El principio

AutorJulián López Richart
Cargo del AutorDoctor en Derecho, Universidad de Alicante

Introducción

Los primeros vestigios de nuestra figura se remontan a las fuentes romanas, en las que se concibe ya la posibilidad de que, al celebrar un contrato, las partes dispusieran la atribución de un derecho a favor de quien no había intervenido en él. Sin embargo, no está claro el tratamiento jurídico que recibió dicha institución, pues encontramos respuestas contradictorias en los textos, lo que ha motivado no pocas discusiones y una abundante literatura.

Conviene hacer dos precisiones que ayudarán a comprender el porqué de tanta confusión. En primer lugar, en los textos romanos no se encuentra ninguna expresión equivalente a la de contrato o estipulación a favor de tercero, sino que éstos se ocupan de forma genérica de la stipulatio alteri. No se trata de una mera cuestión de palabras. Dentro de la stipulatio alteri se comprendería no sólo lo que hoy conocemos como contrato a favor de tercero, sino también la figura de la representación directa1. El jurista romano no se ocupó de la delimitación conceptual de ambas figuras; en realidad, no fue necesario, ya que ambas recibieron un trato unitario, excluyéndose su licitud2.

En segundo término, merece ser destacado que el propio Derecho romano fue testigo en esta materia de importantes cambios. Los problemas surgen porque el origen de las fuentes romanas no siempre es claro; muchos textos que en la compilación justinianea son atribuidos a jurisconsultos clásicos, aparecen sin embargo alterados por la obra de los compiladores. Fue por tanto fundamental descubrir la presencia y alcance de esas interpolaciones para poder discernir la doctrina que es clásica de la que es posterior. Sólo así será posible delimitar las distintas etapas por las que pasó la doctrina de los contratos a favor de tercero en el Derecho romano.

Cabe resaltar, por último, que el hecho de que el jurista romano, huyendo de formulaciones abstractas, centrara su atención en la resolución de casos particulares, iba a hacer que esa evolución de la que hablamos se produjera de forma casuística, siendo por ello preciso determinar hasta qué punto esas soluciones suponen una superación de la concepción primitiva o más bien derogaciones puntuales de una regla general que continuaba vigente.

Sentido y alcance de la prohibición en el Derecho clásico

Como hemos adelantado, el Derecho romano consagró como principio general la prohibición de la stipulatio alteri, de donde se derivó la nulidad tanto de la representación directa como del contrato a favor de tercero3. A esta regla se añadió una excepción, en virtud de la cual las personas sometidas a potestad sí podían estipular válidamente para el pater familias, que adquiría de esta forma el derecho a exigir la prestación a la que se obligara el promitente. Es muy claro ULPIANO cuando dice: «alteri stipulari nemo potest, praeterquam si servus domino, filius patri stipuletur...»4. La misma regla aparece recogida por GAYO5, y se conservará en época de JUSTINIANO6.

Es cierto que en la mayoría de los textos la prohibición se formula en relación con la stipulatio, pero el ámbito de aplicación de la norma no quedaba restringido al referido contrato verbal, sino que debía regir para todas las formas de contratar conocidas en el Derecho romano7. No debe extrañar, por otra parte, que una regla de alcance general fuera consagrada en el capítulo dedicado a la stipulatio, pues ésta habría sido la forma más común y extendida en la práctica8. Contamos además con otros testimonios que extienden la regla más allá de la stipulatio al ámbito de los contratos causales9.

Pero lo que más interesa al objeto de nuestro estudio es que el jurista romano extrajo de esa prohibición de la stipulatio alteri una doble consecuencia. En primer término, por lo que respecta a la posición del tercero, pareció evidente que éste no podía derivar una acción del contrato en el que no había intervenido («...ex alieno pacto non prorsus ei ulla competit actio»)10. La misma conclusión se extraería ya de la vieja regla que impedía la adquisición de un derecho por medio de otra persona11. Sin embargo, hoy nadie discute que la prohibición de la stipulatio alteri significó no sólo la ineficacia del contrato frente al tercero, sino la nulidad absoluta del mismo, también entre las partes contratantes12. Por lo tanto, tampoco el estipulante podía exigir del promitente el cumplimiento de la prestación que se hizo prometer para otro. Es más, parece que, al proclamar la nulidad de la estipulación, la regla «alteri stipulari nemo potest» estaría pensando más en privar de eficacia al contrato entre las partes que en la ineficacia frente al tercero13, consecuencia esta última que, como vimos, habría sido mucho más clara para el jurista romano.

La confirmación de que en el Derecho clásico ni el tercero ni el estipulante tenían acción para exigir la prestación la encontramos en el tratamiento que recibió la stipulatio mihi et Titio, en la que el estipulante se hacía prometer simultáneamente una prestación para sí y para un tercero. Semejante supuesto provocó el enfrentamiento de las dos grandes escuelas clásicas, del que nos ha llegado el testimonio auténtico de GAYO14. El objeto de la discusión no fue en ningún caso la posibilidad del tercero de reclamar la prestación pactada a su favor. Que lo estipulado para el tercero era inútil no daba lugar a dudas. Lo que se debate es en qué medida el promitente quedaba obligado frente al estipulante, si por el todo o sólo por la mitad de la prestación. Para los Sabinianos, la designación del tercero se consideraba superflua y debía tenerse por no puesta. Suprimiendo la mención del tercero lo que nos queda es una estipulación para el estipulante, por lo que éste podría reclamar el todo. Por su parte, la escuela Proculeyana, más proclive siempre a indagar la voluntas contrahentium y por analogía a la solución universalmente admitida en relación al legatum per damnationem15, consideró que el que estipula para sí y para un tercero expresa su intención de no adquirir más que la mitad de la suma estipulada, atribuyendo la otra mitad al tercero y, dado que la stipulatio alteri es inútil, sólo por la mitad de la prestación puede considerarse obligado el promitente. Siguiendo la solución proculeyana, la voluntad de quien estipula diez para sí y para otro es la de estipular cinco para cada uno. Hay pues dos estipulaciones, una en favor del estipulante y otra en favor de un tercero, de las que sólo la primera es válida y eficaz, de forma que el promitente queda obligado frente al estipulante por los cinco que le corresponden. La estipulación en favor de tercero, sin embargo, no vincula al promitente ni frente al tercero ni frente al estipulante16. Justiniano terminará por acoger esta última solución17. Pero, la enseñanza que cabe extraer en relación con la cuestión que estamos tratando es que, tanto para Sabinianos como para Proculeyanos, el tercero carecía de acción y que si el estipulante podía exigir la prestación era en función de la stipulatio sibi y no de lo que estipuló para el tercero.

El fundamento de la regla

El origen de la regla «alteri stipulari nemo potest» hay que buscarlo en aquella otra más antigua y fuertemente arraigada en la conciencia jurídica romana según la cual nadie puede adquirir un derecho por medio de otra persona libre no sometida a su potestad18 («per liberam personam, quae in potestate nostra non sunt, adquiri nobis non potest»)19. Esta norma era, a su vez, una derivación de la peculiar estructura patrimonial de la familia romana, donde el pater familias aparece como único sujeto con capacidad patrimonial, de manera que lo adquirido por hijos y siervos revierte automáticamente en el patrimonio de aquél. El paralelismo de ambas normas es evidente20. Igual que el esclavo adquiría para el dominus y el hijo lo hacía para el pater familias, la regla «alteri stipulari nemo potest» excluyó de su ámbito de aplicación los contratos celebrados por personas sometidas a potestad. El contrato era válido en estos casos. No es difícil de entender esta solución si pensamos que el dominus y el pater adquirían siempre los derechos derivados de aquellos contratos celebrados por quienes estaban bajo su potestad, prescindiendo de la voluntad de las partes en el negocio, debido a la unidad patrimonial de la familia romana y a la intensidad del vínculo surgido tanto de la patria como de la dominica potestas21. No había razón alguna para negar esa misma solución en presencia de una stipulatio expresamente alteri.

Volviendo a las consecuencias que se derivaron del dogma clásico, debemos preguntarnos cómo se explica que el Derecho romano no se contentase con proclamar la ineficacia frente al tercero, sino que extendiese los efectos de la prohibición a los mismos contratantes.

En algunos fragmentos se alude, para justificar la nulidad, a la falta de interés del estipulante en el cumplimiento de la prestación a un tercero22. Es mérito de PERNICE, no obstante, haber descubierto que, allí donde los textos clásicos se refieren al interés del estipulante, estamos ante la huella de interpolaciones posteriores23. Hoy esta afirmación es comúnmente compartida24, lo que ha hecho que la doctrina romanista se pregunte por la verdadera razón que llevó al Derecho clásico a proclamar la ineficacia de la stipulatio alteri también frente al estipulante25. Constituye éste uno de los temas que los autores han tratado con mayor insistencia, existiendo en torno al mismo una gran disparidad de posturas.

La mayoría atribuyen aquella consecuencia a la naturaleza formal de la estipulación romana, en cuya fórmula solemne no tendría cabida la designación de un tercero como beneficiario26. El stipulator interroga «mihi dari spondes?» y el promissor responde «spondeo», de la pronunciación de esos verba nacía un vínculo entre aquellos que habían intervenido en el acto, siendo por tanto contrario al esquema de la stipulatio la designación de una tercera persona, lo que habría llevado...

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