Suicidio revolucionario

AutorVincenzo Ruggiero
Páginas141-164

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Mediante gestos y palabras asumimos la actitud de nuestros interlocutores y al mismo tiempo determinamos las suyas. En la tradición interaccionista la comunicación humana consiste en asumir «el papel del otro», influirle y ser influido por él: es a través de este procedimiento que los individuos están en condiciones de interiorizar y preparar los mecanismos de la comunicación. Según Mead (1934), cualquier actividad social sería impensable sin estos mecanismos que operan como una forma de autocrítica, determinando la conducta individual de manera tan íntima y extensa como para permitir integrarnos a nosotros mismos y nuestras acciones en la vida colectiva.

La organización de una comunidad autoconsciente depende de los individuos que asumen la actitud de otros individuos. Este proceso comporta la asunción de la actitud del grupo en cuanto distinto de un individuo separado: asumir lo que he definido como el otro generalizado [ibíd.: 256].

Mead ilustra la noción de «otro generalizado» mediante el ejemplo de un juego de equipo en el que la actitud de un conjunto de individuos va dirigida a proporcionar una respuesta colectiva a otro conjunto de individuos que ocupan una variedad de roles. Los jugadores implicados deben relacionar la propia acción con las acciones del equipo y, simultáneamente, con los movimientos que se esperan por parte del equipo adversario. Naturalmente, las jugadas para el triunfo están ligadas a la habilidad de los contendientes, pero en tanto que se es capaz de po-

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nerse en el papel de aquellos que están implicados se tiene la posibilidad de crear las condiciones para el éxito.

Hasta que no logramos respondernos a nosotros mismos como la colectividad nos responde a nosotros, no pertenecemos genuinamente a una comunidad. Para que haya pertenencia, pues, es necesario que el otro generalizado esté presente en nosotros.

Hay una especie de respuesta organizada a nuestros actos que representa el modo en el cual la gente reacciona frente a nosotros en determinadas situaciones. Tales respuestas están en nuestra naturaleza porque actuamos hacia los otros como miembros de la comunidad, y lo que quiero enfatizar es que la organización de estas respuestas hace posible la existencia de la comunidad [ibíd.: 265-266].

Este capítulo sitúa los orígenes y los desarrollos de la tradición interaccionista, de Mead a Blumer, de Lemert a Becker. En la última parte, algunas categorías analíticas derivadas de esta tradición son utilizadas para presentar un breve estudio del caso relativo a la experiencia del Black Panther Party.

Dinámicas dialógicas

La tradición interaccionista está compuesta de y consiste sobre todo en diversas formas y versiones del pragmatismo. Según una argumentación clave de esta tradición, el significado de un concepto reside en su capacidad de modificar, conceptualmente, la acción propositiva (Murphy, 2002): si, por ejemplo, perseguimos un cambio social, debemos apoyarnos en teorías que sirvan a nuestros propósitos y descartar aquellas que lo obstaculizan. El pragmatismo político de Mead, sin embargo, es menos crítico con el statu quo y está más alineado con la versión liberal de la sociedad de su tiempo. «Esto se traduce a menudo en un romanticismo cultural conservador que transforma a la persona moderna y sus experiencias internacionales en un héroe moderno» (ibíd.: 6).

Mead, en cualquier caso, invierte totalmente algunos conceptos del pragmatismo. En su opinión, la persona no es el cumplimiento de un proceso formal, el resultado de la introspección,

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sino un objeto social que pertenece al terreno de la experiencia; está estructurada por el principio de socialidad, es decir, por la asunción de la actitud del otro en una situación social.

Rechazando la introspección en cuanto variable no científica, Mead ve a la persona y a la sociedad como entidades conjuntas en un proceso de recíproca interacción. Su concepto clave es el de acto, que sustituye al concepto de James de flujo de experiencia [Denzin, 1992: 5].

En el trabajo de Mead encontramos una amalgama de aproximaciones dialógicas a las ciencias humanas y, sobre todo, notamos en él particularmente enfatizada la noción de intersubjetividad. Bien recibido por los fenomenólogos, al propugnar los aspectos subjetivos de la realidad social, la intersubjetividad de Mead posee un especial significado en cuanto designa una estructura distinta de las relaciones comunicativas entre actores. Esta estructura transciende la oposición «entre la teoría de la acción y la teoría estructural que no reconoce en los sujetos el carácter de agentes humanos» (Joas, 1985: 13). Contra las «teorías de la imitación», centradas en las dinámicas del aprendizaje de comportamientos previsibles intrínsecos a grupos limitados, Mead subraya la necesidad de la cooperación entre grupos e individuos. En su análisis de la organización social de la conducta, un individuo no hace lo que hacen los otros, pero mediante su conducta los estimula a efectuar ciertos actos y estos últimos, a su vez, sirven de estímulo para una determinada reacción, y así se sigue en una interacción infinita (Mead, 1934; 2002). El origen de la comunicación humana, según Mead, no es producto de la imitación, sino que está inspirado por la necesidad de cooperación, de modo que un acto es una respuesta y, simultáneamente, un componente del acto realizado por el otro. En su «teoría de la estimulación y de la respuesta social»:

La acción humana se orienta uniformemente por las expectativas conductuales; dado que, en consonancia con el principio, aquellos que interactúan poseen iguales habilidades, existen para todos modelos de comportamiento y de expectativas que constituyen la precondición de la actividad colectiva [Joas, 1985: 116].

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Si bien aceptando que las colectividades están también configuradas por agresión y hostilidad, Mead está convencido de que prevalecen, finalmente, las dinámicas relacionales, que establecen restricciones y mecanismos de mutuo control y, en definitiva, interacción cooperativa. Si adoptamos esta perspectiva de manera incondicionada, nos veremos obligados a concluir que la violencia política no es otra cosa que una disfunción anormal. Pero sigamos a Mead más atentamente.

Símbolos significativos

Mead define como «espíritu» la capacidad de cualquier individuo para actuar como actuaría la sociedad entera, de la que el individuo forma parte. Existe, por ello, una específica modalidad de comunicación según la cual las acciones son moduladas de conformidad con determinados símbolos significativos. «Una persona que posee en sí misma la respuesta de la comunidad a lo que hace, posee también la personalidad de la comunidad» (Mead, 1934: 268). El uso de símbolos es, por lo tanto, de gran importancia en cuanto que, al igual que los gestos, exige respuesta. No se trata de palabras nudas, sino de actos que invocan respuesta mientras responden a los actos ejecutados por los otros. Sólo si asumimos la actitud del otro, por tanto, podemos aspirar a concebir nuestras respuestas simbólicas como respuestas universales. En otras palabras, lo que parece esencial en el pensamiento de Mead es la construcción de mecanismos que gene-ran relaciones sociales capaces de configurar y poner a prueba una comunidad.

Las comunidades han observado elevados grados de cohesión cuando el yo y el se fusionan entre sí: lo que sucede cuando se da un peculiar sentido de exaltación colectiva, como ocurre, por ejemplo, en los movimientos religiosos y patrióticos, en los cuales «la reacción que se pide a los otros es nuestra misma reacción». El trabajo de grupo es también configurado por esta fusión, en el sentido de que la actitud solicitada a los demás miembros del grupo estimula a cada uno a comportarse del mismo modo.

Esta formulación nos hace recordar la efervescencia colectiva postulada por Durkheim y discutida en el capítulo 3. A prime-

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ra vista, parece que en Mead la exaltación empuja a un comportamiento solidario antes que hostil, mientras que en Durkheim el concepto análogo de efervescencia colectiva se refiere a un conflicto que apunta al cambio social. Si consideramos en el análisis de la violencia política las sugerencias analíticas de Mead, podemos argumentar que quien elige medios violentos de acción es incapaz de fundir el yo y el en relación al orden normativo contra el cual combate, aunque se inspira en un completamente distinto, es decir en un orden social diferente que intenta instaurar. En otras palabras, la acción política violenta puede generar y ser inspirada por una específica exaltación colectiva que connota a los grupos de oposición. Mead será poco claro acerca de este punto, pero la suya es una alusión decisiva a la dinámica según la cual, se adopte una actitud de colaboración o una de conflictividad, nuestra conducta está siempre determinada por el comportamiento de otras personas: «es necesario ser consciente de las posiciones de todos los demás; es necesario saber lo que los otros hacen». Incluso los actores políticos violentos, por ejemplo, deben «constantemente estar alerta» e interpretar cómo los otros responden a sus actos, de modo que puedan sacar inspiración de ello. Mead aclara a este respecto que los actos sociales demandan respuestas instintivas o impulsivas y que esta dinámica no se limita a garantizar la coexistencia pacífica entre los individuos ni a asegurar la conservación del statu quo, aunque guía también la acción respecto al enemigo. En términos de conducta, el tigre es un habitante de la jungla como lo son el ciervo y el búfalo; en la jungla los instintos o impulsos hostiles, junto a los gestos que incrementan las formas violentas, juegan un papel extraordinariamente importante. En la sociedad...

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