La reforma laboral de 2010 y la evolución del derecho del trabajo: otra vuelta de tuerca

AutorJuan López Gandía
CargoCatedrático de Derecho del Trabajo. Universidad Politécnica de Valencia
Páginas243-254

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El proceso de reforma laboral de 2010 se ha producido en una situación de plena crisis económica derivada de la crisis financiera y de sus efectos sobre la economía real. La reforma laboral, aunque forma parte del paquete de medidas de economía sostenible, no se lleva a cabo porque la legislación laboral sea responsable de la misma. Sin embargo, aparece de todos modos condicionada por ella. No es una reforma para salir de la crisis pues solo se sale de ella si se recuperan la actividad económica y las tasas de crecimiento y para ello es necesario el acceso al crédito, la recuperación de la demanda y de las exportaciones y no tanto la modificación del marco normativo laboral. Es una reforma, sin embargo, que podría acompañar a la salida de la crisis de manera que en el futuro no fueran necesarias tasas de crecimiento tan altas para crear empleo. Y sobre todo es una reforma consecuencia de la crisis. Y no sólo de la crisis económica. En primer lugar, porque formaría parte junto con otras reformas estructurales de las exigencias de los organismos internacionales para modernizar el funcionamiento del mercado de trabajo y de la protección social. Y en los tiempos que corren, dada la internacionalización de la economía, la presión del propio capitalismo financiero que ha causado la crisis, y el apogeo del pensamiento económico neoliberal, sus palabras son órdenes, con la consiguiente pérdida de soberanía de los Estados. En segundo lugar, la reforma laboral es un paso más dentro de la propia evolución de las reformas del mercado de trabajo que arrancan de la crisis económica anterior, la de 1993–1994. Se mueve dentro de las mismas coordenadas que las anteriores, pese a que éstas hubieran sido objeto de pacto entre los interlocutores sociales y la actual no. Es una muestra más de la crisis del Derecho del Trabajo desde que éste se ha sometido a las exigencias del empleo, desde que se ha convertido en una simple variable de la política empresarial. El Derecho del Trabajo ya no debería tutelar intereses o valores en sí mismos considerados, que serían aspectos propios del “antiguo régimen”, de la época del Welfare State, sino que debe someterse a los dictados de los economistas, del pensamiento que pone por

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encima incluso de la Constitución, los valores del libre mercado. Está siendo objeto de juicio permanente por parte de este enfoque que, sin tener en cuenta que el mercado está construido jurídicamente, con sus garantías y contrapoderes, con sus condicionamientos procedimentales y con las tutelas exigidas por la propia Constitución, lo juzga simplemente como ineficiente y lo ve como un simple obstáculo al libre desarrollo del sistema productivo. Se produce por consiguiente con ocasión de cada reforma laboral, y quizás en este más que en ninguna de las anteriores, un claro desencuentro entre la forma de abordar el Derecho del Trabajo por el discurso jurídico, con mayor o menor inspiración constitucional, defensora de los valores del trabajo como tales, y el discurso de los economistas que han inspirado esta reforma. El llamado manifiesto de los 100 se ha acabado imponiendo mediática y sobre todo políticamente al manifiesto de los 500. La formulación del contrato único era el ejemplo emblemático, no ya por lo que tenía de pensamiento único, sino por hablar un lenguaje completamente ajeno o, al menos, lejano al discurso jurídico–institucional. Y lo peor de todo es que estos planteamientos aplicados al mercado de trabajo como a las pensiones se presentan ya como las únicas y necesarias soluciones, las derivadas del pensamiento económico dominante, y además como opciones meramente científicas o “técnicas”, es decir, por encima de la ideología y de la política. Y como tales han sido asumidas por el gobierno que ha impulsado la reforma laboral. La ideología neoliberal es todavía más peligrosa cuando se reviste de tecnocracia, cuando aparece bajo el disfraz de Informes, Libros de todos los colores, que deben tenerse en cuenta para toda clase de reformas laborales por encima incluso del debate parlamentario. Y sus autores, si no se siguen sus informes, como vigilantes desde una atalaya, o un observatorio, lanzan una fatwua de la que pueden derivarse graves consecuencias, terribles males, dada su vinculación con los intermediarios financieros que “desinteresadamente” califican la situación del país en cuestión (las llamadas agencias de calificación).

La reforma laboral no ha adoptado formalmente algunas de las “propuestas” del manifiesto de los 100, pero si ha asumido su diagnóstico y las medidas a adoptar para curar al enfermo. Y se viene así a constatar que éste padece desde hace muchos años algunas enfermedades crónicas, pero que ahora parece necesario abordar con un tratamiento de caballo. Uno de esos males es la ineficiencia del sistema de contratación y del despido en España. El exceso de contratación temporal se toma como un dato meramente estadístico, sin distinguir empleo privado y Administraciones Públicas, sin tener en cuenta el modelo productivo español, cuyo crecimiento en estos últimos años se ha basado en la construcción (ladrillo y más ladrillo), en los sectores que giran en torno a la misma y en los servicios. En lugar de tomar en consideración esos factores, lo que parecería elemental para un estudiante de economía, al menos para los de antes, retoman el clásico discurso, ya generado desde la reforma de 1984, de que el abuso de la contratación temporal se debería a los costes y rigideces para poder despedir. Es decir, se continúa con el falso debate del intercambio de flexibilidad de entrada a causa de la inflexibilidad de salida. Incluso los más benévolos o menos convencidos de esa tesis, no la abandonan del todo, sino que hablan de que la “costumbre de la temporalidad”, es decir, de los viejos vicios

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o malas prácticas, como ahora se llaman, habrían arraigado en nuestra forma atávica de gestionar las relaciones laborales por culpa de la reforma laboral de 1984. Esa lucha contra este vicio español se habría iniciado con las reformas de los 90 eliminando algunas categorías contractuales, que a veces se echan de menos por un empresario acostumbrado a los enormes poderes que le otorga la contratación temporal, como los contratos temporales de fomento del empleo, de lanzamiento de nueva actividad, o los contratos–basura de inserción, que a veces se intentan resucitar por las organizaciones empresariales como fórmula para la inserción de los jóvenes en el mercado laboral. Trabajar más y cobrar menos, es el lema.

Siendo así que la causa de los males estaría en los costes y procedimientos del despido cada avance –más bien tímido– en la lucha contra la precariedad y el abuso de la contratación temporal, facilitado por la configuración de los contratos de obra o servicio y de eventualidad llevada a cabo por reforma laboral de 1994, se compensa con una intervención en los costes del despido. Y esta sería una constante en las reformas pactadas de 1997 (contrato de fomento de la contratación indefinida), en la de 2002 (supresión de los salarios de tramitación) y en la de 2006 (despido “exprés” también en los despidos objetivos). La cuestión de los costes del despido y su relación con el dualismo del mercado de trabajo ha pesado gravemente en la reforma laboral de 2010. Pero se ha dado un paso más en el diagnóstico y se parte de que los costes de despido son altos además porque se utilizan inadecuadamente las distintas vías que el ordenamiento ofrece para que las empresas ajusten su personal a las diversas y cambiantes circunstancias económicas. Y entonces se constata que lo que es simplemente un mero ejercicio de poder (o violencia) empresarial, una afirmación de quien tiene la propiedad de los medios de producción y decide libremente sobre los mismos, en afirmación clara, rotunda e incluso obscena de una determinada forma unilateral de exhibir la libertad de empresa, se traduce ahora en ineficiencia por su coste. Las empresas recurren al despido caro, pero porque se lleva a cabo sin control, ni judicial ni sindical, sin necesidad de tramitación alguna, no porque no haya otras vías, sino porque no están ya dispuestas, tal como se les ha “educado” durante tantos años por el hábito del despido automático y fácil por la finalización de los contratos temporales, a someterse a un control judicial que determine si se dan causas económicas, técnicas, organizativas y productivas, alegando “inseguridad jurídica”, lo que traducido al pensamiento liberal quiere decir extinción automática del contrato alegando tales causas y sin tener que demostrarlas ni justificarlas, se den o no se den. Ni tampoco quieren en muchos casos some-terse a un procedimiento de...

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