Política social y ciudadanía.

AutorManuel Herrera Gómez
CargoUniversidad de Granada.
Páginas35-54

Política social y ciudadanía 1 MANUEL HERRERAGÓMEZ * 1. INTRODUCCIÓN: CIUDADANÍAY DESIGUALDAD DE CLASE E n la literatura políticosocial, el aná lisis de la ciudadanía ocupa un lugar privilegiado. La referencia más sig nificativa son las aportaciones de T. H. Mar shall en su obra Ciudadanía y clase social. Este clásico se presenta como obligado punto de partida. Lo es por dos buenos motivos: bien sea para examinar las ideas centrales, bien sea para definir los límites del campo de in vestigación. Empezaremos por la definición. Marshall define la ciudadanía como aquel conjunto de derechos y deberes que vincula al individuo a la plena pertenencia a una socie dad. El nucleo central de su tesis está constitui do por la descomposición de la ciudadanía en tres elementos: el civil, el político y el social. El primero, el civil, se compone de los derechos indispensables para el ejercicio de las liberta des individuales: personales, de palabra, de pensamiento y de creencia, el derecho de po seer las cosas en propiedad y de estipular contratos válidos, además del derecho a una justicia imparcial. El elemento político com prende el derecho a participar en el ejercicio del poder político bajo las formas y modos permiti dos. Por último, el social, «agrupa toda una gama que va desde un mínimo de bienestar y de seguridad económica hasta el derecho a participar plenamente en la convivencia so cial y a vivir la vida de personas civiles según los cánones vigentes en la sociedad» 2 . Marshall establece una sucesión diacróni ca de estos tres aspectos, sucesión que se ex tiende a lo largo de tres siglos de historia. El desarrollo de los derechos civiles alcanza su máxima expresión en el siglo XVIII, los dere chos políticos en el XIX y los derechos sociales en el XX. Sin embargo, la evolución de la idea de ciudadanía es mucho más compleja, bien sea en las dimensiones del espacio, bien sea en las dimensiones del tiempo, bien sea en los elementos que la componen. Los diversos tipos de derechos (civiles, políticos y sociales) han te nido recíprocas influencias según recorridos históricos diferentes y no necesariamente se cuenciales. Así nos lo recuerdan autores como Paul Veyne 3 , Walter Ulmann 4 o Pierpaolo Do nati 5 . Ahora bien, la tesis de Marshall es co rrecta al señalar que, durante todo el siglo XIX, los derechos sociales eran sustancialmente aje nos al status de ciudadano. Las primeras leyes de pobres consideraban «las pretensiones del pobre no como parte integrante de los derechos del ciudadano, sino como una alternativa: como una pretensión que sólo podía encontrarse si los postulantes dejaban de ser ciudadanos en cualquiera de los significados genuinos de la palabra» 6 . 35 * Universidad de Granada. 1 Agradezco al Profesor JULIO IGLESIAS DE USSEL (Uni- versidad de Granada) cada una de las sugerencias que me hizo en la elaboración de este trabajo. 2 T. H MARSHALL (1976:9). 3 Véase C. MEIER, P. VEYNE (1989). 4 Véase W. ULLMANN (1974). 5 Véase P. DONATI (1993). 6 T. H MARSHALL (1976:20). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 El análisis del sociólogo inglés posterior mente introduce otra novedad: la relación en tre el concepto de ciudadanía y el concepto de desigualdad de clase. Más concretamente: «el efecto de la ciudadanía sobre la clase social adquiere la forma de un conflicto entre princi pios opuestos» 7 . Escribe Marshall: «la ciuda danía es un status que se confiere a aquellos que son miembros de pleno derecho de una co munidad. Todos los que poseen este status son iguales respecto a los derechos y a los deberes conferidos por tal status», en consecuencia, es independiente del valor que la sociedad atri buye a las aportaciones ofrecidas al proceso económico, a la posición que los individuos tienen en el mercado. En contrapartida, «la clase social es un sistema de desigualdad». Llegados a este punto, el problema es ex plicar cómo el crecimiento y la afirmación de la ciudadanía coinciden con el desarrollo del capitalismo que, esencialmente, es un siste ma de desigualdad. En otros términos, ¿qué es lo que ha permitido que estos dos sistemas se reconcilien entre sí, se alimenten el uno al otro hasta ser aliados antes que antagonis tas? Marshall es muy claro. Intenta demostrar que «la ciudadanía y otras formas externas a ella han alterado la estructura de la desigual dad social» 8 . Alterar, y no anular. En concreto, sostiene y demuestra que las desigualdades económicas aún están insertadas en el siste ma capitalista, pero su permanencia ha sido progresivamente más difícil como consecuencia del enriquecimiento del status de la ciudadanía: «Existe menos espacio para estas desigualdades a la par que aumentan las posibilidades de pro testa de las mismas» 9 . ¿Cómo y por qué ha sucedido? ¿Qué cam bios han favorecido y acompañado este lento proceso de adaptación entre los derechos de libertad insertados en la ciudadanía y las de sigualdades funcionales de la sociedad de mercado? Son preguntas cuya respuesta es fácil: basta con recorrer los acontecimientos que han derivado en la construcción del Esta do Social. Brevemente, se pueden afrontar adecuadamente estos interrogantes si revisa mos las leyes sociales introducidas por Bis marck a partir de 1883 para resolver la cuestión social (Arbeiterfrage), o bien si retoma mos los puntos centrales del debate político y social que acompañaron a la aprobación y puesta en marcha del Plan Beveridge tras la Segunda Guerra Mundial. El problema de Bismarck era «asegurar que el nexo monetario permaneciese como la bisagra de la distribución» 10 , incluso ante la amenaza de la cuestión social (Arbeiterfrage). Sus objetivos de fondo eran consolidar el go bierno del Imperio y alejar el peligro de una crisis económica. Para su consecución incluso está justificada la represión de las masas obreras. En este contexto, la oferta de refor mas y servicios sociales, paralela al reconoci miento de los derechos fundamentales de ciudadanía, se presentaba como un medio de intercambio para alcanzar un acuerdo políti co entre las partes. Dicho de otra manera, un contrato social adaptado a la situación. El marco donde se inserta Beveridge es más complejo. Las limitaciones introducidas por Bismarck en la esfera de las libertades de la clase obrera alemana, paralelas a las medi das de seguridad social, no eran compati bles con la configuración institucional de la sociedad inglesa de los años cuarenta. Habían cambiado las razones de intercambio. Las posi bilidades de compromiso se habían trasladado a otros niveles. Nuevos problemas, ligados al funcionamiento de la economía de mercado, im ponían sus condiciones. De esta forma, la in novación doctrinal y legislativa introducida por Beveridge se vio obligada a abrazar la so lución de «un sistemático compromiso entre las contradictorias estructuras e ideologías 36 ESTUDIOS 7 T. H MARSHALL (1976:24). 8 T. H MARSHALL (1976:63). 9 T. H MARSHALL (1976:64-65). 10 G. ESPING-ANDERSEN (1985:254). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 del estado asistencial y de la economía de mercado. Sociedad libre (...), capitalismo de mercado y crecimiento de las fuerzas políticas y sociales reformistas (...) pueden coexistir ---este es el nucleo de la cuestión--- a condi ción de que el Estado asegure con sus inter venciones (...), para todos de la misma manera (...), lo necesario para vivir y una ocupación para las personas activas» 11 . En consecuencia, el espacio de acción de la política va a estar limitado por la necesidad de introducir algunas correcciones no margi nales a la acción del mercado, manteniendo al mismo tiempo inalterables los requisitos esenciales del sistema económico capitalista. Dentro de este compromiso, la ciudadanía representaba la corrección más eficaz. Más concretamente, alterará la estructura de la desigualdad social y hará más difícil la per manencia de las desigualdades adquiridas producidas por la economía de mercado. 2. CIUDADANÍAY ESTADO SOCIAL Aparentemente, esta disgresión nos aleja del tema de nuestro análisis. Ahora bien, en realidad resulta indispensable para entender algunos puntos referentes a la relación entre ciudadanía y desigualdad social: 2.1. Primero, en el debate político del si glo XIX y de la primera mitad del XX, el pro blema de la ciudadanía gira en torno al concepto de clase o a las desigualdades econó micas producidas por las relaciones de produc ción. De ahí que Marshall ubique en el centro del análisis la pareja conceptual ciudada nía/clase: el reconocimiento de los derechos de ciudadanía esencialmente sirve para redu cir o controlar la virulencia del conflicto de clase y para contrarrestar las desigualdades producidas por el mercado, o el conjunto de diferencias que tienen su origen en los com portamientos adquisitivos de los ciudadanos. 2.2. Segundo, demuestra que el Estado Asistencial construido por Bismarck y poste riormente por Beveridge, jamás se ha con vertido totalmente en un Estado Social. Más concretamente, se limitaba a proponer aque llas reformas sociales que habrían permitido corregir las disfuncionalidades del sistema económico capitalista, pero siempre a condi ción de mantener inalterada la estructura fundamental. En otros términos y brevemente, el Estado Social nacía esclavo y contradictorio. Sus programas fomentaban más el progresivo be neficio del mercado y la acumulación capita lista, que la igualdad fundamental de los derechos de los ciudadanos, la justicia distribu tiva, la atribución a todos de iguales oportuni dades de vida o la recuperación de individuos y grupos marginales, resultado éste de la mis ma acción del mercado. En realidad, el compromiso fundamental entre la lógica de la seguridad social y la lógi ca de la acumulación, compromiso en el que se apoyaba ---y se apoya--- el Estado Social, se presentaba vacilante y precario. Vacilacio nes y precariedades más por parte del merca do que por cuanto concierne a las garantías de justicia y de atención de las esenciales ne cesidades de los ciudadanos. Buena muestra de ello es que los derechos sociales implícitos en el principio de ciudadanía no se traducen en medidas concretas gracias a su evocación formal. «El carácter de una sociedad ---como justamente ha advertido R. H. Tawney--- se encuentra más determinado por los poderes efectivos que por derechos abstractos. No de pende de lo que sus miembros tienen derecho a hacer, sino de qué cosa son capaces si lo de sean» 12 . Por ejemplo, la universalidad de las prestaciones no es suficiente para garantizar la efectiva actuación de la justicia distributi va cuando ésta no viene acompañada de me didas para el mantenimiento de los ingresos. Qué servicios particulares deben ser incorpo 37 MANUEL HERRERA GÓMEZ 11 A. ARDIGO (1977:54). 12 R. H. TAWNEY (1975:637). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 rados en los derechos sociales, o bien distri buidos según criterios nodemercado, y cuál debe ser el nivel de los beneficios repartidos, son temas que no pueden ser abordados con la misma metodología con que se procede en materia de derechos civiles y derechos políti cos. Estos últimos establecen las reglas del juego, por su parte, los derechos sociales re presentan el resultado. Y éste viene dado por la efectiva correspondencia entre prestacio nes elaboradas y las reales necesidades de los ciudadanos. En cuanto que las raíces del Estado Social se hunden en la férrea lógica del contrato de trabajo o de la disponibilidad/necesidad de trabajar, el objetivo de una verdadera igual dad de oportunidades entre los miembros de la sociedad aparece como una quimera inal canzable ubicada en un escenario caracteri zado por profundas desigualdades sociales. En concreto, las desigualdades producidas por la actividad y los comportamientos de los ciudadanos en el mercado. Con el paso del tiem po, los proyectos de Beveridge sobre el pleno empleo en la sociedad occidental y el estableci miento de una red de protección para aquellos que no gozaban de ingresos procedentes del trabajo y no estaban en situación de pagarse su seguridad social, se ha ido presentando como un error de previsión y cálculo. 3. LA SOCIEDAD DEL TRABAJO Y SUS CONTRADICCIONES La solución escogida por Beveridge, dise ñada a partir de las tesis elaboradas por Key nes, ha sido un momento necesario del proceso iniciado con la «gran transformación» del siglo XVIII. Indudablemente ha derivado en impensables posibilidades de vida para una parte importante de la población. Posi blemente no existían soluciones mejores. En cualquier caso, ha sido la respuesta obligada de las sociedades nacidas de las revoluciones burguesas e industriales a los desafíos plan teados por la lucha de clases. El Estado Social que emergía de estos pro fundos cambios institucionales dependía irre mediablemente de la sociedad del trabajo. No sólo porque venía financiado por los trabaja dores activos. También porque las posibilida des de los individuos para disponer de los recursos necesarios con los que contribuir al coste de las intervenciones estaban ligadas al crecimiento de la producción y a la ampliación del mercado. La educación en este sistema es preparación para la actividad profesional. La salud esencialmente se reduce a la capacidad de trabajo. Las pensiones no son más que el mérito compensado por una vida de trabajo. La indemnización por desocupación ubica a las personas en condición de superar un pe riodo de alejamiento no voluntario del traba jo. En síntesis, todas las intervenciones de welfare están dirigidas hacia el mismo objeti vo: absolver los deberes del ciudadano en la producción de recursos necesarios para la propia subsistencia y, eventualmente, la de la propia familia. La sociedad introduce al individuo en el mercado, por ello justifica su formación. Mantiene ciertos vínculos derivados de la tradición dominante y, en buena medida, por ello justifica el trabajo de reproducción de las amas de casa. Recompensa una vida la boral y por ello se compromete a sostener parcialmente los costes de seguridad. Finan cia la imposibilidad temporal de trabajar y paga los costes de la desocupación y enferme dad. Ahora bien, no es capaz de elaborar lo necesario para quien no posee algunas de es tas prerrogativas negativas. La acción positiva del Estado Social tradicional sólo atiende y se justifica en presencia de una incapacidad nega tiva para formar parte de la vida productiva. Jamás en otros casos. Un tejido complejo de mecanismos asistenciales y de seguridad en tra en relación con la lógica del mercado y de la acumulación. En suma, el welfare no es mas que la versión humanista y benéfica del workfare. Llegados a este punto, el contraste con la idea de ciudadanía es evidente. La ciudada 38 ESTUDIOS REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 nía es el conjunto de derechos subjetivos que corresponden de igual manera a todos los ciu dadanos, independientemente de su posición en el mercado y exclusivamente en relación a su pertenencia a la opinión pública democrá tica. Como señala Dahrendorf, «la ciudada nía es la limitación de los mercados y de la política: el umbral mínimo de derechos que no debería violar ningún sistema de tipo democrá tico» 13 . Por su parte, la sociedad del trabajo es tablece un límite insuperable al reconocimiento de estos derechos. No en vano, subordina la ac tuación a la participación de los ciudadanos en las actividades productivas que se desa rrollan en el mercado o a la dependencia de aquellos que forman parte de estas activida des. El contraste entre estas dos lógicas ---por una parte, la lógica del welfare y de la ciuda danía, por otra, la lógica del workfare y de la sociedad del trabajo---, no ha impedido la rea lización de interesantes progresos en las con diciones de existencia de la población. Ahora bien, conviene hacer una matización: ésto sólo ha ocurrido cuando la mayor parte de la población ha estado en situación de mantener un ligamen con el mercado, es decir, disponía de un puesto de trabajo que cubría una parte importante del propio ciclo de vida. Las difi cultades y los contrastes emergen cuando un número creciente de personas se ubican fuera del trabajo, o sea, están privadas de aquellos presupuestos que permiten reclamar para sí y para la propia familia el reconocimiento y las garantías que se derivan de la ciudada nía. Cuando ésto se verifica, el ser plenamente miembro de la sociedad y gozar de las posibi lidades de participación en la vida social, in dependientemente de la propia ubicación en el mercado, es algo que no debe darse por des contado. En estas condiciones, la sociedad no reconoce como miembros de pleno derecho a aquellos que se sitúan fuera del mercado. Como observa Dahrendorf, «en la sociedad del trabajo ---que es la sociedad de una mayo ría que tiene trabajo--- a los hombres margi nados se les obliga a buscar en sí mismos la responsabilidad de su condición» 14 . En con secuencia, están excluidos de la protección social por el mismo motivo por el que eran protegidos en la sociedad tradicional: enton ces porque eran una clase, ahora porque no lo son, o bien porque no son una mayoría esta dística, sino una minoría estadística y social. La situación actual es totalmente diferen te respecto a las condiciones existentes en el momento que se forja la idea de Estado So cial, es decir, cuando se intentó conciliar el principio de ciudadanía con la lógica del libre mercado. Entonces la división circulaba a través de las clases. Ahora recorre itinerarios y caminos, a menudo contradictorios entre sí, que conservan un ligamen suficiente pero no necesario con la posición del individuo en la estructura de las relaciones de producción. Entonces, las reivindicaciones de derechos esencialmente se fundaban en las desigual dades de tipo adquisitivo. Ahora se afirman pretensiones que pueden encontrar su mo mento constitutivo en atributos de diversa naturaleza, también adscriptiva. Lo acontecido puede resumirse en la fór mula de un aumento progresivo de la comple jidad social. Ante el desafío de los «nuevos derechos» o de las «nuevas marginaciones» (que no sustituyen, sino que, al contrario, se unen y se sobreponen a las viejas), las líneas de fractura internas a la sociedad se han mul tiplicado y complicado desde hace algún tiem po. Han cambiado los objetivos en disputa y han emergido nuevos protagonistas. Y con ellos se impone la exigencia de definir desde el principio las libertades a proteger, las per tenencias a tutelar, las dimensiones espacio temporales a considerar. Se ha verificado la pérdida del centro en la organización de la so ciedad occidental moderna, una «reclasifica 39 MANUEL HERRERA GÓMEZ 14 R. DAHRENDORF (1990:138). 13 R. DAHRENDORF (1990:121). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 ción analítica de los intereses» 15 , que ha ido acompañada de tantas «cartas» y «declaracio nes» de defensa de los derechos para un am plio radio de categorías de ciudadanos, a menudo inconciliables entre sí. El efecto es una pluridimensionalidad de las ventajas y de las desventajas. Tanto unas como otras recorren caminos sustancialmen te diferentes a los del pasado e invierten «cuestiones vitales (de destino, de tiempo y de significado) para hombres y mujeres» 16 . Di cho en pocas palabras, las sociedades progre sivamente se han ido descomponiendo en una multiplicidad de diferencias económicas, ét nicas, religiosas, culturales, de edades, géne ros y generaciones. Todas ellas no tienen ya como momento constitutivo la clase y, por tanto, las relaciones de producción. Como muchos analistas han puesto de ma nifiesto, las sociedades se han fracturado en tre una mayoría formada por los que tienen trabajo y una minoría compuesta por exclui dos, aunque también entre aquellos que tienen puestos de trabajo seguros y bien pagados y aquellos que poseen puestos inseguros y mal retribuidos. Las sociedades se desgarran en múltiples dualismos y deformidades que, desde condiciones particulares, alcanzan el estadio de desarrollo de los sistemas sociales capita listas. A ellos se sobreponen, con resultados diversos, las progresivas reformas introduci das por el Estado Social. En síntesis, nos en contramos ante dualismos y deformidades que anulan las categorías interpretativas tradicionales e imponen la elaboración de un nuevo marco conceptual y el uso de instru mentos analíticos diversos a los elaborados por la cultura políticosocial del pasado. 4. LA CIUDADANÍA, UNA PARADOJA «Ciertamente, las desigualdades entre los seres humanos no son una novedad del pro yecto moderno». S. Veca justamente ha obser vado que «una vez aceptada la prioridad cons titutiva de la libertad, que genera la promesa de igual ciudadanía para los individuos, el hori zonte reciente, y esencialmente incumplido de la modernidad, reside en la particular naturaleza de las desigualdades» 17 . La contradicción es talla y el moderno concepto de ciudadanía aparece vacío. Un vacío que ya no responde plenamente a los objetivos que debía servir, en cuanto que en la escena social se afianzan instancias y sujetos que anteriormente se ubicaban en los márgenes del contexto civil, desbordando el área de aplicación de los dere chos de ciudadanía. Cuando esto sucede, ya no es suficiente reclamar el criterio de la ciu dadanía para decidir lo que es y no es justo, quién tiene derecho y quién no, en breve, quién es igual y quién es diverso en una de terminada sociedad. Estamos ante una situación paradójica: al mismo tiempo que la idea tradicional de ciu dadanía ya no es adecuada para un amplio conjunto de sujetos sociales, por tanto debe ser cambiada o abandonada; sólo a través de una praxis efectiva, es decir, su aplicación a aque llos que le son extraños, es posible garantizar a todos, prescindiendo de su condición cultu ral, social o económica, la emancipación y la igualdad de posibilidades que prometía reali zar. Por tanto, como sugiere G. Zincone, «es ne cesario regresar a Marshall y dar un paso al frente» 18 . De un lado, superar los límites de aquella idea (y del análisis que registra la vi cisitud histórica) ya que la igualdad impues ta por los derechos de ciudadanía, tal y como la entiende Marshall, se reduce a «controlar jurídicamente» las diferencias de status pro ducidas por el mercado: aquellas diferencias que «emergen de la sinergia de una serie de factores conectados a las instituciones de la propiedad, de la educación y a la estructura 40 ESTUDIOS 15 Véase A. PIZZORNO (1983). 16 S. VECA (1990:44). 17 S. VECA (1990:28-29). 18 G. ZINCONE (1992:279). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 de la economía» 19 . Por tanto, no se tiene pre sente o se da por descontado un amplio y varia do paquete de diferencias de status «fundadas y definidas por las leyes y las costumbres de la so ciedad». Ir más alla de Marshall, y de la confi guración societaria welfare/workfare que refleja. No hemos de olvidar que el proceso de modernización ha revocado dudosamente la legitimidad de las leyes y de las costumbres de la sociedad (de aquella sociedad) al identi ficar el freno y el vacío que pueden generar en la afirmación concreta de los derechos de ciu dadanía. Aún más, dicho proceso sólo ha puesto de manifiesto que son condiciones pre jurídicas que pueden debilitar el ejercicio de los derechos sociales y condiciones prepolíti cas que actuán negativamente sobre el ejerci cio de los derechos políticos 20 . En cambio, ha olvidado que los derechos sociales, el elemen to que corona la ciudadanía, resulta una mera retórica allí donde no han estado garan tizados los derechos de libertad y de partici pación en la vida política. De otro, regresar a Marshall: si ésto implica dar sustantividad al complejo de los derechos que componen la ciudadanía del proyecto mo derno, incluir a quien actualmente está exclui do y reducir el abismo que se abre entre el reconocimiento formal de los derechos y la efectiva posibilidad de ejercerlos por quien los posee. Por tanto, sin olvidar la distinción entre igualdad de hecho, que «se mide respec to a las consecuencias sociales observadas por las reglas jurídicas para los interesados», e igualdad jurídica, que «se refiere a su capaci dad de poder decidir libremente a partir de las propias preferencias en el marco de las le yes» 21 ; y teniendo presente, como observa Ha bermas, que «un programa jurídico es discrimi nante si no es sensible a los efectoslímite de las libertades que se derivan de las desigualdades de hecho», pero es siempre «paternalista si no es sensible a los efectos colateraleslímite de las li bertades que se derivan de la compensación estatal de tales desigualdades» 22 . 5. VERSIONES DE LA CIUDADANÍA: REALIDAD Y NORMA Entre las versiones incompletas de la ciu dadanía nos encontramos con expresiones que difícilmente pueden reducirse a simples diferencias de ingresos. Aún más, presentan una complicada mezcla de factores económi cos y socioculturales. Un rol particular debe atribuirse a las diferencias de status que hun den sus raíces en las variables de género, en la edad y en la raza. A éstas les acompañan otras tales como la minoría de edad o diver sas situaciones acontecidas en el curso de la existencia, por ejemplo la enfermedad. Se configura así una constelación de expresiones que oscurecen las conquistas del Estado So cial contemporáneo. No sólo eso, nos llevan a dudar del grado de cobertura de los derechos de ciudadanía hasta ahora asegurado por es tas sociedades, invitando a contemplar los fracasos y las apariencias que se esconden de trás del funcionamiento de las democracias occidentales. En estas páginas analizaré algunas de es tas situaciones: la mujer, los menores y los emigrantes. Mi tesis no tiene nada de innova dor, tan sólo me limito a constatar una evi dencia: la realización de una ciudadanía plena aún constituye un objetivo muy lejano para buena parte de la población, o sea, un «proyecto no realizado». Es el punto de parti da para demostrar cómo en los fundamentos de la exclusión se ubican una serie de aprio 41 MANUEL HERRERA GÓMEZ 21 J. HABERMAS (1992:500). 22 J. HABERMAS (1992:503). 19 T. H MARSHALL (1976:26). 20 Un buen ejemplo de esta tesis nos lo ofrece J. HA- BERMAS (1987) (1991). Aún más, para el sociólogo de los mundos vitales racionalizados las pertenencias sociales y culturales son simples tradiciones que sobreviven, y no modelos de innovación cultural que puedan producir un futuro (o sea, modernización). En opinión de J. C. ALEXAN- DER (1990), Habermas no puede justificar las «pertenen- cias» más que como planteamientos particularistas porque le falta una adecuada teoría de la cultura. REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 ris que atropellan aspectos generalmente no incluidos en los derechos de ciudadanía; as pectos sin embargo basados en las costum bres, en las leyes y en los usos de la sociedad. Conviene tener presente que los tres casos es cogidos (la mujer, los menores y los emigran tes) son ejemplos de mutaciones políticas, sociales, demográficas y culturales que han tenido como efecto la necesidad de un cambio sustancial de la idea tradicional de la ciuda danía. 5.1. La ciudadanía «limitada»: la mujer Regresemos por un instante a Marshall. Aunque sus intereses tuviesen como objetivo profundizar en los ligámenes entre la ciudada nía y la desigualdad social, olvidó completa mente el análisis de la relación entre la ciudadanía y la esfera privada personal, entre los derechos civiles, políticos y sociales recono cidos a los singulares ciudadanos en la esfera pública y el status de dependencia presente en el interior de la esfera privada 23 . Esto equivale a ubicar fuera del cuadro la condición femeni na. Sin embargo, el caso de las mujeres consti tuye un auténtico emblema para entender cómo la concesión de algunos derechos es una condición necesaria, pero no sufiente, para garantizar la plena ciudadanía. G. Zincone ha planteado recientemente la siguiente pre gunta: «¿Qué muestra el caso de las mujeres a la teoría de la ciudadanía?», y ha demostrado que ésta permite, al menos en tres aspectos, concluir un salto de calidad en la compren sión del problema de la ciudadanía: a) «la de terminación de la ciudadanía tiene lugar en sede prepolítica (en el derecho civil, de familia, del trabajo, etc.)»; b) «la ciudadanía aparente mente democrática pretendida para todos es siempre de alguno, no es perfectamente neutra»; y c) «los criterios asumidos en el pasado como le galmente discriminantes (sexo, ingresos, educa ción, etc.) siguen actuando en las democracias contemporáneas, llegando a levantar barreras que impiden tanto el ejercicio de los derechos po líticos como de los derechos sociales» 24 . «La ex clusión ---apunta Zincone--- actúa antes a nivel prepolítico que político. Posteriormente, en este último ámbito, se mueve no sólo a través de una limitación de los recursos, también mediante la elección de reglas que después devalúan en el mercado político la capacidad de adquisición de los ya escasos recursos de los excluidos (...)» 25 . Esto también es válido por cuanto concierne a la tutela de los derechos sociales. No sería difícil demostrar cómo éstos también dependen de las garantías que son concedidas a la mujer en el terreno de las libertades civiles y en el ejercicio efectivo de la participación po lítica 26 . Ciertamente, a las mujeres les han sido reconocidas sus justas reivindicaciones de paridad. Teóricamente, en las sociedades occidentales han sido superadas las discri minaciones jurídicas que ubicaban a la mu jer en un estado de subciudadanía. A pesar de ello, en la actualidad siguen existiendo ba rreras que obstaculizan la paridad sustancial entre sexos, barreras que impiden o limitan la autodeterminación individual de la mu jer. El mayor obstáculo nos lo ofrece la de pendencia de la mujer en el interior de la familia y la desigual distribución del traba jo en la asunción de objetivos referentes a la asistencia de la prole y a la gestión de la casa. En efecto, la mujer es sólo el sujeto (libre) utilizado en una actividad interna de trabajo de la casa que ampliamente supera los lími tes de cansancio y de tiempo indispensables para su exclusivo mantenimiento. El trabajo doméstico de la mujer compensa, integra y sustituye al trabajo no realizado por el resto 42 ESTUDIOS 23 G. PASCALL (1986:9). 24 G. ZINCONE (1992:187-88). 25 G. ZINCONE (1992:1989). 26 Un interesante y reciente estudio sobre algunos de estos aspectos nos lo ofrece ANDRÉS OLLERO (1999). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 de los miembros de la familia 27 . Todo ello puede comprenderse mejor si se confronta con otros roles de la familia: para la mujer adulta la relación con el mercado de trabajo «generalmente suele estar mediatizada por las estrategias de la familia» 28 ; sin embargo, para el hombre adulto la relación con el tra bajo doméstico tiende a estar mediatizada por el trabajo retribuido por el mercado; por su parte, para el niño (masculino o femenino) es el trabajo escolar o la formación la que me diatiza la relación con el trabajo doméstico. Por tanto, sólo en la mujer es válida la si guiente regla: «el trabajo retribuido interfiere en su capacidad de satisfacer las necesidades sociales, y sus compromisos en la atención de dichas necesidades a su vez interfieren en su vida en la esfera productiva (...)» 29 . He aquí el ligamen con la ciudadanía. En cuanto que en las sociedades del welfare state el reconocimiento de la ciudadanía está sub ordinado a la participación de los ciudadanos en las actividades producticas que se realizan en el mercado de trabajo, una parte de los tiempos sociales de la mujer no son reconoci dos en la ciudadanía; o si lo son, acontece en términos vicarios, por intermediación perso nal, pero, en cualquier caso, en condiciones de dependencia económica y social. Como ha puesto de manifiesto A. Leira, nos econtra mos ante un doble concepto de ciudadanía: «uno ligado al ciudadano que trabaja para el mercado, otro al ciudadano al que son confia das las actividades de asistencia (...). Lo que falta es un concepto de ciudadanía que reco nozca la importancia social del trabajo de asistencia y permita englobar aquellos ciuda danos cuya vida adulta implica tanto activi dades productivas para el mercado, como labores de asistencia a los otros» 30 . Las res ponsabilidades confiadas a la mujer en la es fera doméstica, en cuanto no son distribuidas y participadas equitativamente con el varón, plantean severas limitaciones al ejercicio de los derechos de las mujeres en la esfera so cial, económica y política. Los cambios que han tenido lugar a lo largo del tiempo han influido notablemente sobre la condición de la mujer. En la actualidad, el cua dro ha evolucionado. Las transformaciones «acontecidas en la ubicación de la maternidad en la economía temporal y simbólica de la mu jer (...), en la participación en la educación y (...) en la inclusión en el trabajo remunerado constituyen las dimensiones más interesantes del cambio en los comportamientos y en los mismos modelos de géneros femeninos en to dos los países occidentales» 31 . Este conjunto de mutaciones ha derivado en la crisis del modelo de ciudadanía basado en la pertenen cia de los ciudadanos al mercado de trabajo, exclusivamente entendido como «trabajo para el mercado». Ha dado lugar a la emergen cia de peticiones autónomas de reconocimiento de las actividades ejercidas fuera del mercado. Ha profundizado en las contradicciones entre trabajo productivo y reproductivo de las muje res. Ha puesto de manifiesto las limitaciones que de la suma de los dos trabajos se derivan en el pleno y efectivo ejercicio de los derechos formales de ciudadanía. Por tanto, en la agenda política se introdu ce la variable del tiempo como condición de la participación democrática y como criterio de regulación de la equidad en la distribución de los recursos. Las pretensiones son anu lar la tradicional oposición entre esfera de la producción y esfera de la reproducción, entre lugar de trabajo y lugar de vida, entre aplicación a las cosas y los objetos destina dos al intercambio y atención de las personas, para defender la introducción de un punto de referencia universal que trascienda las con vencionales distinciones de género y de edad en la división de las responsabilidades socia les y de los recursos disponibles. Progresiva 43 MANUEL HERRERA GÓMEZ 31 R. L. BLUMBERG (1991:21). 27 Véase G. SGRITTA (1988:42). 28 A. ACCORNERO (1986:162). 29 A. SHOWSTACK SASSOON (1991:140). 30 A. LEIRA (1989:33-34). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 mente se han ido introduciendo nuevas pala bras ---«prestación obligatoria de los servicios», «tasa sobre el tiempo», «trabajo de asistencia», «voucher del tiempo», etc. 32 --- que expresan la dilación de la sociedad del trabajo y la utopía de un proyecto que, a través de la redefini ción de los usos privados y públicos del tiem po, se propone afirmar un nuevo y más amplio concepto de ciudadanía (ciudadanía del tiempo) 33 . Todo ésto refleja que «los derechos de ciu dadanía aún están muy lejos de la emancipa ción de las condiciones de trabajo» 34 . Que la relación entre los derechos sociales garanti zados por el Estado y los «generados» por el trabajo doméstico es todavía una relación fuertemente ambigua y asimétrica, cierta mente en desventaja de la mujer. Que la tute la de los derechos de ciudadanía es deudora de las circustancias en que se articula la exis tencia en el interior de la esfera privada. La continuidad de profundas divergencias en las responsabilidades conectadas a la vida priva da aún constituye un importante obstáculo para la equiparación sustancial entre una mitad y otra de la población. Una reciente investigación sobre el uso del tiempo nos ofrece interesantes elementos de reflexión 35 : indistintamente, todas las muje res gastan una parte de su tiempo en la reali zación de tareas domésticas y actividades conectadas a las exigencias de la familia (las casadas con hijos una media de 7h 18', las ca sadas sin hijos 5h 06'); como media, las muje res adultas invierten en estas actividades un tiempo cinco veces superior al empleado por los hombres de la misma edad; la ausencia del partner (en las familias de un solo proge nitor) no conlleva una sobrecarga de trabajo doméstico y familiar en el único miembro adul to de la familia, más bien una neta reducción del tiempo dedicado por la mujer a estas tareas: ergo, la mujer normalmente también atiende las exigencias del partner, trabaje o no, o bien se acortan las tareas o se reduce el número de las que se hacen. El trabajo doméstico de la mujer comporta una restricción del tiempo li bre. Esto significa que la mujer está obligada a tener en cuenta la rigidez del tiempo do méstico, que no se puede comprimir si no es dentro de ciertos límites. Sin embargo, el salto de calidad y de canti dad en el uso del tiempo está regulado por la presencia de hijos. Cuando estos existen, el trabajo doméstico que recae en la mujer ab sorbe gran parte de su tiempo, o requiere ajustes más o menos severos de los otros tiempos de vida. Sin hijos, con uno, dos, tres o más, las mujeres que trabajan dedican a las actividades familiares 4h 06', 5h 12', 6h 00' y 6h 54' respectivamente; las mujeres dedica das exclusivamente a la tareas familiares 6h 42', 8h 00', 9h 06' y 9h 00'. Por tanto, la pre sencia de hijos introduce en el tiempo femeni no posteriores elementos de rigidez; aún más, los hijos funcionan como «multiplicadores» de la rigidez del tiempo femenino. Si el hijo más pequeño tiene menos de dos años, estos tiem pos tienden a alargarse. Sin embargo, lo que impresiona es que estos tiempos también se alargan cuando el hijo más pequeño ha supe rado la minoría de edad; por último, el gran agravio de tiempo para la mujer llega con el eventual nacimiento del tercer hijo. Este acontecimiento generalmente obliga a la mu jer a abandonar el mercado de trabajo o ale jarse definitivamente de él si previamente no ha trabajado. Llegados a este punto, la conclusión es ob via: la exigencia de una mayor flexibilidad de la cualificación de la ciudadanía, más allá de los ajustados límites establecidos por la socie dad del trabajo (labouring society). «Si las 44 ESTUDIOS 32 Véase L. BALBO (1991). 33 F. B IMBI (1991:55). Un interesante estudio sobre el significado del tiempo como dimensión capital en la con- formación de la sociedad contemporánea puede encon- trarse en J. Iglesias de Usell (1987:113-133). 34 G. ZINCONE (1992:193). 35 Véase L. PALOMBA, L. L. SABBADINI (1992). La inves- tigación analiza la situación italiana, aunque pienso que los resultados obtenidos pueden, en lo fundamental, ex- tenderse al resto del panorama europeo. REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 mujeres deben integrarse plenamente en la ciu dadanía democrática, son necesarios cambios radicales en la vida doméstica y personal. Lo mismo podría decirse de la organización del trabajo retribuido y del sistema de protección social. Se debe poner de manifiesto el significa do que tiene para la sociedad asumir trabajos de asistencia y atención, bien se realicen en la esfera pública, bien en la esfera privada» 36 . El complemento de la ciudadanía de las mu jeres comporta la superación tanto del para digma liberal, como el del Estado Social. El primero porque «asimila los derechos a bienes que se pueden distribuir y poseer», olvidando que «sólo se pueden disfrutar en la medida en que se ejercen» 37 . Dicho de otra manera, «los derechos son relaciones, no cosas; son reglas definidas institucionalmente que especifican aquello que los individuos pueden hacer en relación entre ellos. Los derechos se refieren al hacer más que al tener, a las relaciones sociales que hacen posible o limitan el obrar» 38 . El segundo porque «reduce la jus ticia a justicia distributiva y pierde de vista el significado de las garantías de libertad de los derechos legítimos». En otros términos, li mitándose a tratar la disparidad a través de específicas regulaciones que se asumen como inmutables 39 . Por tanto, alcanzar una plena ciudadanía supone superar ambos esquemas de justi cia. Tanto en uno como en otro existe la co mún premisa política de que la equiparación entre sexos puede alcanzarse en el interior del presente cuadro institucional. Como ha observado D. L. Rhode, en ambas perspecti vas «la desigualdad de géneros tiene su ori gen más en la minusvaloración de funciones o cualidades asociadas a las mujeres que en la negación de oportunidades reconocidas a los hombres» 40 . 5.2. La ciudadanía «negada»: los menores La anterior afimación de Rhode puede ex tenderse a la condición de los menores. No en vano, la desigualdad de trato o el no reconoci miento de la ciudadanía a los menores de edad es fruto tanto de la negación a estos úl timos de las mismas oportunidades concedi das a los adultos, como de la minusvaloración de funciones y cualidades propias del status del menor. Verdaderamente, la ciudadanía de los me nores es, tanto por sus premisas filosóficas como jurídicas, una cuestión controvertida y espinosa. Para las mujeres puede valer la in dicación programática de aspirar «no sólo a la paridad, también a un trato de las mujeres como iguales» 41 . Sin embargo, en el caso de los menores las cosas son más complejas. En el discurso común, en la opinión colectiva, por no decir en la esfera del derecho, afirmacio nes de esta naturaleza no poseen ninguna le gitimidad. El mismo acercamiento de la idea de ciudadanía con la condición del menor con figura una verdadera contradictio in adjectio, en cuanto que el primer término de la aso ciación exactamente presupone la emancipa ción de la persona, que es negada al segundo. J. Habermas ha observado que «la realiza ción de los derechos fundamentales es un pro ceso que sólo asegura la autonomía privada de los ciudadanos con iguales derechos si a la par tiene lugar la activación de su autonomía en cuanto ciudadanos» 42 . Esto irremediable mente excluye que estos derechos puedan ser garantizados a los menores, en cuanto que por definición se les atribuye la capacidad ju rídica, pero no la capacidad de obrar o de ejer cer los derechos. 45 MANUEL HERRERA GÓMEZ 40 D. L. RHODE (1989:306). 41 J. HABERMAS (1992:512). 42 J. HABERMAS (1992:515). 36 R. LISTER (1990:464). 37 J. HABERMAS (1992:505). 38 I. M. YOUNG (1990:25). Sobre el concepto de los derechos como relaciones y las implicaciones que se de- rivan de esta concepción en la idea de ciudadanía, véase P. D ONATI (1992:38-ss). 39 J. HABERMAS (1992:512). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 Como en el caso de las mujeres, también nos encontramos con dos tradiciones de pensa miento no muy diferentes de las precedentes. Por una parte, está la tradición utilitarista asimilada al paradigma liberal. Por otra, la contractualista, en ciertos aspectos esquipa rable al paradigma jurídico del Estado Social definido por Habermas. La tesis utilitarista se limita a considerar la igualdad sólo como un medio y no como un objetivo, ignorando que las personas interesadas son diversas en tre sí. El único objetivo que esta concepción se plantea es aquél de «la más elevada suma neta de beneficios menos gravosos, indepe dientemente de su distribución». A quién se distribuyan tanto unos como otros, no tiene ninguna importancia para los defensores del utilitarismo. Respecto a la concepción contractualista, ésta valora la distribución de los recursos, de las oportunidades y de los derechos a la luz de los principios de maximización de la liber tad de las personas interesadas y de minimi zación de las diferencias (de género, raza, status, ingresos, autoridad, etc...) que las dis tinguen. Ahora bien, olvida la edad (o la gene ración) como posible factor de limitación de la equidad distributiva. En definitiva, asumiendo como parámetro jurídico la ética utilitarista, o adhiriéndonos a una ética de tipo contractualista, el proble ma que nos concierne no cambia. Ambas funcio nan como si los protagonistas de su discurso, los portadores de derechos, hubiesen entrado ya en la escena de los adultos. En ambos casos, la edad (la minoría de edad) no figura entre las disparidades que prejuzgan el ejercicio de la li bertad de acción subjetiva distribuida según criterios de equidad. En el caso del utilitaris mo por razones de principio; en el segundo caso porque el menor no es (todavía) una per sona y por ello no se ubica en alguna de las categorías de individuos a los que se aplica el principio de la igual ciudadanía. Privados de la capacidad de ejercer sus de rechos, privados de la capacidad de promover racionalmente sus intereses en la escena po lítica, a los menores no le es reconocida la ca lidad de ciudadanos. La sociedad, el derecho, la política no se plantean el problema de jus tificar la distribución de los recursos desde el punto de vista de la equidad, ni el problema de reducir y compensar las desigualdades que golpean a una categoría particularmente desfavorecida desde el punto de vista de los derechos. El no reconocimiento de igual ciudadanía al menor hunde sus raíces en el tiempo. Las razones de fondo de la negación corresponden al estatuto de la edad en la gramática de las formas de la desigualdad. «El punto de parti da de la calificación de ciudadano ---ha escri to E. Böckenförde--- es la igual libertad de cualquier ciudadano, independientemente de sus diversas dotes naturales, capacidades y posibilidades de realización (...). La desi gual distribución de los dones vitales redu ce el valor de los atributos de la ciudadanía y con ello el grado de racionalidad alcanza ble en las decisiones colectivas» 43 . La pre misa es que todos los individuos son iguales y deben ser reconocidos iguales derechos de ciudadanía. No obstante, bien sea desde el punto de vista jurídico como filosófico, exis ten dificultades para considerar la edad como uno de los atributos personales que no debe ría dar lugar a discriminaciones. La edad tendría características singulares. Se de fiende que los individuos no pueden cam biar su raza o su sexo; sin embargo, la edad cambia por definición: se nace, crece, se lle ga a ser adulto y se muere, siguiendo un destino común e inalterable. He aquí la jus tificación de la especificidad de la edad res pecto a otras características adscriptivas. «Las ventajas (o las desventajas) de un di verso trato de la edad están destinadas a anularse con el paso del tiempo ---escribe Daniels---, una institución que trata de ma nera diversa al menor o al anciano, termina rá por tratar a toda la población de la misma 46 ESTUDIOS 43 E. BÖCKENFÖRDE (1976:235). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 forma» 44 . El tiempo se encargará de limar las diferencias. Evidentemente, esta posición no está exenta de dificultades. En ningún lugar se dice que todos los individuos recorren el com pleto ciclo vital de forma idéntica, detenién dose al mismo tiempo en todas las fases o alcanzando las mismas estaciones. No sería muy difícil documentar que las mutaciones verificadas con el paso de los años profunda mente han transformado la duración de los más importantes periodos de la vida. Esto ge neralmente ha derivado en el detrimento de la participación social de las jóvenes genera ciones. En segundo lugar, como ha sostenido en tono provocador D. Parfit, «el sacrificio im puesto al niño no puede ser compensado por be neficios otorgados a su yo adulto», y, sin embargo, es legítimo tratar la relación del niño con su yo adulto como una relación con otra persona 45 . En tercer lugar, siempre conside rando el tiempo, nada garantiza que las con diciones de llegada sean idénticas para las diversas generaciones. Razonablemente se podría sostener que en la actualidad a la ge neración en edad anciana se atribuyen venta jas que, a causa de las presentes dinámicas demográficas y determinadas elecciones polí ticas presentes y pasadas, no podrán ser ase guradas a las generaciones futuras 46 . Aún más, la perspectiva de un futuro equi librio entre costes y beneficios otorgados a las diversas generaciones, más allá de ser injusta para quien ha sido objeto de discriminaciones, corre el riesgo de producir efectos negativos para la entera sociedad. La necesidad de res ponder a las exigencias de los jóvenes de ma nera equitativa respecto al modo en que la sociedad trata a los ancianos tiene su raíz en el siguiente hecho: las jóvenes generaciones de hoy y del mañana representan un recurso fundamental para la entera sociedad. Es de vital interés preservar la equidad de los ligá menes entre generaciones porque con ello se garantiza el pacto de solidaridad en el que se asienta el edificio social: desde la formación al sistema de pensiones, desde la economía a las redes de ayuda recíproca. Toda posible anulación de este capital de solidaridad pue de afectar a la capacidad de la sociedad a la hora de afrontar sus futuros compromisos. Por tanto, que los ciudadanos tengan una «buena calidad», no sólo es un interés particular, inte resa a la entera sociedad en su conjunto: en términos de información, de capacidad de re flexión, de valoración de las consecuencias de su actos política, económica y demográficamen te relevantes y de «su voluntad de formular y afirmar sus intereses, contemplando tanto los de sus conciudadanos como los de las genera ciones futuras» 47 . Mutatis mutandis, también aquí, como en el caso de las mujeres, vale la siguiente regla: la meta no debe ser un trato igual, que en muchos aspectos podría parecer ridículo, más bien un trato de los menores como iguales. Ello podría tener lugar a partir del reconoci miento de una igual dignidad de ciudadanos, propios intereses, la especifidad de sus exi gencias. Sería el punto de partida para poder considerar las desventajas que se derivan para los jóvenes del propio estado, redefinir las diferencias de edad, percibidas como cons trucción social, y hacer menos relevantes aquellas diferencias con el fin de su participa ción en la vida social. 5.3. La ciudadanía «esperada»: los emigrantes En el escenario de las situaciones de «difí cil» ciudadanía, a la búsqueda de caminos que puedan favorecer la participación de ca pas marginadas de la población en la vida de mocrática, el caso de los emigrantes (de algunos emigrantes) es emblemático. Si en el 47 MANUEL HERRERA GÓMEZ 47 E. BÖCKENFÖRDE (1976:235). 44 N. DANIELS (1988:41). 45 D. PARFIT (1984:430-31). 46 Véanse D. THOMSON (1989) y G. B. SGRITTA (1993). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 caso de las mujeres y de los menores la con clusión que se extrae es que los derechos de ciudadanía constituyen un proyecto incum plido hasta que no se prescinda de las dife rencias específicas como motivos suficientes para su exclusión de la vida política, económi ca y social, en el caso de los emigrantes esta conclusión se aplica en mayor medida. Por una parte, éstos forman una categoría social que se añade a las dos precedentes. No en vano, también vale reclamar para éstos la «naturaleza» (siempre interpretada social mente) de su condición. Por otra, al mismo tiempo forman una categoría sui generis, con características y atributos singulares que los diferencian de las mujeres y de los menores, y los ubican en una situación inferior desde el punto de vista de las garantías y de la tutela de los derechos fundamentales. Evidentemente, los motivos de esta infe rior situación a posteriori son diversos. Ahora bien, pueden agruparse en un abanico de ele mentos que comprenden: en un extremo, el no reconocimiento de la ciudadanía qua talis o de cualquier otra componente del paquete de derechos que la constituyen (civiles, políti cos y sociales) y, en otro, la diversidad de cul tura, de lengua, de costumbres y de cualquier otra variedad de comportamientos que están conectados. El no reconocimiento de la ciuda danía ciertamente representa el obstáculo más serio para la realización de una sociedad de iguales que prescinda de elementales dife rencias entre sus miembros. No poseer los mismos derechos fundamentales ---civiles, políticos o sociales--- actualmente impide afrontar cualquier tema referente a la inte gración de los «diversos». El discurso cambia y el objeto de la contienda se traslada: de la integración, que atropella la convivencia y la compatibilidad entre diversas culturas, a la tolerancia y el respeto a la dignidad de los «extranjeros». En estas condiciones, es nece sario preguntarse si un sistema aún puede definirse como democrático. Es decir, en un mundo que a su pesar ha descubierto la exist encia de un derecho «universal a compartir» por parte de sus habitantes para disponer de los bienes necesarios para la sobrevivir, ¿tiene algún sentido hablar de un problema de demo cracia? ¿No sería más apropiado decir que nos encontramos ante un Estado precivil en el que, amparándose en el refugio de la ley, domina el derecho de los más fuertes?. No muy lejos de esta polaridad extrema también están aquellas situaciones en que se atribuyen a los emigrantes algunos de los de rechos que componen el paquete de la ciuda danía, pero no otros. Un buen ejemplo son aquellas situaciones en que se conceden a los emigrantes derechos de expresión o de traba jo, y no derechos políticos. De esta forma se recorta la posibilidad de formar parte de la vida y opinión democrática, de representar los propios intereses, de tener voz en la for mulación de las reglas de convivencia, a pe sar de haber afirmado la obligación que se les impone de contribuir con su trabajo y sus ga nancias al bienestar colectivo. Circustancias de este tipo configuran una situación que equipara y reduce la condición de las minorías de tipo ét nico respecto a la de los «menores». En ambas se viola un principio fundamental de toda demo cracia: ningún individuo debe respeto a una determinada regla «a menos que precedente mente esté de acuerdo en aceptarla» 48 , o no se encuentre en la condición de aceptar los rela tivos derechos y deberes. En este contexto se enmarca otro aspecto de la cuestión migratoria: la apertura de fronteras, es decir, el acceso al territorio na cional que un determinado sistema político decide permitir a los extranjeros. La relativa facilidad de acceso no puede ser considera a priori como el reconocimiento de la ciudada nía a los emigrantes. Más bien ocurre lo con trario. El acceso físico de los emigrantes generalmente ha ido acompañado de fuertes barreras para la adquisición de los mínimos derechos de supervivencia civil y de un redu cido bienestar social, todo ello unido a la exis 48 ESTUDIOS 48 J. RAWLS (1982:149). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 tencia de ciertos intereses por parte de los países de acogida. A lo largo del tiempo, en di versos contextos nacionales este plantea miento «liberal» y abierto hacia los emigrantes se ha justificado mediante motivos de conviven cia y necesidad. Los primeros, ligados al merca do de trabajo interno, a la disponibilidad de puestos de trabajo que corresponden a las ne cesidades, expectativas y niveles de forma ción de la población emigrante. Los segundos, a las profundas y crecientes diferencias de desarrollo demográfico de los países importa dores y de los países exportadores de fuerza de trabajo joven 49 . Ahora bien, esta apertura sólo ha estado acompañada de la búsqueda de soluciones a los intereses económicos y demo gráficos de los países de acogida. Dicho de otra manera, por miopía política o por indife rencia sociocultural, se ha olvidado toda cuestión referente a los problemas de inte gración, del bienestar material y del respeto de los derechos de los emigrantes. En términos de pura manipulación de los números, estas operaciones de «ajuste demo gráfico» también son posibles. Pero conviene aclarar que sólo si se abraza una visión «na turalista» de la población; si se prescinde de los contenidos simbólicos de las culturas, de las reglas y de las costumbres, de los prejui cios y de los intereses de aquellos que compo nen toda sociedad real: la de la pertenencia antes que la de llegada. Ante una solución que se usa a placer, según las necesidades de los países destinatarios, la inmigración cons tituye un dato del problema. Desde una perspectiva amplia y razonada, sería indispensable tener en cuenta las innu merables dificultades que este tipo de solu ciones tiende a encontrarse; a juzgar por las manifestaciones xenófobas que día a día se difunden en diversos países europeos, espe cialmente dificultades de orden político. Por otra parte, no deben olvidarse delicados pro blemas de naturaleza social y ética. Desde el perfil social, la solución inmigratoria podría presentarse extremadamente costosa si el ob jetivo que se propone es la efectiva integra ción de los emigrantes, con igualdad de derechos al resto de la población, en las co munidades locales. Como ha observado C. Bonifazi, «no se trata simplemente de acoger personas dispuestas e interesadas en las so ciedades de llegada, haciendo propios com portamientos y valores; más bien estamos ante una relación ---un choque--- entre cultu ras diversas que cuestionan algunos de los as pectos centrales de nuestra sociedad» 50 . Los problemas que aflorarán en los países occidentales durante los próximos decenios, también como efecto de la dinámica demográ fica, difícilmente podrán resolverse de forma autárquica. Más tarde o más temprano la in migración se impondrá como un recurso fun damental para el desarrollo de las sociedades y economías de los países avanzados, «será una respuesta a una demanda de trabajo no satisfecha por la mano de obra nacional, con tribuyendo a moderar el deterioro de la rela ción entre productores y no productores, entre los que aportan las contribuciones sociales y los perceptores de los beneficios» 51 . Por este motivo, la situación actual puede calificarse de perpleja: hasta el día de hoy, las decisiones de los gobiernos nacionales y supranaciona les sobre esta materia se han orientado más hacia situaciones del pasado que hacia las exigencias del próximo futuro 52 . ¿Un ejemplo? La Carta Social Europea (1989). En ella se protege el derecho de los ciudadanos comunitarios al trabajo, la liber tad de asociación, de contratación colectiva, de información, consulta y participación de los trabajadores, el derecho a la igualdad de trato entre hombres y mujeres, la formación profesional, la tutela de algunas categorías desventajadas y los derechos en materia de 49 MANUEL HERRERA GÓMEZ 50 C. BONIFAZI (1990:49). 51 M. LIVI BACCI (1992:350). 52 M. LIVI BACCI (1990:30). 49 Véase A. GOLINI, L. ASCOLI (1993). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 salud, seguridad e higiene en los lugares de trabajo. Sin embargo, el olvido está presente por lo que respecta a los derechos de los no pertenecientes a la Comunidad. La posterior Resolución del Parlamento Europeo (1990) sobre el programa de actuación de la Carta intenta paliar en parte esta omisión. Ahora bien, se limita a llamar la atención de la Co misión y del Consejo sobre la oportunidad de modificar «una directiva que conceda a los ciudadanos extracomunitarios, que han resi dido legalmente cinco años en la Comunidad, los mismos derechos de los ciudadanos comu nitarios» y sólo relativamente los derechos «en materia de libre circulación de las perso nas y de derecho de residencia» 53 . Lo mismo por cuanto concierne al Acuerdo sobre política social, recogido en el Tratado de Maastricht so bre la Unión Europea (1991). Respecto a la Car ta, acentúa la referencia a los derechos de los ciudadanos de la Comunidad en cuanto tra bajadores más que en cuanto ciudadanos. Además reduce las deliberaciones del Consejo sobre esta materia al «sector de las condiciones de empleo de los ciudadanos de países terceros que se alojan regularmente en el territorio de la Comunidad» 54 . Es posible que se acepte la presencia de extranjeros como solución inevitable o «mal menor» ante la cuestión demográfica y las consecuencias que ésta genera en materias de previsión social y de relaciones entre las generaciones. Pero siempre se planteará la cuestión moral de cómo pedir a los emigran tes que paguen la seguridad social para aque llos no ha hecho nada por su bienestar. En este terreno, el ligamen entre emigrantes y poblaciones locales no es muy diverso del que vincula entre sí a las generaciones. También presupone la paridad sustancial de los dere chos de ciudadanía y necesita de un profundo y difundido sentido de solidaridad social. Aún más: no sólo en este terreno los argumentos del derecho se rebajan con los de la solidari dad, también es necesario afrontar el difícil objetivo de responder a una ampliación de la pluralidad de las diferencias, no excluyendo que pueda desembocar en la reivindicación de ciudadanías diversas. También es posible que, allí donde se con siga resolver el problema de su participación política, sigan existiendo barreras a la inte gración de los emigrantes. Al considerar el caso de las mujeres he puesto de manifiesto la existencia de condiciones prejurídicas y prepolíticas que impiden alcanzar una pari dad sustancial. Como ha señalado Zincone, refiriéndose a los emigrantes extranjeros, «la misma configuración de los derechos que tie nen que aceptar ha sido pensada por otros; más en su caso que en el de las mujeres, estos derechos externos son formulados en una len gua extranjera, son expresión de una cultura extraña, quizás oscura (...). Si es verdad que nuestra capacidad de usar el welfare (por ejemplo de procurarnos una casa cuya cons trucción ha sido subvencionada o una cama en un hospital) depende de nuestras privadas dotaciones culturales y de nuestros privados conocimientos, entonces se entiende la menor sustantividad de la ciudadanía jurídicafor mal que goza el extranjero» 55 . Una vez más, la línea de discriminación se sitúa en las condiciones reales de la vida de las personas. También en el caso de los emigrantes depende menos de qué se permite (legalmente) hacer, y más de qué están en situación de hacer, admitiendo que acepten. Hay quien ha habla do de la tendencia, típica de la condición mo derna, a la «disminución de la intensidad de los sentimientos étnicos» 56 . Quizás es verdad, pero creo que exclusivamente es válido en aquellos casos en que las condiciones de bie nestar de las mayorías y de las minorías étni 50 ESTUDIOS 53 Véase Resolución del Parlamento Europeo, doc. A3-175/90, Gazeta Oficial de la Comunidad Europea, 15 de Octubre 1990. 54 Véase Tratado sobre la Unión Europea, «Acuerdo sobre política social», art. 2, párrafo 3. 55 G. ZINCONE (1992:233). 56 E. GELLNER (1989:54). REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30 cas resultan equivalentes: en periodos de cri sis o cuando están acentuadas las diferencias de bienestar, como en los actuales aconteci mientos demográficos, parece ocurrir los con trario. Es decir, da la impresión de que las diferencias étnicas y culturales funcionan como multiplicador o como pretexto para pos teriores marginaciones de los diversos. En es tos casos, la ciudadanía corre el riesgo de mutarse en un ciudadanismo, en una defensa desesperada de los propios privilegios, de las propias prerrogativas, de los propios intere ses y de los propios derechos de tutela. En po cas palabras, en una manifiesta intolerancia hacia personas que son percibidas como una permanente e incomprensible amenaza de las propias prerrogativas. De esta forma el círculo se cierra. Con el caso de los emigrantes, la parábola de la ciu dadanía ha dado la vuelta en sí misma y re gresa al punto de partida. El universalismo de la ciudadanía, fruto del compromiso de mocráticosocial que fusionaba los ideales de la emancipación liberal con la equidad socialista y que Marshall definía como «la igualdad humana fundamental de perte nencia», descubre sus contrariedades. El «vínculo de la capacidad jurídica ligado (...) a la pertenencia a una determinada so ciedad política, al ser miembros de pleno derecho de una comuniad, y no al simple he cho (...) de ser hombre» 57 , levanta una ba rrera insuperable a la plena realización de la idea de una ciudadanía universal. A las dificultades internas para cumplir los ideales de la ciudadanía, independientemente de las características singulares de los ciuda danos, hombres y mujeres, menores y ancia nos, ricos y pobres, poderosos y súbditos, se añaden otras dificultades. En concreto, admi tir un derecho universal a compartir, que per mita disponer de los bienes necesarios para la propia supervivencia, un derecho capaz de superar los límites de la hegemonía de Occi dente sobre el resto del mundo. «La verdade ra universalidad concebible sólo puede basar se en un consenso universal. Su eje tiene que ser un auténtico diálogo entre las culturas, diálogo que en las concesiones no olvide en ningún momento el denominador común de lo humano» 58 . BIBLIOGRAFÍA ACCORNERO, A. (1986) I paradossi della disoccu pazione, Il Mulino, Bolonia. ALEXANDER, J. C. (1990) On the autonomy of culture, en J. C. ALEXANDER, S. SEID MAN (eds.), Culture and Society: Cotempo rary Debates, Cambridge University Press, New York. 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Indu dablemente ha derivado en impensables posibilidades de vida para una parte importante de la población. Ha sido la respuesta obligada de la sociedades nacidas de las revoluciones bur guesas e industriales a los desafíos planteados por la lucha de clases. La situación actual es totalmente diferente respecto a las condiciones existentes en el mo mento que se forja la idea de Estado Social, es decir, cuando se intentó conciliar el principio de ciudadanía con la lógica del libre mercado. Entonces la división circulaba a través de las clases. Ahora recorre itinerarios y caminos, a menudo contradictorios entre sí, que conser van un ligamen suficiente pero no necesario con la posición del individuo en la estructura de las relaciones de producción. Entonces, las reivindicaciones de derechos esencialmente se fundaban en las desigualdades de tipo adquisitivo. Ahora se afirman pretensiones que pue den encontrar su momento constitutivo en atributos de diversa naturaleza, también ads criptiva. Teniendo presentes los desafíos que actualmente deben afrontar las sociedades europeas, estas páginas pretenden analizar los cambios que se están produciendo en uno de los ejes fundamentales del Estado Social: la relación entre política social y ciudadanía. 54 ESTUDIOS REVISTA DEL MINISTERIO DE TRABAJO Y ASUNTOS SOCIALES 30

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