Totalitarismo y derechos humanos

AutorManuel Segura Ortega
Páginas93-127

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1. Introducción

Una visión de los derechos humanos en el siglo XX sería incompleta sin analizar los regímenes políticos que de una manera deliberada y conscientemente planificada se encargaron de suprimirlos. La historia de los dere-

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chos humanos es una historia con altibajos pero el proceso se ha caracterizado siempre por una lucha constante con avances y retrocesos puntuales. Probablemente podría decirse que el retroceso más significativo de los últimos 200 años está representado por la irrupción de los sistemas totalitarios. El totalitarismo2político se desarrolla plenamente en la primera mitad del siglo XX aunque algunos de sus antecedentes intelectuales se forjan a finales del XIX. Se trata de un fenómeno nuevo3con características especiales que se manifiesta en Europa a través de tres formas bien conocidas: fascismo, nacionalsocialismo y comunismo (estalinismo) soviético4. La implantación de estos regímenes constituyó uno de los episodios más negros de la reciente historia moderna cuyas terribles consecuencias de todo tipo son bien conocidas. Por lo que se refiere al asunto de los derechos humanos todos estos sistemas han representado su negación más absoluta. Pero no sólo negaron los derechos sino que, además, adoptaron siempre una postura beligerante que se tradujo en todas las ocasiones en muerte, terror y desolación. Por consiguiente, la conexión entre el totalitarismo –en sus diferentes manifestaciones– y los derechos humanos ha sido siempre de oposición, conflicto e in-

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compatibilidad absoluta. Teniendo en cuenta las características fundamentales del totalitarismo –a las que se aludirá inmediatamente– la idea moderna de los derechos humanos tenía que ser no sólo combatida y denostada sino que, también, debía quedar expulsada de estos sistemas políticos en la medida en que impedía la realización de sus fines.

A este empeño dedicaron sus esfuerzos la mayoría de los autores y doctrinas que, de uno u otro modo, apoyaban a los nuevos regímenes totalitarios. De hecho los derechos humanos reflejaban la encarnación del hombre egoísta que sólo defiende sus intereses particulares y que, por tanto, reniega del valor supremo de la comunidad. Además, no se puede olvidar que los derechos humanos –en su concepción tradicional– representaban un límite al ejercicio del poder político lo cual es inconcebible para el pensamiento totalitario cuya esencia consiste, precisamente, en la posibilidad de que el Estado –a través de la figura del caudillo correspondiente– pueda actuar sin ningún tipo de restricción. Esto significaba básicamente dos cosas: por un lado, que era necesario regenerar la vida política, moral, social, económica, etc., de acuerdo con la nueva mentalidad dominante y, por otro, que todos los elementos contrarios al nuevo sistema debían ser aniquilados. Por esta razón en la mayoría de los discursos de la época se ensalza la violencia, la guerra, el odio, la intolerancia y la destrucción como instrumentos necesarios y legítimos para la consecución de un mundo nuevo cuyo advenimiento requiere la supresión física de cualquier tipo de disidencia. En este sentido se ha dicho con razón que “los regímenes totalitarios no se limitaron a ejercer su poder sobre la vida suprimiéndola. No fue un enorme e inaudito abuso de poder lo que pisoteó los derechos de los individuos. El poder político logró transformarse en un dominio total y sutil a la vez, presentándose en primer lugar como garante de la seguridad, de la salud y de la prosperidad de todo un pueblo, y para que éste pudiera encarnarse en el ideal de Hiperhumanidad, era necesario eliminar una parte viva perjudicial y destructiva”5.

Desde el punto de vista de los orígenes del totalitarismo no puede afirmarse que la aparición de estos sistemas se debiera a una única causa. En realidad hay que hablar de un número considerable de circunstancias y condiciones que propiciaron el desarrollo y la consolidación de una nueva mentalidad que poco a poco se fue convirtiendo en dominante. Sin pretensiones

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de exhaustividad6podrían mencionarse un par de causas que están detrás del fenómeno totalitario. La primera de ellas fue la profunda crisis económica que se produjo después de la primera guerra mundial que determinó, entre otras cosas, un aumento de la gente desocupada. Las cifras de paro de la época –de manera singular, en Alemania7– eran verdaderamente alarmantes.

Precisamente esas masas desocupadas y descontentas constituían un caldo de cultivo propicio para la expansión de la mentalidad totalitaria. La segunda causa afecta al modelo de Estado de la época; en este sentido puede hablarse de una auténtica crisis constitucional que afectó a muchos Estados europeos y que puso en peligro las reglas básicas de organización política. Las críticas a la democracia liberal provienen de todos los frentes –la derecha y la izquierda– cuestionando los cimientos de un sistema que no había servido para solucionar los grandes problemas de la población. A todo ello habría que añadir la situación de inseguridad, violencia y constantes disturbios. Los enfrentamientos armados entre facciones ideológicamente contrapuestas eran frecuentes de modo que el aparato del Estado ni podía evitarlos ni tampoco podía garantizar de un modo pleno la paz social. En este ambiente de incertidumbre y desasosiego el mensaje totalitario puede introducirse con más facilidad y una buena parte de la población se muestra más receptiva ante la idea de cambio total y salvación que prometían las doctrinas totalitarias.

En este aspecto no se debe olvidar que el triunfo del totalitarismo fue una consecuencia de los apoyos y adhesiones de una parte significativa del pueblo. Arendt decía con razón que ni Hitler ni Stalin “habrían podido mantener su dominio sobre tan enormes poblaciones, sobrevivido a tan numerosas crisis interiores y exteriores, y desafiado a los numerosos peligros de las implacables luchas partidistas, de no haber contado con la confianza de las masas”8. Desde la perspectiva actual resulta difícil comprender cuáles

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pudieron ser los mecanismos psicológicos que funcionaron en mucha gente para legitimar los regímenes totalitarios sobre todo teniendo en cuenta un dato importante que a veces es pasado por alto, a saber, que las ideas, fines y métodos propuestos por estas doctrinas nunca fueron ocultados o disfrazados a través de lo que hoy llamaríamos un lenguaje políticamente correcto. Más bien, sucedió lo contrario, de modo que las consignas incendiarias claramente antidemocráticas y racistas contenidas en escritos y discursos constituían una incitación a la acción violenta desprovista de cualquier tipo de limitación.

En definitiva, se proclamaba la muerte de la razón y se exaltaba el triunfo de las más bajas pasiones. Que todo ello fuera asumido por un considerable número de personas nos da pistas acerca del por qué estos sistemas triunfaron y pudieron mantenerse durante muchos años. Es cierto que el poder era ejercido arbitrariamente por la persona que estaba al frente del Estado y también lo es que sus actos no estaban sometidos a ningún tipo de control. Pero al margen de la responsabilidad personal de los tiranos no es concebible que estos sistemas pudieran haber subsistido sin una cierta complicidad –directa o indirecta– de un sector importante de la población y, por tanto no sería descabellado hablar de una cierta responsabilidad colectiva. Se trató de una responsabilidad colectiva que por acción u omisión permitió y fomentó la comisión de innumerables atrocidades que a, a pesar del tiempo transcurrido, siguen estando presentes en nuestras mentes. A continuación, trataremos de señalar los rasgos característicos de los regímenes totalitarios fijándonos preferentemente en todos aquellos elementos que siendo comunes son compartidos en lo fundamental cualquiera que sea la versión totalitaria de la que se trate.

2. Caracteres generales del totalitarismo

La primera cuestión que se plantea al abordar una caracterización general de los totalitarismos es la de si todos ellos coinciden en los aspectos sustanciales o si, por el contrario, cada modalidad presenta elementos propios y diferenciales. En principio cuando se habla de fascismo y comunismo parece que nos encontramos ante ideologías diametralmente opuestas que nada tienen que ver entre sí e, incluso, ante ideologías que se combaten mutuamente. Esta impresión puede verse corroborada por las declaraciones de uno y otro bando: el fascismo y el nacionalsocialismo se presentaban como un freno al

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peligro comunista mientras que el comunismo hacía del antifascismo uno de los ejes principales de su doctrina. Sin embargo, y aun reconociendo que hay diferencias –nadie, por otra parte, las ha negado jamás– los puntos de contacto y las similitudes son más numerosas de lo que a primera vista pudiera parecer. En cualquier caso, los juicios acerca del fascismo y del comunismo, al menos durante un período determinado de tiempo, no han sido totalmente equilibrados y, desde luego, la ventaja siempre fue para el comunismo en el sentido de que, desde un punto de vista ético, era una doctrina más elevada y aceptable frente al irracionalismo destructivo del fascismo.

Por eso no es de extrañar que durante bastantes años en el seno de una cierta izquierda se procurara evitar por todos los medios una equiparación del fascismo con el comunismo de modo que ambos eran presentados como regímenes completamente distintos. De todos modos también había razones más que suficientes para proceder a una cierta equiparación entre el régimen nacionalsocialista y el comunismo estalinista. En este sentido se ha dicho que “el genocidio del pueblo judío por los nazis y el aniquilamiento de...

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