El problema de recepción literaria más dramático del Siglo de Oro: las letras aljamiado-moriscas

AutorL. López-Baralt
Páginas139-148

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En la memoria, siempre vivísima, de Marisol Carrasco, y en homenaje a la complicidad «morisca» que tanto nos unió en vida

La literatura aljamiado-morisca, escrita desde la clandestinidad por autores criptomusulmanes, plantea un problema de recepción literaria de una extraordinaria complejidad. Es que, de entrada, estos textos moriscos de los siglos XVI y XVII excluyen directamente al lector occidental: como otrora las jarchas mozárabes, su factura textual misma inhibe la lectura del que no está iniciado en el alifato, ya que los códices están redactados en castellano con caracteres árabes.1Estos manuscritos clandestinos, que coexistieron con los versos de Garcilaso y con el Quijote de Cervantes, produjeron tal sentido de «extrañamiento» que desafiaron la adecuada comprensión de los primeros eruditos que los descubren en el siglo XVIII.

La teoría de la recepción de Hans Robert Jauss (1977; 1982; 2000) y Wolfgang Iser (1987),2de la Escuela de Constanza, son útiles a la hora de intentar comprender los desencuentros y las perplejidades que el corpus literario secreto ha suscitado en el lector moderno. Estos teóricos conciben la lectura como un proceso hermenéutico dinámico que presupone una relación de diálogo con el lector (Jauss 2000: 29; Eco 1994: 46-47). Jauss concibe la construcción literaria de un texto como un «triángulo formado por autor, obra y público» (Jauss 2000: 158-159) y postula que el «horizonte de expectativas» está constituido por las experiencias literarias y vitales e incluso por los «prejuicios» del lector (Jauss 1977: xii). El texto varía de acuerdo con sus reacciones: rechazo, sorpresa, aprobación, comprensión retardada. Hay textos que producen tal «extrañamiento» que son rechazados por el receptor, aunque hay veces que, a la larga, se forja un nuevo «horizonte de expectativas» para dichos textos. Otras obras, en cambio, cumplen con las expectativas estéticas y éticas del lector al uso, mientras que aún otras convocan el «horizonte de expectativas» del lector tan sólo para destruirlo. Jauss indica, de otra parte, que una obra literaria predispone a su lector para un modo de recepción determinado sirviéndose de estrategias textuales que suscitan recuerdos de cosas ya leídas y emociones específicas (Jauss 2000: 164).

Umberto Eco postula a su vez la circularidad del acto de la interpretación, aceptando que un mensaje textual depende en cierto grado de la «respuesta» de su destinatario (Eco 1994: 45). Distingue entre el autor empírico y el «Autor Modelo», y entre el lector empírico y el «Lector Modelo». El «Autor Modelo» prevé al «Lector Modelo», pero am-

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bos son en última instancia estrategias textuales que superan las limitaciones del autor y lector empíricos (Castañares 1994: 181).

Eco explica que un texto que «desfamiliarice» al lector porque viola su norma estética tiende a reclamar un «lector crítico» o «modelo». Los textos moriscos reclaman, como veremos, este tipo de lector, que Michel Rifaterre llama «archilector» o superreader; Stanley Fish «lector informado» e Iser «lector implícito» (Castañares 1994: 91). Eco distingue también entre la intentio auctoris, la intentio operis y la intentio lectoris. Una cosa es lo que el autor empírico quiso decir y otra lo que el texto dice a despecho de la intención del autor. Algunos textos de mi muestrario, por cierto, hablan a despecho de la supuesta «intención» de sus autores, complicando aún más, como veremos, el proceso de lectura.

El descubrimiento mismo de la literatura aljamiada en el siglo XVIII estuvo aureolado por el asombro, pues arabistas como Silvestre de Sacy (1797) no supieron qué hacer con el hallazgo de los primeros manuscritos moriscos: pensaron que debían estar escritos «en algunas de las lenguas que se hablan en África, o acaso en Madagascar». Otros investigadores conjeturaron: «Parece persa. Debe ser turco»; hasta que al fin comprendieron que se trataba de la literatura secreta de los últimos musulmanes de España, que hoy llamamos aljamiada, de la voz «‘a[amiyya»,3 que significa «lengua extranjera».4Y «extranjera», en efecto, parece esta misteriosa literatura ante los ojos del lector al uso. Una vez franqueamos el escollo de las grafías árabes y transliteramos los códices aljamiados vamos de sorpresa en sorpresa, pues encontramos en sus folios verdaderas novedades literarias y culturales. Hay, por ejemplo, leyendas orientales que hacen desfilar extrañas maravillas cosmológicas: islas de oro engarzadas con piedras preciosas y agraciadas con playas de azafrán; árboles dotados de la facultad del habla, cuyas hojas dan un zumo que permite caminar sobre el agua; caballos de madera que vuelan en un instante la distancia de 524 años; aves del Paraíso que ofrecen al viajero alimentos más blancos que la nieve, que nunca menguan; mancebos que relucen como una estrella y que caminan sobre el agua como un relámpago. Leemos descripciones de un cromatismo encendido que describen un ave con cabeza de oro, cuello de esmeraldas y plumas de azafrán, o bien animales que retan a los bestiarios medievales más imaginativos. Estos híbridos a veces se presentan como un león que tenía la mitad de la cabeza blanca y la otra mitad negra; o como un ángel con manos de camello y pies de fuego; o aún como una imposible culebra con semblante de camello y una hormiga con semblante de gacela. Finalmente, nos aturde la aparición de un ángel sentado sobre una montaña de esmeralda que se encarga de guardar cuarenta mundos de luz rarificada que constituyen el límite último del universo, detrás del cual subyace el poder inescrutable de Dios.

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Seleccionamos otro manuscrito y nos encontramos ahora con una carta dirigida a un alfaquí o doctor en la ley islámica escrita con gran premura. La autora de la misiva le pide que le haga llegar por vía secreta una alfombra de oración para llevar a cabo la «salat» u oración ritual. Especifica que la estera debe ser «halal» (hecha de materiales «lícitos») y fecha su carta apremiante el día cuatro de «al-yumu’a» (viernes) de Ramadán (el noveno mes del calendario musulmán). Es una carta desesperada, escrita, a todas luces, en la más estricta clandestinidad.

Nos quedamos perplejos ahora ante el hallazgo de una versión literaria del trasmundo que describe un extraño Paraíso habitado por huríes de ojos negros y belleza inimaginable. Su disposición es tan gentil que si una de ellas mirase el mar con su mirada celestial, endulzaría instantáneamente las aguas saladas. Pero una sorpresa todavía más extrema aguarda al lector de las letras aljamiadas, que lee ahora un tratado erótico anónimo que le evoca enseguida la tradición del Kama Sutra sánscrito de Vatsyayana, en el cual el autor aconseja cómo hacer el amor dentro del contexto de un matrimonio canónico. Nunca lo habíamos oído en lengua española: el sexo es sagrado y nos lleva a la contemplación de Dios. Desasosegante instrucción, no cabe duda, para la sensibilidad occidental. El narrador ofrece instrucciones detalladas acerca de cómo rezar mientras se hace el amor, y va desgranando azoras coránicas y plegarias piadosas para ser dichas por ambos cónyuges a lo largo de la cópula amorosa. El ritual devoto de esta unión sexual es totalmente ajeno a la tradición cristiana: recordaremos que San Agustín enseña en su De bono coniugali que el coito, aún cuando se lleve a cabo en el contexto de un matrimonio canónico, resulta invariablemente pecado venial. Santo Tomás de Aquino (1956: 308), por su parte, argumenta en su De matrimonium que la única manera que tiene la pareja en cuestión de escapar el pecado inherente a la cópula es detestar el placer que ésta produce: «si ut delectationem in illu actu quaerere sit peccatum mortali; delectationem oblatam acceptare sit peccatum veniale; sed eam odire sit perfectionem». Como herederos de esta angustiada tradición religiosa milenaria, nos cuesta dar crédito a la sacralización gozosa del acto nupcial inserta en los antiguos folios que tenemos entre las manos: al iniciar el abrazo nupcial, el esposo debe implorar reverentemente: biçmi ylahi [sic: «en el nombre de Dios»], y, una vez terminado el acto, ambos cónyuges se unirán en oración silente.

Los códices siguen confrontando el horizonte de expectativas del lector occidental. El teatro del...

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