La penitencia del suicida

AutorVictoria Sandoval Parra
Páginas147-171

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El suicida ha de cumplir penitencia por el pecado mortal cometido porque, como dice Jacobo de Bello Visu y en definitiva la totalidad de juristas y teólogos de los siglos xvi y xvii, la comunidad de la Iglesia detesta y maldice a quienes se suicidan, habida cuenta de que su desesperación les lleva a la destrucción no sólo de su cuerpo, sino también de su alma. Por eso una pena espiritual característica del suicidio es la expulsión de la comunidad religiosa, de la Iglesia1.

Por lo general, si el suicida queda excluido de la comunidad religiosa, asimismo le ha de ser denegada la sepultura eclesiástica, de manera que un suicida no es enterrado en sagrado. Recuerda Alfonso de Acevedo que es costumbre en España, por ejemplo, arrojar el cadáver a un río2. Y la misma razón que subyace en esta privación de sepultura cristiana —la imposibilidad de salvar de la condenación eterna— se extiende a la exclusión de las plegarias y sufragios por el alma del suicida, que ha de perder cualquier esperanza —ésta es la verdadera desesperación, como desesperanza, por haberse dejado vencer por la tentación del demonio contra el don de vida de Dios— de salva-

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ción3. Damhouder explica que no debe el suicida que se mata por desesperación mantener la esperanza en cuanto a recibir el perdón de Dios, como si las motivaciones de su acto pudieran vencer el alejamiento de Dios que decidió al fin cuando se privó de la vida, porque el suicida, con su muerte, no sólo mata su cuerpo, sino también su alma, con ese desprecio del don de Dios y con esa usurpación a Dios del poder de dar la vida y decidir la muerte. Al matar también su alma, la esperanza del perdón es absurda, inútil, infundada. Y si la esperanza en la salvación eterna es imposible por la muerte del alma que habría de haber aspirado a unirse con Dios, las costumbres de los ritos, lutos y llantos por el alma del suicida son también absurdos, y si se toleran ha de ser mínimamente y más por la piedad de quien los emite que por el alma misma del suicida. Además, la publicidad de esas muestras de duelo debe evitarse, porque pueden ofrecer una idea confusa de las consecuencias espirituales del acto del suicidio, tal y como el propio suicida decíamos antes que tiene a menudo una idea confusa de los efectos de su pecado. Se trata en definitiva de alguien que ha desafiado a Dios y a la comunidad eclesiástica, y por eso debe evitarse cualquier señal de condescendencia4.

Esta es la razón por la que el Derecho canónico niega en principio la sepultura eclesiástica al suicida así como cualquier tipo de conmemoración en su recuerdo. El suicida no es entregado a la Iglesia para el sepelio, al igual que tampoco accede a la sepultura eclesiástica cualquier otro impenitente que muere en pecado mortal. Es más, sostiene Baltasar Gómez de Amescua que aunque el Derecho civil distinga dos tipos de suicidios, uno por conciencia de crimen o miedo de la pena,

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y otro por tedio vital y causas similares, a los ojos de la Iglesia el acto pecaminoso, de una forma u otra, no merece distinción, pues en realidad no deja de ser siempre una afrenta gravemente injuriosa y ofensiva hacia Dios5. Esta es la razón de que ningún suicida pueda ser enterrado en el cementerio, en la iglesia o en cualquier otro lugar sacro, existiendo antes bien la obligación cristiana de precipitar el cadáver al río o al estercolero, por ejemplo. Y si se descubriera que por error un suicida recibió sepultura eclesiástica, se deberá exhumar el cadáver para arrojarlo del camposanto. Arrojarlo, por cierto, cuanto más lejos mejor: tan lejos que, como anotan el Abad Panormitano o Juan Andrés, sea imposible desde donde descansen los restos escuchar el canto de las voces de los clérigos cuando cantan de forma moderada y con voz sumisa. El cadáver del suicida debe ser enterrado en un lugar recóndito y lejano, y no podrá ser acompañado por los clérigos ni tampoco se podrán cantar salmos u oraciones en su honor6.

Estas restricciones marcadas por el Derecho canónico7, explica Gómez de Amescua, no constituyen un régimen singular aplicable exclusivamente a los suicidas, sino que también van dirigidas a todo aquél que muere cometiendo un acto ilícito, como quien pierde la vida en un duelo. No obstante, es cierto que el suicida extrema la respuesta penitencial, porque en el caso del duelo son atendidas, antes de proceder a la exclusión de la comunidad católica, circunstancias que la gravedad del suicidio no contempla, y que tienen que ver con la proximidad entre el acto y la comisión de un homicidio, lo que permite valorar las causas de la lid, la mortalidad de las heridas, el proceso de

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atención médica y curación, etc., a los efectos de graduar la responsabilidad8. En el caso de quien se provoca deliberadamente la muerte a sí mismo tan sólo se requiere, como subraya Antonio San José, una inquisición sobre la forma en la que el sujeto se privó de la vida, sobre todo con la finalidad de constatar que fue el propio individuo el autor de su muerte, esto es, que se trató de un suicidio como tal y no de un homicidio. Por eso, cuando no alcanza a probarse, al investigar las circunstancias del delito, que se cometió un suicidio en vez de un homicidio, la Iglesia puede optar por dar sepultura eclesiástica, aunque celebrando un sepelio más recóndito, e íntimo y moderado9.

En este sentido, Gómez de Amescua repasa de una forma analítica en qué tipo de situaciones la Iglesia decide o cuestiona la sepultura en sagrado del propricida, barajando el efecto de las causas de incapacidad criminal y de las circunstancias o cualidades delictivas en su fuerza probatoria o indiciaría. En primer lugar, la Iglesia niega la sepultura eclesiástica cuando el acto nefando es claro y manifiesto; en este sentido, pone en duda el suicidio por mucho que el cuerpo aparezca ahorcado —fuera de prisión— ante la ausencia de indicios que palmariamente demuestren que, en efecto, se ha tratado de un acto plenamente deliberado, o bien que impliquen la participación de un tercero en contra de la voluntad de la víctima, permitiéndose entonces la sepultura eclesiástica. En segundo lugar, el Derecho canónico cuestiona el estado psíquico del sujeto que se suicida, entendiendo que si hay constancia o indicios que conjeturan su locura, esta causa de incapacidad ha de implicar la calificación de todas sus acciones como involuntarias, incluyendo pues el acto suicida, cuando la excitación y el furor se adueñan de la mente del sujeto. En tercer lugar, reciben sepultura eclesiástica aquéllos que «durmiendo se suicidan»10, ya que es difícil averiguar entonces si la muerte fue premeditada, o bien una fortuita defunción acontecida durante el sueño, u otras las causas desconocidas que hayan motivado el fallecimiento; en cualquier caso, al amparo de la autoridad de Diego de Covarrubias, no hay una causa cierta y, por lo tanto, no se incurre en culpabilidad, porque la prohibición de la sepultura eclesiástica en cualquier caso requiere certeza, y en este sentido conviene primero hacer constar fehacientemente la

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existencia de pecado mortal, antes de que la Iglesia tome una decisión tan radical contra la vida espiritual del sujeto11. En cuarto lugar, son enterrados en sagrado aquéllos que se suicidan en estado de embriaguez; la Iglesia, siguiendo la teoría jurídica general, tiende a identificar al borracho con el loco12, pero también a respetar las precisiones

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o matizaciones habituales en cuanto al uso del alcohol como medio instrumental deliberado del homicidio: si la ingesta de alcohol fue excesiva, se sobreentiende que el sujeto, «exiliado» de mente, padeció una causa de incapacidad que excluye la deliberación del suicidio, mientras que una toma etílica leve, una embriaguez menor, implica que la decisión del suicidio no ha sido perturbada, y la voluntariedad del hecho delictivo inexcusable; pero, por otra parte, la cuestión se complica si se entiende que la embriaguez ha sido una condición necesaria deliberadamente buscada en orden a la ejecución de la propia muerte, y entonces es la premeditación del acto, su voluntariedad localizada antes de la ingesta, la circunstancia que no excusa de la comisión de pecado mortal; en fin, también ha de ser tenida en cuenta la asiduidad en la toma de alcohol, pues cuando la borrachera se convierte en un hecho constante su influencia incapacitadora es menor13. En quinto lugar, el Derecho canónico valora el caso fortuito, cuando por accidente muere un hombre que huye o se golpea o sufre una caída14: en este caso, aunque no quede expresado con contundencia, se deduce que no existe suicidio, pues a pesar de los motivos que hayan empujado al individuo a la huida (supongan o no pecado mortal) la cuestión reside en la inexistencia de voluntariedad en relación con la muerte, efectivamente accidental y casual. En sexto lugar, cuando alguien huye de un tercero, con toda rapidez, y prácticamente sin pensarlo salta desde un puente, por ejemplo con la esperanza de salvarse nadando, o el que huye de la cárcel y trepa un muro con la idea de saltarlo, si muere en el intento no ha buscado la muerte (antes al contrario, lucha por la vida) y se excluye la voluntariedad, sin perjuicio no obstante del examen de las circunstancias delictivas, como las condiciones de su intención y las dificultades del acto mismo de salvación frustrada, además de la causa justa de la huida. Y en séptimo lugar, la

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persona que ha cumplido con el sacramento de la extrema unción, y habiendo solicitado a sus familiares o amigos auxilio para morir se arrepiente posteriormente, y con signos manifiestos, no se vería privada de la sepultura eclesiástica; su apartamiento del «suicidio asistido» (penitencia y arrepentimiento) lo liberan del pecado15.

Emanuel Concepción, al igual que hacen otros juristas y teólogos, analiza cuáles son los aspectos en los que indaga el Derecho canónico antes de denegar la sepultura eclesiástica al supuesto...

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