El Estatuto gallego de 1936

AutorFrancisco Caamaño Domínguez
Cargo del AutorSecretario de Estado de Relaciones con las Cortes. Catedrático de Derecho Constitucional. Universidad de Valencia
Páginas237-249

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En este capítulo haremos una breve reflexión acerca de un episodio de la historia de España que, de alguna manera, tiende a repetirse en cada período democrático. Alguna vez he dicho que hay un modo de ser de los españoles, al que luego me referiré, que nos sigue y persigue, y que se aprecia con claridad en los sucesos colectivos que rodearon a la Constitución del 31 y la II República.

Nuestra actualidad viene marcada por el proceso de reforma de la estructura territorial del Estado que estamos viviendo los españoles, siendo inevitable establecer cierto paralelismo entre la España de hoy y la de 1931. Juego de semejanzas -en qué se parecen y en qué se diferencian- que nos permite determinar qué hemos hecho bien, qué hemos hecho mal y qué errores hemos vuelto a cometer, pues, como hombres, tendemos a tropezar dos veces con la misma piedra.

El Estatuto gallego de 1936 fue el tercero que fue plebiscitado bajo la Constitución republicana del 31. Antes, sin embargo, quisiera hacer una breve advertencia pensando en otra Constitución. Siempre he creído que cuando la Constitución norteamericana en su prefacio decía aquello de que la búsqueda de la felicidad era uno de los elementos fundamentales de toda Constitución, era algo equivalente al «los españoles son justos y benéficos» del artículo 6 de la Constitución de Cádiz.

Pero, con el paso del tiempo, he ido apreciando que cada sociedad, cada democracia, tiene una forma, por así decir, de sentirse feliz en democracia, y que, por tanto, no todos nos sentimos de la misma manera felices en democracia. En el caso de España parte de esa sensación de bienestar democrático tiene que ver con lo que denominamos cuestión territorial o cuestión identitaria. Los españoles no somos democráticamente felices si nuestra organización política no contempla el reconocimiento de nuestras identidades. Y, de hecho, cada vez que en nuestra historia hemos tenido ocasión de vivir en libertad, automáticamente, lo primero que hemos puesto encima de la mesa -y así ocurrió en la II República antes de redactarse la Constitución- es proceder, de inmediato, a ese reconocimiento. Con la llegada de la libertad, de la misma manera que solicita237

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mos la excarcelación de los presos políticos y su amnistía, reivindicamos una estructura territorial del Estado en la que tenga cabida la diversidad de los pueblos que integran España. Libertad individual y autonomía política para ciertos territorios son pretensiones que jalonan siempre la vocación colectiva de vivir en democracia.

El caso de la Constitución del 78 no fue distinto. Recuerdo para los que no son de aquí o para los que sois más jóvenes, que el grito de guerra del año 1977 era «Libertad, Amnistía y Estatuto de Autonomía». Todo un manifiesto de «felicidad democrática» a la española.

La precisión viene a cuento, porque lejos de ver en las necesidades de reforma y adaptación de nuestra estructura territorial una situación traumática, de ruptura o derribo de lo ya construido, creo que ya es hora de que aprendamos a comprendernos y a entender que, como en otros Estados políticamente descentralizados, las tensiones entre la Federación y los Estados -en nuestro caso, entre el Estado (órganos centrales) y las Comunidades Autónomas- son consecuencia del respirar de nuestra democracia y de nuestro modo de vivir y entender la libertad. Los debates identitarios y de redistribución del poder son tan naturales a nuestra democracia, como los que también se producen entre, por ejemplo, libertad y seguridad.

Así acontece en nuestro país y así ocurre, por lo demás, en otros países políticamente descentralizados, cuyas constituciones experimentan en este punto transformaciones y cambios casi permanentes.

Esta breve consideración me parecía obligada para mejor comprender lo acaecido en la España de 1931 y la secuencia de hechos que, en relación con el Estatuto gallego, quisiera relataros.

Comenzaré mi exposición por el final. Trataré la cuestión del Estatuto que plebiscitamos los gallegos el 28 de junio de 1936, de su proceso de elaboración y de sus contenidos. Pero antes quisiera hablar de su último aliento, que tuvo lugar el 25 de noviembre de 1944 en la ciudad de Montevideo, cuando un grupo de diputados gallegos en el exilio -entre ellos Castelao, Villaverde, Ramón Suárez, Antón Alonso Ríos-, constituyeron el Consejo de Galicia.

En el acta fundacional de aquella reunión se hace constar expresamente que ese Consejo, a diferencia del que habían constituido los parlamentarios de Euskadi o de Cataluña, no era, ni mucho menos, un gobierno en el exilio. No. El Consejo no es ni quiere ser un Gobierno gallego en el exilio. Antes bien, el Consejo de Montevideo se constituyó para custodiar la voluntad del pueblo gallego expresada en el plebiscito de 1936.

Estamos ante una manifestación cargada de lirismo (los «custodios de la voluntad del pueblo gallego») que, además, responde rigurosamente a un deber de profunda lealtad al ordenamiento jurídico constitucional, porque, aunque plebiscitado, el Estatuto nunca fue formalmente aprobado.

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Veamos, pues, cuál fue su historia después de ese plebiscito. El 28 de junio de 1936, como después veremos con mayor detalle, los gallegos aprueban en plebiscito su propuesta de Estatuto de Autonomía. El 15 de julio, una comisión que se crea al efecto, la llamada Comisión Central de Autonomía, entrega este documento al presidente de las Cortes Generales, entonces Diego Martínez Barrio, y el 17 del mismo mes es recibida por el Presidente de la República, Manuel Azaña, que tiene constancia formal de la entrega que se le deposita. Pero las Cortes de la República, ya dividido el país -y aquí se aprecia cierto paralelismo con el de Euskadi- en dos fronteras, difícilmente tenía tiempo para ocuparse, en el seno de una comisión, para sacar adelante el texto estatutario gallego ante la evidencia de otras prioridades políticas y de gobierno.

Con todo, en la reunión celebrada en el Monasterio de Montserrat el 30 de septiembre de 1937, cuando se sabe perdida la guerra, se acuerda reactivar la tramitación del Estatuto ante la insistencia de la Comisión promotora. Y, en las Cortes Republicanas celebradas en México el 9 de noviembre del 45, a instancias precisamente del Consejo de Montevideo, se aprueba una resolución en la que se señala que el proyecto de Estatuto será debatido una vez que la República vuelva y esas Cortes vuelvan a estar en España.

Me queda hacer referencia a un último guiño, a saber: el que hace la Constitución de 1978 (por cierto, algo de devolution hay en ese gesto), en su disposición transitoria, cuando reconoce un régimen especial para aquellas Comunidades Autónomas que hubiesen plebiscitado afirmativamente un Estatuto de Autonomía.

Éste es el fin de la historia. Pero yo quisiera ir al principio. ¿Por qué han ocurrido todas estas cosas , ¿por qué los gallegos han llegado a plebiscitar un estatuto ; ¿cuál ha sido la evolución política, en este caso, de las estructuras y de las fuerzas políticas de Galicia en relación con las que actuaban a nivel del Estado en toda esta evolución

Pero como decía, me interesa ir al principio. Ahora bien, voy a retroceder, como les gusta a algunos nacionalistas, al origen de los tiempos. Hay un libro maravillosos que fue hecho por Ramón Marcote, un gallego maestro de escuela exiliado en Cuba, a principios de los años 20 y titulado «Historia de Galicia», que es como un viejo libro de catequesis, como el que yo estudié en el colegio, lleno de sucesivas preguntas y sucintas respuestas. Este libro comienza nada menos que con la pregunta «¿Quién fue el primer poblador de Galicia Por si interesa la respuesta fue, según el autor, un tal Brigo, hijo de Tubal, nieto de Jafé, biznieto de Noé, superviviente del diluvio universal.

Obviamente no me voy a remontar al origen de los tiempos y hacer un ejercicio, en mi opinión verdaderamente ridículo, para explicar cosas que son básicamente procesos políticos y no insertos en la naturaleza de las cosas.

Ese proceso político, de construcción identitaria, se produce en Galicia y en otras partes de Europa, básicamente, en el siglo...

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