Mi recuerdo emocionado de Tirso Carretero

AutorJosé María Chico y Ortiz
CargoRegistrador de la Propiedad
Páginas781-794

Habría muchas, muchísimas razones, que justificasen estas líneas en recuerdo de un amigo y compañero recientemente fallecido, pero por encima de todas ellas está el sentimiento de tristeza que los juristas, que militamos en su línea de combate, tenemos en este momento. Por eso este escrito no es ni pretende ser una semblanza humana de la figura de Tirso Carretero, sino de lo que ha supuesto para la ciencia jurídica su desaparición.

Sería, por mi parte, pretencioso recoger, en estas apretadas líneas, ese conjunto de datos que han constituido la vida de mi buen amigo y compañero. Sé que nació en Madrid allá por el año 1917, aunque por sus características físicas hubiera podido pasar por un alemán, un sabio alemán, claro está. Sé también que se licencia en Derecho en la Universidad de Madrid y que como compañeros de curso tiene a dos personas antagónicas en su manera de ser y pensar. Una es nuestro también amigo y compañero, Rafael Martínez Pasalodos, que pone bondades en su forma de hacer y tiñe de azules sus ideas. El otro es el actual Alcalde de Madrid, Enrique Tierno y Galván, que dice latines para invocar a Dios, mientras cierra el puño en su saludo político. Las peripecias posteriores a la licenciatura, guerra civil española y preparación de oposiciones, las desconozco, pues la frialdad del escalafón sólo dice que pertenecía a la promoción del año 1946, cuando ya estaba aprobada la vigente Ley Hipotecaria en su texto refundido, y que tomó posesión de su primer Registro el 27 de agosto de 1947. El primer Registro fue Granadilla, en Canarias, y el segundo, también por las islas, en Puerto de Arrecife. No sé cómo llegaría Tirso a esos Registros porque nunca se lo he preguntado, pero pienso que su tremenda angustia a los viajes aéreos, casi fobia connatural, surge en él desde aquel entonces. ¡Cuántas veces le propuse, casi con soborno jurídico, el que viniese a un Congreso en elPage 782 asiento de avión y a mi lado y nunca pude vencer su temor! Decía, con su espíritu crítico, que las líneas aéreas eran una especie de -mafia-, que se protegían mintiendo en las estadísticas y ocultando los numerosos muertos que al cabo del año se registran. Es curioso cómo Tirso llega a Madrid, en ese riguroso turno de antigüedad que impone el escalafón, y un compañero suyo, de la siguiente promoción, todavía sigue de Registrador en su primer Registro: Granadilla. Se llama Manuel Luengo Chillón.

Tirso Carretero García, como todos esos hombres que se expresan mejor escribiendo que hablando, figura más en la cola de su promoción que en la cabeza, lo cual no elogia -como suele suceder siempre- a los miembros del tribunal que le juzga y le aprueba, y que estaba formado por López Palop, Cirilo Genovés, Ángel Sanz Fernández, Rodríguez Villamil, José Alonso Fernández, García Gómez de En-terría y don Pablo Jordán de Urriés. Algunos de ellos, por no decir todos, son los autores materiales del texto refundido de la legislación hipotecaria. En su promoción, para que luego hablen las feministas, figuran dos mujeres: María Teresa Guerreira y Carmen Goma. Nombres de esa promoción no me atrevo a citar ninguno, ya que por ser todos amigos resulta difícil citar unos y silenciar otros, pero entre ellos hay dos que son una especie de -tándem- en la vida profesional de Tirso. Uno es A. Oliver, con el que comparte jornadas zaragozanas no ya sólo jurídico-registrales, sino gastronómicas, en una especie de recuperación ibérica del menú maño. Y en esa época, deliciosa debió de ser, a Tirso se le notaba más colorado que de costumbre. El otro ha sido Ignacio Martínez de Bedoya, fiel a su soltería y una especie de droga califi-catoria: -¿Estás seguro, Tirso -diría Ignacio bajando los párpados y adelantando los labios-, que eso es una enfiteusis?- Y, claro está, siguiendo su costumbre, Tirso le traería al día siguiente una cuartilla o un folio repleto de razones que dejarían desarmado a Ignacio.

Tirso ha sabido escuchar, pero no dialogar. Tirso, dentro de su timidez, se quedaba con la idea, la daba paseos jurídicos por su cerebro germánico y todo ello lo plasmaba en una cuartilla o en varios folios. Enfrente de Correos, en un café con un león menos que el Congreso, pero éste de oro, hubo y hay (a pesar de la estrecha vigilancia gubernamental a los horarios) una tertulia. Me hubiera gustado contar la historia de ella, pero sólo asistí una sola vez y noté, eso sí, que Tirso escuchaba, tomaba notas y, según me dicen, al día siguiente precisaba cuartilla en mano las bases del tema, los antecedentes y las posibles consecuencias. Este sistema de comunicación -casi por correspondencia- he tenido la experiencia de vivirlo no hace mucho en esa multitudinaria comida que se organizó para ofrecer a Consuelo Movellán -discípula predi-Page 783lecta de Tirso- las insignias bien ganadas de la Cruz de San Raimundo de Peñafort. Y cuando yo le insté a Tirso para que hablara, para que dijera algo, él se limitó a excusarse, prender las insignias y a los tres días darme unas notas que tuve que leer en otra comida o cena que en el mismo sitio celebramos. Tirso llevaba el tintero en su mochila, la pluma en el bolsillo y las ideas en la cabeza. La palabra era corta y la idea larga.

Tirso, como todo tímido, se ponía colorado cuando le elogiabas algo de lo que había hecho. Se le agolpaba la sangre en los carrillos. En patología médica lo llaman -hiperemia-: abundancia de sangre en una parte del cuerpo. A mí me pasa igual. Y es que los rubios, casi nórdicos, debemos tener la sangre mal distribuida: una es azul, que mira y tiñe el cielo de ese color, y otra es roja, que nos acerca proletariamente a la tierra o quizá a uno de los colores de la bandera, ahora tan mal tratada. Yo, en el fondo, creo que los rubios lo que tenemos es una piel de corista que sólo resiste la luz eléctrica o de las bambalinas. Pero lo importante no es la piel, sino lo que está detrás. Quizá por todo ello Tirso siempre se imaginó que le invadían las enfermedades, y lo que era natural en él lo convirtió en síntoma, aunque ello nunca supuso una excusa para trabajar a fondo. El -abría cancha- todos los días y se empleaba a fondo: pegaba fuerte a la pelota hasta conseguir el tanto decisivo. Me dicen que murió calificando: con una escritura en la mano.

Tirso sirvió dos o tres Registros en los que yo estuve también, detrás de él...

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