Victoria, Guapa De Abarán

AutorMaría Victoria Molina Gómez
Páginas173-186

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El pasado día 8 de julio de 2016, tuve el honor de presentar una ponencia en la Escuela de Verano de la Universidad Complutense de Madrid en la que narré mis experiencias como mujer rural, como mujer que nació en un pueblo pequeño, donde el patriarcado estaba y está muy enraizado. Lo que voy a exponer a continuación es la historia de mi vida, mi lucha y mis dificultades para que me consideraran una más, una trabajadora más, una persona más. No es una historia única, seguro que hay muchas mujeres con historias parecidas o incluso más difíciles, pero esta es la mía, la de la hija de la Guapa de Abarán, como llaman a mi familia.

El día de la ponencia, fui la voz de tantas mujeres que, al igual que yo, viven en este entorno lleno de dificultades para desarrollarse como personas. Mujeres que tienen que luchar para hacerse un hueco en una sociedad que es especialmente machista y que, a estas alturas en el siglo XXI, siguen siendo consideradas como seres inferiores, sin derecho a tener sueños o ambiciones en su trabajo. Mujeres que, para ser consideradas personas “de bien”, tienen que dedicarse a sus labores propias, mujeres que tienen vidas muy diferentes a las de las grandes ciudades, aunque no quiere decir que las mujeres de ciudad no afronten dificultades o no se enfrenten a una sociedad

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machista que pone por delante al hombre, al que se le exige menos que a ellas.

Nací un día 6 de octubre de 1962. Mi nacimiento fue un poco tormentoso o traumático, como quieran llamarlo. En aquellos tiempos, en los pueblos, las mujeres parían en sus casas, sin más atención que la de una señora que asistía el parto (partera). Era la primera hija que tenía mi madre y ella estaba llena de miedos, ya que tardé un poco en nacer –en realidad, bastante–. Finalmente, según me contaron, nací sin respirar e hicieron lo imposible para que reaccionara, sin éxito. Cuando la situación se complicó, no tuvieron más remedio que llamar al médico, que lo único que hizo fue certificar mi muerte: ya solo cabía llamar al cura para que me bautizara (algo muy importante en la época). Me vistieron con el mejor faldón que tenían preparado, para que fuese un bebé precioso y fuese al cielo con mis mejores galas. Evidentemente, no estaba muerta y nadie podía imaginarse en ese momento la lucha por la igualdad que llevaría a cabo a lo largo de mi vida.

Después de un buen rato, no puedo determinar cuánto, comenzó a sonar el llanto de una niña que a lo primero que tuvo que enfrentarse fue a su nombre. ¿Cómo me iba a llamar? Normalmente, el/la primer nieto/a se llamaba como los/ as abuelos/as, así que a mí me tocaba llamarme Piedad o Mª Jesús. Sin embargo, mi madre, con gran coraje y consciente de haberme traído al mundo, dijo que me llamaría Victoria, por la batalla que le había ganado a la muerte.

Victoria es mi nombre y creo que no podría ser más acertado. Es un nombre con fuerza y valentía. Un nombre muy importante en mi vida, que en momentos de dificultad me ha hecho acordarme de porqué me lo puso mi madre, dándome la fuerza que necesitaba para seguir adelante.

Pertenezco a una familia normal, una familia como en aquellos momentos había en muchos pueblos de España. Mi abuelo era albañil, tenía un burro y con él durante la posguerra se iba

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a los pueblos colindantes a hacer trueque con lo que recogía de un pequeño huerto que tenía. Mi abuela trabajaba en lo que actualmente se llama “manipulador de alimentos”, es decir, fábricas donde llega la fruta que se recolecta en el campo y en la que se prepara para su exportación. Mi madre trabajaba con mi abuela y mi padre trabajaba en el esparto, material que antes se utilizaba para hacer muchos utensilios, pero con el tiempo, y con la aparición del plástico, fue desapareciendo.

Se iban a las siete de la mañana y me dejaban en una cama, con el colchón de lana de oveja y una muñeca de trapo que me había hecho mi madre. Cuando se iban, me decían “no te levantes hasta que vengamos”. Regresaban a la una, tenían una hora para comer y se volvían a ir. Entonces me dejaban en una silla con un botijo de plástico y un trozo de pan, por si me entraba hambre. Era una niña muy obediente, no me movía hasta que venían. Pero claro, todo tiene un límite y recuerdo una anécdota al respecto: un día entrada la noche, tenía miedo y recordé que mis padres pulsaban algo y se encendía una luz, así que, como no sabía cómo se hacía, metí las tijeras a un enchufe. No me pasó nada, pero cuando llegaron me dieron una reprimenda porque se habían saltado los plomos. Después me enseñaron dónde se encendía la luz y en ese momento aprendí que había que ser valiente para aprender.

Todo lo que les cuento ocurrió siendo muy pequeña, quizás tenía dos o tres años. Creo que, en esas tardes, sola en esa silla con mi botijo de plástico azul, aprendí a pensar, aprendí a escuchar a las personas que pasaban por delante de mi casa, aprendí que había niños/as en la calle jugando y que sus madres estaban con ellos/as, los llamaban y les daban la merienda y yo estaba allí, detrás de una puerta cerrada sin luz, pero con mi muñeca de trapo. Pensaba en porqué ellos/as podían estar jugando y yo no, qué tenían diferente a mí. Aquellas tardes me influyeron mucho e hicieron de mí una niña callada y muy observadora a la que le gustaba fijarse en lo que ocurría a su alrededor. Aunque les parezca extraño, me daba cuenta de

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cómo mi madre, a pesar de que trabajaba igual que mi padre, todos los días le pedía una peseta para comprar el pan y yo, curiosa, le preguntaba al respecto. Mi madre tenía que pedirle todo el dinero a mi padre para comprar cualquier cosa, ella no era dueña de nada. Era una situación tremendamente injusta y en ese momento me prometí que había que cambiarla. No podía comprender este hecho: mi madre trabajaba de sol a sol y no era dueña de nada.

En aquella época no se conocía la expresión “violencia de género”...

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