"La feliz experiencia" Instituciones y ciudadanía en Buenos Aires entre 1820 y 1826

AutorMarcelo Martínez Soler
CargoProfesor de Historia graduado en la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos Aires
I Prólogo

¿Es posible una república sin ciudadanos?

La respuesta a esta pregunta exige previamente definir qué se entiende por ciudadanía. En los sistemas políticos posrevolucionarios, la ciudadanía supone la proclamación del individuo como sujeto de derecho, esto es, el reconocimiento formal de la igualdad jurídica de las personas en materia civil y eventualmente en materia política.

Esta definición del individuo y de sus derechos, que a nuestros ojos modernos parece "natural", es en rigor extremadamente extraña en la historia de la civilización. Sólo la encontramos en aquellas sociedades que han pasado por la experiencia de la secularización del pensamiento. En efecto, la afirmación de que en la voluntad humana se encuentra la única fuente de soberanía legítima es el argumento al cual se acude para justificar la legitimidad de un orden político y social allí donde ya no se admiten argumentos sobrenaturales. Por lo tanto, esta concepción del hombre y de la sociedad casi nunca ha estado presente en la historia.

La idea moderna de ciudadanía es pues una novedad hija del pensamiento liberal y de las llamadas "revoluciones burguesas" que definieron a la sociedad política como la asociación contractual creada por la voluntad mayoritaria de individuos libres e iguales, concepto extraño a la tradición española de la cual las sociedades hispanoamericanas son herederas.

Pero el concepto de ciudadanía va más allá de las implicancias político-institucionales. En efecto, en las sociedades modernas la ciudadanía abarca también otros ámbitos fuera de las instituciones: para definirla no sólo se tienen en cuenta los sistemas electorales y la representación sino también otros aspectos de las relaciones sociales tales como el desarrollo de asociaciones no gubernamentales, políticas, económicas, culturales o educativas, la acción de la prensa libre, de las tertulias en clubes y cafés, de la formación de la opinión pública, en una palabra, todas aquellas acciones sociales que definen a la "sociedad civil" como un ámbito autónomo de las acciones individuales. La sociología moderna quiso llamar "espacio público" a este aspecto de la ciudadanía y postuló la improbabilidad de la vigencia de instituciones modernas y libres sin el sustento de un espacio público igualmente moderno y libre.

En efecto, la experiencia europea parecía delinear la secuencia lógica del advenimiento de la ciudadanía moderna: las instituciones representativas modernas serían la expresión de una sociedad civil autónoma, hija a su vez del desarrollo económico capitalista. La una no sería posible sin las otras dos que son a un tiempo su antecedente y causa. Así, un adecuado grado de desarrollo de la sociedad civil aparecía como un requisito previo para el buen éxito de las instituciones políticas libres.

De ser cierta esta hipótesis, era una mala noticia para las sociedades hispanoamericanas posrevolucionarias dada la indigencia cívica en que se habían desarrollado bajo el dominio español. Afortunadamente para los historiadores todas estas disquisiciones de la sociología moderna eran desconocidas por los actores políticos rioplatenses de la década de 1820. Ellos creían más sencillamente que la solución del problema político en el Río de la Plata pasaba por "crear las instituciones adecuadas". Las buenas leyes, decían, crearán buenos ciudadanos. Provistos de esta simple certidumbre se lanzaron a construir una república democrática sobre las ruinas del Antiguo Régimen.

Nosotros, que contemplamos el pasado con la ventaja de conocer los resultados finales podemos sentirnos tentados a menospreciar este punto de vista y atribuir al mismo la causa del fracaso de las experiencias democrático-republicanas posrevolucionarias.

Permitámonos poner a prueba esta afirmación y formulemos nuestra pregunta con mayor precisión: ¿es posible una república en una comunidad que carece de un espacio público definido por una sociedad civil autónoma?

La experiencia democrático-republicana ensayada en Buenos Aires entre 1820 y 1826 puede arrojar algunas respuestas interesantes.

II Republicanos a pesar de sí mismos

¿Por qué una república allí donde sólo se conocía la tradición monárquica? He aquí un primer punto a elucidar.

Sería un "error...", explicaba Rivadavia más tarde, suponer que había "...adoración por las formas republicanas en esos países" o que se ha caminado hacia ella por "elección". La República "ha resultado sin previa deliberación de la fuerza de las cosas". 1

En efecto, el 12 de febrero de 1820 el Cabildo de Buenos Aires informaba a sus pares del interior la disolución de las autoridades nacionales, que hasta entonces no habían disimulado sus preferencias monárquicas. Era el reconocimiento de una situación de hecho y la aceptación de una imposición. Triunfantes los caudillos López y Ramírez en Cepeda el 1º de febrero, exigieron el cese del Directorio y del Congreso como bases para un entendimiento. 2

Imposibilitadas de toda resistencia, las autoridades nacionales cedieron y con su desaparición caducaron todos los poderes emanados de ellas. De hecho, ya no representaban demasiada cosa, desde el momento en que las provincias del interior estaban en plena revolución aun antes de la jornada de Cepeda, pero no por celo republicano sino por resistir los afanes centralizadores de la capital. Así las cosas, el Cabildo, como única autoridad local legítima, asumió la representación de Buenos Aires. Siguiendo el procedimiento tradicional en esos casos se convocó a un Cabildo abierto el cual, por el voto exclusivo de los vecinos, dispuso la creación de una Junta integrada por doce representantes de la ciudad, la cual nombró a su vez a un gobernador con el encargo de deshacerse de la amenaza de los caudillos.

Los tratados de Pilar y Benegas y su inmediato incumplimiento, y aun más, las desavenencias entre los vencedores permitieron a los porteños dedicarse a las propias. Entre febrero y septiembre de 1820 se contaron en rápida sucesión los efímeros gobiernos de Sarratea, Balcarce, otra vez Sarratea, Ramos Mexía, Soler, el Cabildo, Alvear, Dorrego y por último Martín Rodríguez.

De esta manera tan poco recomendable nació Buenos Aires a su vida republicana como Estado independiente. No obstante, la llegada de Martín Rodríguez al poder concluyó con esta frenética anarquía. Respaldado por la Sala por cuyo voto fue electo y sólidamente apoyado por las tropas de campaña, Rodríguez presidió un gobierno estable y moderado bajo cuyo mandato se impulsó nuestra primera experiencia republicana sostenida en el sufragio universal.

Restablecida la paz externa y el orden interno, Buenos Aires pudo abocarse, en el marco reducido de su territorio, a desarrollar o más bien a superar el programa político que había pretendido impulsar en la desaparecida Unión antes de la crisis de 1820. En efecto, la mayoría de los políticos porteños de los años '20 eran los mismos que habían actuado bajo el régimen directorial. La particularidad del caso es que la mayoría también había manifestado a su turno preferencias monárquicas y se hubiera encontrado razonablemente a gusto bajo el cetro de un monarca constitucional limitado por un parlamento censitario.

Ahora bien, si era cierto que no había una especial adoración por la república, tampoco lo había por la monarquía.

En efecto, el ideal de la élite política porteña era la de un gobierno moderado e ilustrado. La cuestión de la forma de gobierno, si monárquica, republicana o mixta, era en el fondo secundaria. En rigor, si en tiempos del Directorio habían propugnado la monarquía era porque la consideraban el mejor medio para alcanzar tres fines: instaurar un gobierno limitado que conciliara el orden con la libertad, evitar la secesión de las provincias del antiguo virreinato que aun permanecían bajo la jurisdicción del gobierno central y obtener el reconocimiento de la independencia de parte de las potencias europeas y en definitiva de España.

En consecuencia, la monarquía que entre la sociedad tradicional del interior mediterráneo despertaba un auténtico entusiasmo, entre los porteños no era sino una mera opción justificada por las circunstancias.3

Pero producida la crisis de 1820, dos de esos fines habían perdido actualidad: ya no había provincias que conservar, desde que las ciudades principales se habían declarado independientes entre sí, ni había porqué temer una eventual expedición militar española, desde que el pronunciamiento liberal de Riego había dispersado el ejército de Cádiz al tiempo que habría la puerta para un entendimiento diplomático con el nuevo régimen español.

Ahora bien, reducida la jurisdicción de la élite porteña a nada más que el territorio de Buenos Aires, ese solo hecho desaconsejaba la coronación de un monarca como medio para establecer un gobierno limitado y estable. En efecto, la élite porteña formada por comerciantes, abogados y eventualmente militares distaba del carácter aristocrático de las oligarquías mediterráneas. Buenos Aires era, por así decirlo, una sociedad en la que el elemento burgués daba el tono. No conocía nobleza ni la tomaba en serio. En consecuencia, esta sociedad en la que la jerarquía social venía dada por el mérito parecía más a propósito para una república plutocrática que para una monarquía que aunque limitada no dejaría de sostenerse en el principio de la legitimidad tradicional. 4

Esto es así, tanto más si consideramos que, a diferencia de lo que entendemos actualmente, el término república era claramente disociado del concepto de democracia. En efecto, para el vocabulario político de la época, democracia era sinónimo de asambleas tumultuarias, de jacobinismo radical, de despotismo de la mayoría. Todo lo contrario de un sistema...

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