Política criminal de menores

AutorFrancisco Javier Álvarez García
CargoCatedrático de Derecho penal Universidad de Cantabria
Páginas23-50

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I) La legislación histórica de menores —la de Tribunales Tute-lares de 1948— comenzó a experimentar, indirectamente, una modificación más que sobresaliente a partir de los años 60; y no me refiero a cambios producidos formalmente en el texto normativo que regulaba la cuestión, sino a una alteración sustancial causada en el ámbito de lo normado. En realidad se trató de una mudanza que afectó a la entera sociedad española, pero, por lo que ahora nos importa, produjo modificaciones esenciales en la realidad del mundo de los menores de edad.

El hito al que me refiero fue el propiciado por el cambio de las estructuras económicas españolas como consecuencia del denominado «Plan de Estabilización» llevado a cabo en 1959, y que afectó a todos los aspectos esenciales de la economía española, desde la política financiera, a la fiscal, pasando por la monetaria, el comercio exterior, la flexibilización de la economía, etc. Este cambio económico, que provocó enormes movimientos de población a los largo de los siguientes veinte años, determinó también una modificación esencial del sistema productivo español, que pasó de estar basado, fundamentalmente, en la agricultura 1 a caracterizarse por su vocación industrial.

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Naturalmente que unas modificaciones tan profundas, tan esenciales en el modo de producción —y los análisis marxistas lo han puesto de manifiesto ad nauseam y no es preciso abundar en ello— no pueden dejar de provocar alteraciones decisivas en los sistemas de relaciones sociales así como de los valores de los componentes de los distintos grupos afectados.

A todo esto, y como consecuencia en grandísima medida de ello, hay que unir otros puntos de reflexión que podrían ser los siguientes:

  1. La dureza del régimen político nacido de la Guerra Civil comienza a atenuarse, a partir de los años 50, por razones, seguramente, ligadas a sus ansias de perpetuación, de permanencia. La necesidad de una legitimación internacional 2 y el acercamiento al «bloque occidental», tan denostado en los discursos oficiales del régimen, se hizo posible gracias a la «guerra fría», a la política de bloques y al estancamiento de la economía española. Esa apertura internacional 3 no pudo hacerse, desde luego, sin un cierto «desarme» de las «fronteras ideológicas y de valores» propias del nacional-catolicismo; en efecto, el aumento de los contactos con el exterior no afectó, no podía afectar, exclusivamente a lo puramente comercial. No, junto con las necesarias mercancías que permitían la viabilidad de nuestra deteriorada industria, entraron también ideas nuevas, planteamientos distintos, que contribuyeron a erosionar el «pensamiento» dominante, y terminarían, también, «industrializando» el mundo de los valores.

  2. El aumento de la contestación social que tuvo su punto de arranque y referencia en los movimientos acaecidos en el año 1951
    4, va profundizando a medida que avanza la década y termina alcanzando gran virulencia a finales de los años 60 y principios de los 70. Todo ello lleva consigo una puesta en cuestión de la legitimación del poder y de las normas que de él emanan, lo que provoca no sólo un gran crecimiento de la delincuencia política

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    sino que la deslegitimación alcanza también a otros ámbitos sociales.

  3. El modelo tradicional de familia 5 entra en crisis, especialmente como consecuencia de la incorporación de la mujer al trabajo. Ello provoca que el contacto de los hijos con sus progenitores sea temporalmente muy inferior, y que, por consiguiente, la presión, sobre las concretas conductas, de la posible aprobación o desaprobación paterna vaya perdiendo relevancia 6; con todo ello se pierde un control previo —informal— sobre posibles conductas desviadas de gran importancia y que en buena medida es condición, no obviamente de la validez, pero si de la eficacia de cualesquiera normas jurídicas.

  4. La religión, por las características del régimen político surgido de la Guerra Civil y por el papel protagonista de la Iglesia Católica en la sociedad española, ha supuesto un freno más que considerable a la comisión de posibles actos desviados. La conducta criminal antes que delito era pecado. La amenaza de la sanción religiosa ha supuesto una aceptación acrítica (el dogma católico no permite otra cosa) de todo un sistema de valores que ha tenido como consecuencia la construcción de un eficacísimo dique contra la conducta delictiva.

    Sin embargo, a partir de los años 60 comienza la Iglesia Católica a perder, paulatinamente, su crédito en la sociedad española —y la disminución del número de católicos practicantes o la caída de las «vocaciones» sacerdotales, constituyen una buena demostración de lo acabado de indicar. Ello va a suponer que determinadas conductas con las cuales se enfrentaba «prima facie» la religión a través de sus «mandamientos», van a colisionar, directamente, con el Derecho penal, con lo que a este sistema de control formalizado se le va a reclamar para que realice una tarea verdaderamente heroica: servir, en muchos casos, de único dique frente a las conductas desviadas. En este sentido, la pérdida de la religiosidad experimentada por la sociedad española

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    ha supuesto un serio contratiempo en la lucha contra la desviación.

  5. La desubicación de grandes contingentes de población como consecuencia de la huida hacia las ciudades de muchos habitantes del mundo rural, que buscaban en las urbes unos niveles mínimos de bienestar que el campo les negaba, determinó una grave pérdida de señales de identidad y de todo tipo de vinculaciones de un importante número de personas, que se vieron, repentinamente, trasladadas desde un ámbito dominable y predecible a un nuevo hábitat caracterizado por la agresividad en el entorno (ciudades dormitorio absolutamente deshumanizadas, que se construyeron apresuradamente para cobijar a los miles de personas que acudían a cubrir los puestos de trabajo creados en la indus-tria, la construcción o los servicios) y la desestructuración 7. En esas condiciones, abandonadas (esencialmente abandonadas) miles de personas en un tejido urbano sin articulación alguna, con ínfima dotación de servicios y sin mínimas alternativas ocupacionales, la necesidad de expresar su «ser social» condujo a muchos menores a integrar agrupaciones que en un ejercicio de autonomía y auto-tutela, se dotaron de sus propios «códigos de conducta» y de sus particulares sistemas de sanciones, tanto hacia el interior como al exterior del grupo. Códigos de valores y sanciones que en no pocos casos terminaron chocando con los propios de la sociedad a la que, sólo formalmente, pertenecían.

  6. Un último vínculo e importante control informal resultó también afectado: la escuela, la educación 8. La reubicación de parte de la población, el importante aumento de la misma como consecuencia del crecimiento de la natalidad y la progresiva reducción del número de emigrantes (fenómeno que fue especialmente de apreciar en los años 70), provocó un cambio decisivo en las estructuras educativas 9 (tanto de «planes», como de sistema de recluta del profesorado o, en fin, de la concepción de la disciplina en el

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    interior de los centros escolares 10), que llevó a una disminución del peso y de la «autoridad» de la escuela frente a las conductas desarrolladas por los alumnos. Todo ello en un contexto en el que la pérdida de funciones de la familia tradicional, exige que la escuela asuma nuevos papeles, precisamente aquellos a los que ahora «ha renunciado» protagonizar la familia. De esta forma, la transmisión de normas y valores ha correspondido cada vez más a unas estructuras educativas que no tienen capacidad de asumir esas responsabilidades, con la obvia consecuencia de importantes déficits en los procesos de socialización.

  7. La importante transformación de los medios de comunicación de masas y, especialmente, la introducción en todos los hogares españoles de la televisión (lo que sucede en las grandes ciudades a partir de mediados de los años 60), determinó la emisión de continuos mensajes que pasaron a influir decisivamente en la conducta agresiva de los menores. Se trataba de mensajes nacidos, articulados y proyectados en, por y para, fundamentalmente, la sociedad estadounidense, pero que se terminaban volcando en un ámbito, el español, al que le resultaban, al menos al principio, absolutamente ajenos, por lo que provocaban reacciones por sus contenidos —en ocasiones muy duros y respecto de los cuales se efectuaban escasos filtros que, por lo general, sólo estaban dirigidos a la depuración de los contenidos sexuales—, gravemente distorsionadores.

  8. A todo lo anterior debe, actualmente, unirse la inyección que en el mundo de los menores se ha producido de manos de la creciente inmigración, que aporta, no podía ser de otra manera, miles de menores provenientes de otras culturas, de otras naciones 11. Esta cuestión ha adquirido crecida importancia desde

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    una doble perspectiva: la referida a la constitución de grupos cuyos integrantes están vinculados por lazos nacionales de origen, con finalidad tanto de «protección» de sus componentes como de reafirmación de sus identidades, y que tienen una expresión cada vez más violenta —homicidios incluidos—; y la segunda que se refiere al fenómeno ocasionado por la presencia en España de un gran número de menores extranjeros no acompañados y procedentes, generalmente, de la zona del Magreb —Marruecos y Argelia— 12.

    Pues bien, mientras este último problema es más coyuntural
    13, el primero se está constituyendo en el producto, en la con-

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    secuencia, de un proceso de marginación que no es más que expresión de la falta de esfuerzos de integración de determinadas minorías. Estos grupos —formados por personas a las que unen, amén de la nacionalidad de origen más arriba aludida, la característica de haber nacido en nuestro país o haber llegado a España con muy corta edad— asumen una actitud de reivindicación frente a lo que consideran procesos...

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