Reflexión conclusiva: el Derecho Administrativo y la dignidad del ser humano

AutorJaime Rodríguez-Arana
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo, Universidad de La Coruña
Páginas663-681

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EL tiempo en que vivimos, 2015, es tiempo de cambios y transformaciones de orden social, político, económico y jurídico.

El Derecho, que es una de las principales ciencias sociales, no está exento de recuperar su vocación hacia la justicia y, por ello, hacia el fortalecimiento de la dignidad del ser humano. La realidad, empero, nos muestra en todo el globo, de uno a otro confín, un cuadro bien pesimista: tantos años de lucha por el Derecho y por la Justicia y a nuestro alrededor siguen existiendo lamentables relatos que a pesar de estar en el siglo xxI nos interpelan gravemente.

No es necesario asomarse al llamado Tercer Mundo, en el Primer Mundo todavía perviven espacios de explotación, nuevas esclavitudes, adornadas con las más sofisticadas formas de modernidad. Y con el advenimiento de la crisis, aparecen necesidades humanas que pensábamos superadas y que exigen respuestas del Derecho Público adecuadas y, sobre todo, humanas, a la altura de la centralidad que tiene la dignidad de la persona.

Una causa de que el Estado no haya sido capaz de evitar la generación, a veces el crecimiento, de las necesidades sociales, obedece en buena medida a que no se ha comprendido suficientemente el alcance del denominado Estado social y democrático de Derecho y, por ello, que los derechos sociales fundamentales, no todos los llamados DESC, siguen siendo en muchos Orde-

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namientos metas y aspiraciones políticas, Principios rectores sin exigibilidad jurídica, que únicamente pueden facilitarse de acuerdo con el dogma de la reserva de lo posible, un criterio que se ha interpretado desde el economicismo y desde la perspectiva de anteponer la estabilidad financiera a la dignidad humana. Por cierto, una estabilidad y equilibrio financiero que siendo como es un principio, quien lo podrá dudar, de buena Administración, rinde pleitesía a esa perversa forma de prestar servicios y bienes a los ciudadanos que consiste en un endeudamiento constante y creciente que impide los avances sociales porque siempre, mien-tras sigamos este juego, habrá que hacer frente a miles de millones de deuda mientras se resiente, y se quiebra en muchos casos, la dignidad humana.

En estos casos, como hemos adelantado en este trabajo, los ministerios sociales deben reservar en sus presupuestos, tras estudios empíricos solventes, recursos que permitan atender los derechos sociales mínimos, la base y el fundamento, de los derechos sociales fundamentales ordinarios. A partir de ahí, el principio de promoción de los derechos sociales fundamentales y el de prohibición de la regresividad en esta materia, al margen de banderías partidarias, permitirán que el libre y solidarios desarrollo de la personalidad de los ciudadanos deje de ser esa quimera en que se ha convertido en los últimos años.

Ciertamente, ni el postulado de la solidaridad social ni el de la participación, están asentados convenientemente al interior del sistema político e institucional. El hecho de que los recortes sociales hayan hecho aparición con esta crisis demuestra que los derechos sociales fundamentales, a pesar de ser exigencias de una vida social digna, siguen siendo una asignatura pendiente para millones y millones de seres humanos. Y, la escasa participación real que caracteriza la vida pública en nuestros países muestra efectivamente que en las políticas públicas, en todas las fases de su realización, todavía no existe el grado de participación de la ciudadanía que sería menester después de los años en que la democracia y el Estado de Derecho, afortunadamente, acampan entre nosotros.

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La tesis que se maneja acerca de la libertad solidaria permite comprender mejor la esencia del Estado social y democrático de Derecho como promoción de derechos fundamentales y remoción de los obstáculos que impidan su efectividad. En este sentido adquieren su lógica los planteamientos abiertos que se siguen en estas líneas así como las posibilidades de reconocimiento de derechos sociales fundamentales, donde la Constitución no lo haga, a través de las bases esenciales del Estado de Derecho teniendo en cuenta la centralidad de la dignidad humana y la capitalidad del libre y solidario desarrollo de la personalidad de los individuos en sociedad.

Por tanto, es necesaria una relectura desde la dignidad del ser humano, de todo el desarrollo y proyección que se ha realizado de este modelo de Estado en el conjunto de Derecho Público. Me temo que el problema radica en que se ha intentado entender sobre mimbres viejos y el resultado es el que contemplamos. La tarea, pues, de proyectar el supremo principio de la dignidad humana sobre el entero sistema de fuentes, categorías e instituciones de Derecho Público, todavía debe ser realizada, lo que demanda las nuevas perspectivas que ofrece el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario.

Es verdad que los derechos sociales fundamentales son derechos subjetivos de singular relevancia y que en su naturaleza llevan inscrita las prestaciones del Estado que los hacen posibles. Son derechos subjetivos fundamentales porque la Norma fundamental, de forma más o menos directa señala obligaciones jurídicas fundamentales, normalmente a los Poderes públicos, para que se realicen en la cotidianeidad.

En realidad, la comprensión de esta forma de entender el Derecho Público en el Estado social y democrático de Derecho parte de consideraciones éticas, pues en sí mismo este modelo de Estado no es ajeno a la supremacía de la dignidad humana y a la necesidad de que los Poderes públicos promuevan derechos fundamentales de la persona y remuevan los obstáculos que lo impidan. Ambas, por supuesto, referencias éticas que no pueden pasarse por alto pues de lo contrario nos pasaríamos al dominio

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del funcionalismo y la técnica y al final los derechos humanos acaban siendo, así acontece, monedas de cambio que se intercambian los fuertes y poderosos en función de unos intereses ordinariamente inconfesables.

La dimensión ética del Derecho Público es un rasgo inseparable e indisolublemente unido a su raíz y a sus principales expresiones. No podría ser de otra forma porque atiende de manera especial al servicio objetivo a los intereses generales que, en el Estado social y democrático de Derecho, están inescindiblemente vinculados a los derechos fundamentales, individuales y sociales, de las personas. La forma en que los principios éticos y sus principales manifestaciones sean asumidos por el Derecho representa el compromiso real de los poderes del Estado en relación con la dignidad del ser humano y el libre y solidario ejercicio de todos sus derechos fundamentales.

Probablemente nunca a lo largo de toda la historia tantos y tanto se ha hablado, discutido y escrito tanto de ética. En el interés actual por la ética hay razones circunstanciales, como pueden ser los escándalos que nos sirve con mayor o menor intensidad y frecuencia la prensa diaria en todo el mundo. Hay razones políticas en este uso tan particular, porque la ética se ha convertido en un valor de primer orden, o cuando menos como un cierto valor para el mercadeo político. Además, hay también situaciones de desconcierto, ante las nuevas posibilidades que ofrece la técnica, que exigen una respuesta clarificadora. Pero hay una razón de fondo que pienso que justifica plenamente el interés por las cuestiones éticas.

En efecto, son incontestables los síntomas de que se están produciendo profundísimos y vertiginosos cambios en los modos de vida del planeta, hecho que se pone particularmente en evidencia en las sociedades avanzadas de occidente, o en aquellas otras de dispares ámbitos geográficos que con mayor o menor éxito se han adaptado a las denominadas exigencias occidentales de vida, hoy por cierto en crisis profunda. Estos cambios en los modos de convivencia son tan extensos, y se manifiestan con tal intensidad en las diversas áreas del entero existir, que muy bien podemos estar asistiendo, como muchos pensadores han apuntado, a un

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cambio de civilización. Efectivamente, un cambio de civilización que funde el nuevo orden social, político, jurídico y económico sobre la dignidad del ser humano y sus derechos fundamentales, individuales y sociales.

Todo el elenco inacabable de cambios en la estructura técnica de nuestra sociedad se traduce en transformaciones profundas, entre otras cosas, de nuestros modos de vida. Y con ellos se produce un derrumbamiento de los valores tradicionales, o más exactamente cabría decir, de los valores de la sociedad tradicional, entendiendo aquí tradicional en el sentido de una sociedad cerrada y rígidamente estructurada.

Se ha tratado mucho de la contraposición entre sociedades tradicionales y sociedades abiertas, y sin pretender entrar ahora en el pormenor de la cuestión, es posible discernir en la sociedad que estamos configurando una serie de rasgos que la caracterizan en oposición con el modelo social que se va quedando atrás. La democracia, con todo lo que tiene de perfectible en los modos en que la articulamos, parece afortunadamente afianzarse universalmente, al menos formalmente, como forma de organización de la vida política; al menos esa tendencia es clara.

La participación en la vida pública por parte de todos los miembros de la sociedad, aun siendo reducida, se enriquece progresivamente, sobre todo en las sociedades avanzadas, posibilitándose, en unos países más que en otros, la integración de los individuos en la vida social a través de un tejido asociativo cada vez más rico. El pluralismo alcanza todos los órdenes de la vida, extendiéndose a la cultura, caracterizando sociedades multiculturales.

La remodelación y desformalización de los roles sociales más característicos de la...

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