43] Art. 11.3 del Reglamento de Funcionamiento Interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[44] Art. 3.3 de la Orden de 2 de diciembre de 1994, por la que se establece el procedimiento para la evaluación de la actividad investigadora.

[45] Art. 12.3 del Reglamento de Funcionamiento Interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[46] Vid. arts. 3.3, párrafo 2, de la Orden de 2 de diciembre de 1994, por la que se establece el procedimiento para la evaluación de la actividad investigadora; y 15.3 del Reglamento de Funci-onamiento Interno de la Comisión Nacional Evaluadora de la Actividad Investigadora (aprobado por Orden ECI/3184/2005, de 6 de octubre).

[47] Esta es, también, una de las conclusiones de A. Mangas, pp. 66 y 71: «Nada puede sustituir la lectura directa del trabajo».

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