1848: Tranquilidad constitucional de España

AutorCarlos Petit
CargoDoctor en Derecho y Licenciado en Historia

1848: Tranquilidad constitucional de España1

I Don Ramón es de Loja, que no francés

"El Rey (de Prusia) me habló también de política; me dijo que las cosas de Francia se van poniendo feas, y que era menester que D. Ramón estuviese con cuidado. A esto contesté que los españoles no seguíamos tanto como generalmente se cree el movimiento de la Francia, y dí por ejemplo el del año 1848, cuando la Europa toda estuvo agitada hasta sus cimientos y la España tranquila, bajo el gobierno de este mismo D. Ramón".

Estas cosas escribía en el año de gracia de 1856 don Juan Valera, literato de relevancia, por entonces diplomático destacado en la legación de Berlín2. A la curiosidad molesta del monarca alemán interesaban las cosas de una remota España, un exótico pais (exótico pero contiguo a Francia) que acababa de cerrar una revolución (1854-1856) y no parecía entonces proclive a continuar los pasos peligrosos de su vecino. La mención de un nombre, D. Ramón, resultaba suficiente para marcar las distancias.

El jurista que repasa, a ciento cincuenta años de los acontecimientos, la revolución de 1848 se encuentra así con dos trayectorias políticas nacionales que diferencia un nombre propio. No parece necesario advertir que el "don Ramón" de Valera es el capitán general Ramón María Narváez (1800-1868), natural de Loja (Granada), primer duque de Valencia, varias veces presidente del Consejo de ministros, muerto en Madrid en puertas de una nueva, más decisiva, revolución3. Cuando tuvo lugar la que ahora nos interesa, desde Francia parecía Narváez un "patriota, celoso del honor nacional, pero de ningún modo esclavo de un sistema ni de una forma de gobierno, cualquiera que fuera. Admitiría mañana o proclamaría la República si la República le diera los medios de conservar o de recuperar su poder" (de hecho, aún joven oficial, Narváez había conspirado a favor de una imposible república). Intuitivo, inteligente, locuaz; colérico, ambicioso, hombre de pocos amigos: en suma, un gobernante nato y descreído4.

Tampoco hará falta explicar que aquellas dos trayectorias políticas, separadas por obra y gracia de nuestro personaje, son las que recorrieron a mediados del siglo XIX el reino de España y Francia. Ahora bien, ¿qué contenido tiene, desde el punto de vista del análisis constitucional que nos concierne, la contraposición entre una Francia revolucionaria y una tranquila España? Los especialistas en historia contemporánea sin duda nos dirán que en Francia no faltó tranquilidad, de la misma manera que en España hubo movimientos revolucionarios, pero tal vez no sea ésta una pista que nos convenga recorrer. Aquí se propone que nos tomemos en serio el comentario epistolar de Valera, esto es, que rechacemos la posibilidad de ofrecer una crónica -- o anti-crónica -- de acontecimientos, por lo demás medianamente conocidos y documentados5, para centrarnos en la representación que sobre tales acontecimientos elaboraron los testigos contemporáneos. Y resulta al final que España no ha sido Francia, gracias precisamente al enérgico y cínico don Ramón.

II Francia desde España

En un encuentro anterior celebrado en Messina al objeto de examinar el éxito mediterráneo de la cultura política inglesa, Antonio Serrano nos presentó una iluminante "Lectura romántica de la constitución de Inglaterra". Muchos recordaremos los términos de la hermosa intervención; ahora nos basta con partir de su conclusión principal, pues ofrece contexto a la carta de Valera: en aquella España romántica de ministros poetas, magistrados pintores y literatos políticos (o diplomáticos) Inglaterra pudo ser el Medioevo de Walter Scott o la isla feraz de un Robinsón hispanizado; un lugar siempre pintoresco (y por eso mismo entrañable) que se desconoce y admira desde la profunda incomprensión de sus gentes y de su lengua. Pero Francia y el francés, exactamente por su equívoca cercanía, por ser el arsenal de donde "los españoles toman, desde el siglo pasado, no solo voces ... sino hasta giros y frases" (Alcalá Galiano), siempre tienen que alarmar a todo buen español dotado de conciencia nacional. Y es que España corre el riesgo permanente de imitar al deslumbrante vecino6.

Son ideas y expresiones ampliamente compartidas, verdaderos tópoi de la España isabelina que hemos de tener muy en cuenta para nuestras indagaciones de historia constitucional. Si admitimos, según propuesta de Serrano, que el derecho y la política fueron simplemente terminologías diferenciadas dentro de una concepción unitaria (y también de un uso) del lenguaje, entonces la institución del jurado o aun todo el gobierno representativo podían resultar neologismos procedentes del francés o del inglés, sometidos así a la dura prueba que debían pasar las expresiones foráneas antes de incorporarse legítimamente al tesoro del idioma nacional. De manera que la pregunta por los modelos constitucionales y su fortuna -- incluídas por supuesto las revoluciones previas a estos modelos -- ha de comprenderse en la cuestión más general de las relaciones existentes entre las culturas y lenguas de Europa.

Y no nos alejamos, con estas consideraciones, de nuestro asunto actual. La solemne sesión de la Real Academia Española dedicada al neologismo, en la que, no obstante el ambiente contrario a esas palabras extrañas ("ciego prurito de innovación", "ideas exóticas de índole moral", "mal gusto"), no faltó una resignada admisión de ciertos anglicismos de envergadura constitucional, exactamente data de ... 1848. A esas alturas del siglo, el fatigoso triunfo del dicho 'sistema representativo' en España lo hacía poco menos que inevitable, si es que no se trataba de una más entre tantas contaminaciones que inundaban al español por la vía -- perversa y cercana vía -- del francés: los juristas románticos sabían perfectamente que "algunos anglicismos, de palabra y no de frases, hoy muy introducidos en el vocabulario corrientemente utilizado en nuestros escritos del día han venido a España como galicismos, adoptados ya por los franceses" (Alcalá Galiano). Ahora es oportuno recordar, por lo que más abajo se dirá y leerá, que las famosas Lecciones de derecho político pronunciadas en el Ateneo madrileño por el joven Donoso Cortés (1836) fueron constantemente acusadas de adoptar palabras y conceptos de la vecina Francia7.

III Revolución como texto

La anterior línea argumental es tan fértil como arriesgada, por lo que ha llegado el momento de apoyarnos en algunas lecturas. Para suerte nuestra, a finales de siglo, muertos hacía tiempo Donoso y Narváez y olvidadas -- o casi -- las que Galdós8 estaba a punto de llamar "tormentas del 48" un laborioso profesor de Derecho Internacional tuvo el acierto de catalogar la Bibliografía española contemporánea del derecho y de la política. Con sus conocidos fallos y omisiones, esta obra aún constituye la mejor guía para orientarnos en la biblioteca hispana de las materias de referencia, que son las nuestras9.

Leamos. Una determinada cultura constitucional desde luego late bajo el enunciado más relevante, esto es, el capítulo de "Derecho político y administrativo" que abre la Parte especial o monográfica de la bibliografía10. Parece que Torres Campos, si restituimos en positivo sus omisiones, no identificaba aún una "teoría estatal" ni un "derecho constitucional"; tampoco un posible, igualmente inexistente, "derecho público" de España. Quienes conozcan la historia universitaria española pueden sin duda recordar que "Derecho político y administrativo" era asignatura presente en los planes de estudios jurídicos hasta 1900 y, con ello, cátedra activada en las universidades españolas -- con su inexorable secuela de profesores, manuales y textos, todo lo cual bastaría para justificar los términos en que se expresa nuestro catálogo11; pero esta elemental explicación sólo demostraría el arraigo y la ubicuidad del tal "Derecho Político" en detrimento de un "Derecho Constitucional".

O, si se prefiere, demostraría el triunfo de la política sobre el derecho, a secas. Situados sin prejuicios en el seno de esa cultura y siempre con la mirada puesta en nuestra obra bibliográfica, nos sorprenderá menos descubrir allí la presencia de un nutrido elenco de títulos bajo el inesperado epígrafe de "Revoluciones". Son numerosas y variopintas entradas, que multiplican por tres o cuatro las que siguen inmediatamente: diez parcas referencias sobre "Derechos del hombre"12. Tal vez se trate de una conclusión apresurada, pero es el caso que nuestro primer acercamiento a una historia constitucional más próxima a las representaciones que a los hechos tiene que empezar justificando la existencia de un "Derecho político" que sabe más de "Revoluciones" que de "Derechos del hombre".

Aparentemente alejados del objeto presente, hemos de tener paciencia y valorar todos estos elementos. En su relato sobre la cultura constitucional romántica Serrano usó con profusión la obra del importante jurista (y político, dramaturgo, diplomático y poeta) Joaquín Francisco Pacheco (1808-1865), todavía activo en 1848 -- por más que "sin influencia en el presente y probablemente en el futuro"13. A los efectos de estas páginas también parece útil su consulta, pues Pacheco nos ayuda ahora a descifrar la lógica -- la semántica -- de los términos usados en su catálogo por Manuel Torres Campos.

En efecto. Diez años después de nuestra revolución pronunció Pacheco un discurso famoso "Sobre la conveniencia de preferir en la Academia los estudios jurídicos a las tesis...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR