Bioética de los principios

AutorJuan José Pérez-Soba Díez del Corral
CargoFacultad de Teología «San Dámaso» biblioteca@fsandamaso.es
Páginas44-55

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1. Introducción

Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo

. La afirmación de Arquímedes que formula a modo de un auténtico desafío cósmico, no es sino expresión de lo revolucionario que es para el hombre el descubrimiento de un principio. La importancia de la frase es la universalización de una experiencia particular de tal forma que se la comprende como una ley que afecta al cosmos en cuanto tal. La grandeza de esta atribución es precisamente la que le permite dar al sabio de Siracusa un paso más: la fuerza escondida en lo que ha descubierto no es la mera la intelección de una verdad a nivel universal, lo cual le capacita para prever y proyectar en el futuro muchas acciones regidas por dicho principio, es sobre todo, el inmenso potencial transformador que dicho principio contiene y que queda en sus manos usar. En este sentido, la ley de la palanca tiene un verdadero valor paradigmático: por medio de un instrumento el hombre es capaz de multiplicar indefinidamente su propia fuerza y puede imaginar cómo posible en la realidad su maximización, de forma que sea capaz de vencer cualquier obstáculo. Una pretensión hasta ahora inusitada se hace realidad por medio de un principio, además, asequible, fácil de aplicar, que está en las manos de cualquiera. El hombre entrevé por vez primera que en sus manos está la posibilidad de cambiar el mundo, lo cual depende simplemente de la mejor aplicación de un principio mediante la mejora progresiva de los instrumentos empleados.

Podemos comprender entonces la exclamación de Arquímedes como precursora de la mentalidad técnica contemporánea y que se ha consagrado en la conocida frase de Francis Bacon que, para muchos, ha de regir el saber técnico: «saber es poder». Cualquier conocimiento aparece como un poder formidable que supera al cognoscente y que pide ser llevado a cabo.

Es una transformación radical del sentido clásico de apxí en cuya búsqueda se centró la aparición de la filosofía. Los primeros pensadores griegos tuvieron la osadía de buscar ese apxí como Xóyoc interior que iluminaba la intelección del cosmos con una actitud fundamentalmente especulativa, de reflejo intelectual de la realidad. Se trataba de un apxí por el que el hombre se elevaba hasta encontrar las razones que mueven el mundo, pero nunca pensaron en un apxí que el hombre pudiera dominar para su provecho, un principio que le permitiera transformar el mundo. Es más, esa consideración les parecía claramente deleznable. El apxí verdadero es el motor del mundo, por eso nunca puede estar en el dominio humano. El principio técnico que el sabio de Siracusa nos revela, no nos ayuda a conocer el misterio del mundo; por eso, se comprende con facilidad que habrá que sospechar de lo falaz de su pretensión de cambiar un mundo que le permanece en su esencia desconocido. No será sino un modo más de dejarse llevar por una imaginación encendida en un deseo, sin un conocimiento cierto de lo que obra.

La irrupción de la racionalidad de la técnica con sus propios principios se Page 45 propone como una prueba de la capacidad inmensa de transformación que tiene el conocimiento y que, entonces, abre al hombre a capacidades nuevas que le permiten ser «constructor» de un mundo nuevo1. Es cierto que en el caso de Arquímedes la condición que requiere, el punto de apoyo, es imposible, pues debería estar fuera del mundo. Pero, tal vez precisamente por ello, parece que invita a la búsqueda de ese punto privilegiado en el que el hombre pueda apoyarse para hacer «su» mundo.

2. La exigencia ética de la vida ante el impacto de la técnica

La bioética, la disciplina que nos ocupa en nuestro Congreso, nace precisamente por el impacto de las nuevas técnicas en la práctica médica y la necesidad de responder a los desafíos que provoca2. Es decir, en ella se da una conciencia de la imposibilidad que tiene el hombre de asumir todas las implicaciones del principio técnico «saber es poder». La técnica es una amenaza cuando está regida solo por ella misma y ofrece actualmente un poder tan grande, tan tentador, que puede imponerse al hombre y destruirlo. La pregunta es así por la aparición de otro principio que no es técnico: «¿qué es lo que se sabe, pero no se debe hacer?»

Es cierto que la formulación de la pregunta no tiene ninguna respuesta técnica. Por eso exige acudir a un principio diferente que no sea de este orden. Posiblemente, ha sido Platón el que propuso el principio más claro al respecto, que pone en boca de Sócrates al menos un siglo antes de la advertencia de Arquímedes: «Es mejor padecer una injusticia que cometerla»3. La novedad de la afirmación es que aparece un sentido preciso de «bien» dentro de un juicio que no es de hecho, sino de valor, caracterizado por el «es mejor». De aquí, aparece igualmente una nueva cuestión «¿por qué hacer lo mejor?», que la técnica simplemente abierta al uso de posibilidades es incapaz de responder. Es aquí donde la cuestión ética puede formularse también en principios que no son del conocimiento de una cosa (especulativos), ni de transformación del mundo (técnicos), sino directivos de «acciones justas» y no simplemente de Page 46 resultados. O mejor, lo esencial del juicio de valor es «que convierte al hombre justo», un fin en sí mismo, y no solo unos sucesos que acontecen en el mundo, esto es, si construye un mundo mejor.

Esta diferencia esencial, que se manifiesta con el juicio de ser «mejor», formulado de modo absoluto, nos revela un bien del todo singular: el «bien moral». La irreductibilidad de este bien al mero bien físico es manifiesto, porque la valoración se centra en el quicio que diferencia el «cometer» (actuar intencionalmente) y el «padecer» (entendido aquí como resistir en el bien), pues la injusticia (lo que ocurre en el mundo) es la misma. Es decir, es un bien que no se puede definir por lo que sucede exteriormente, sino por el modo como el hombre construye su acción. Su especificidad no es meramente teórica, tiene un correlato práctico admirable: el modo como Sócrates afronta su propia muerte4. La aceptación que realiza el filósofo de su condena injusta es el testimonio claro de esa bondad de «padecer una injusticia» hasta el extremo de ofrecer su vida. Existe un bien singular, el bien moral, por el que vale la pena entregar la vida.

Por eso mismo, en cualquier acción que afecte la vida física (ptoc), tiene que abrirse a un sentido de vivir (Ccoí)) descubierto en la diferencia en la que emerge el sentido moral según recuerda el aforismo de Juvenal: «Considera el mayor crimen preferir la supervivencia al pudor y, por amor de la vida, perder el sentido de vivir»5. Esta frase con la cual Kant acaba la Crítica de la razón práctica6, es del todo fundamental para comprender qué significa para el hombre «vivir»7. La razón de vivir es mayor que la propia vida, y es allí donde el hombre descubre la luz moral para guiar la propia existencia. En verdad, para el hombre vivir es descubrir un sentido, algo, por consiguiente irreductible a una serie de «cualidades», que se pudieran medir según el concepto de «calidad de vida».

Tal sentido, se descubre, como el cuidadoso análisis de Maurice Blondel nos lo muestra8, por el valor de los deseos en la medida en que son motores de nuestras acciones. Es decir, es incomprensible hablar incluso de «acción» sin hablar del sentido contenido en las intenciones. La experiencia moral nos conduce a la determinación de unos principios específicos, diversos de los especulativos, pues son directivos de la acción, y distintos de los técnicos, ya que tienen como fin el hacer crecer al hombre en cuanto persona y no construir un «mundo mejor». Page 47

3. El intento de respuesta en unos principios

Esta reflexión que parte del modo como el hombre se descubre viviente y su cuerpo como fuente de significados9, es en cambio, la que, a mi parecer, ha sido abandonada por la bioética, denominada de los principios (principialismo)10. Nuestro análisis conduce a afirmar que ha dejado de lado los principios verdaderamente éticos y se ha volcado en un modo de razonar fundamentalmente técnico. No le interesa buscar el sentido de lo que hace y cómo en él se revela el valor moral de la vida humana, sino de encontrar principios en vista de una fácil aplicación para conseguir maximizar unos resultados de una forma plausible.

Creo que la razón de ello es doble, y en ambos casos de una clara primacía de una racionalidad técnica sobre la ética:

La primera razón proviene del hecho de que esta bioética, nace de un ámbito juridicista, que se dirige a determinar responsabilidades civiles en cuestiones éticas, por lo que se busca un método sencillo de llegar a acuerdos y determinar procedimientos objetivos que luego se puedan aplicar a cada caso11. Con esta pretensión queda claro que se debía formular «principios» de contenido muy simple, sin requerir una intelección profunda, y que permiten por eso un sencillo manejo en los comités de ética. En este sentido, se privilegia la determinación de resultados y la formulación de procedimientos consensuados que sirvan de una especie de «escudo técnico» ante cualquier tipo de reclamación.

La segunda razón, no menos importante, es la de procurar un sistema ético que esté al servicio del crecimiento de los intereses científicos, en su vertiente técnica. Esto es, que se sirva de una racionalidad subordinada al modo técnico de la praxis, que se mueva en su campo de posibilidades prácticas al uso electivo del hombre. Se quiere una ética que no cierre caminos que permita siempre experimentar ese «poder» contenido en el «saber» de la técnica. Es decir, tomar una racionalidad fundada en tales «principios» conlleva de por sí, esa apertura en...

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