La memoria de este año

AutorJerónimo González
Páginas27-41

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  1. El Registro de actos de última voluntad como auxiliar del Registro inmobiliario.

  2. Valor práctico de las certificaciones expedidas por la Dirección general.

  3. Resultados de la reforma introducida por el artículo 360 del Reglamento Notarial, en el articulo 71 del Hipotecario.

El Registro de actos de última voluntad, institución originar del Derecho español, es obra del Cuerpo de Registradores de la Propiedad o de la Dirección general del ramo, y no cuenta con precedentes dignos de mención en el derecho procesal de las naciones más adelantadas 1, ni en la estructuración romana o germánica de las sucesiones hereditarias.

A mediados de 1881, don M. Fernández de la Vega, registrador de la Propiedad, escribió un artículo sobre «Registro de Testamentos», que fue publicado en el número 507 de «La Reforma Legislativas, apuntando como «mero aficionado a estos estudios» la idea de que se impusiera a los notarios la obligación de remitir índices de las disposiciones testamentarias a las Audiencias o a las Juntas directivas de los Colegios o «al Ministerio de Gracia y Justicia, en cuya Dirección general de los Registros debe radicar el que de-Page 28fendemos, pues lo esencial es que los índices lleguen pronto y no muramos de empacho de formularismo».

La misma revista, a cuyo frente figuraban don Victorino Arias Lombana y don Rafael Escosura, oficiales de la Dirección de Registros, dio a conocer, con la autorización de este Centro, en 23 de Noviembre de 1S84, un provecto para establecer un Registro general de actos de última voluntad, y después de llamar la atención de sus suscriptores sobre el texto, anunció que publicaría las observaciones que upara el mejor planteamiento de esta importantísima institución» fueren remitidas. Animados por esta invitación, dedicaron al tema algunas cuartillas don Gumersindo López Pardo y don Manuel Redondo Reinoso en los números 681 y 684, y el que podemos llamar iniciador de la campaña, don Manuel F. de la Vega, que ya había vuelto sobre la materia en el número 646, expuso en el 726, correspondiente a 29 de Noviembre de 1885, algunas consideraciones, con referencia, sobre todo, a un trabajo que el notario don José Gonzalo de las Casas había publicado a principios del mismo año en la Gacela del Notariado Español.

Pero si mucha es la importancia que el Cuerpo de Registradores de la Propiedad ha lenido en el establecimiento del Registro de actos de última voluntad, mayor es la influencia que la legislación hipotecaria ha ejercido en el pensamiento de cuantos han discutido su oportunidad e implantación. La Ley de 8 de Febrero de 1861 no había vacilado en negar a los títulos inscribibles que no hubieran sido inscritos en el Registro, efectos contra tercero, y al hacerlo así se había inspirado en los puros principios del sistema germánico, sin distinguir si la transmisión, constitución o modificación de los derechos tenía lugar, por virtud de actos intervivos o mortis causa.

Recordemos el criterio de la comisión que redactó la primitiva Ley hipotecaria, consignado por el señor Gómez de la Serna. Para el distinguido comentarista, el artículo 2.° de la misma no hace diferencia entre los títulos traslativos de dominio por actos entre vivos y los que provienen de sucesión, y aunque conoce y recoge en su obra las legislaciones que centran todo el sistema sobre las transmisiones intervivos, justifica las orientaciones de la nueva Ley hipotecaria en esta forma: «cuando la Ley proclamaba el principio absoluto de publicidad, no podía, sin gravísimas razo-Page 29nes, exceptuar determinadas clases de adquisición, sin quebrantar su sistema, sin destruir lo mismo que edificaba ; si lo hubiera hecho, sobre ser ilógica, habría retrocedido en lugar de adelantar en su camino. Nada hay por otra parte que aconseje que la publicidad no se requiera igualmente en todas las clases de adquisición : lo que en los títulos entre vivos se considera necesario, lo es también respecto a los que a la sucesión testada o intestada se refiero).

Y contra los que se oponían a la inscripción de los títulos mortis causa, fundados en que la muerte del de cujus y la calidad de heredero son cosas públicas y conocidas, resultando superfina una nueva publicidad, alega que «ni esto es siempre exacto, ni es fácil saber cuáles son las fincas que tiene cada uno al morir, ni si éstas han sido dejadas con la universalidad de bienes al heredero, o si como legado o por otra causa han pasado a sucesores singulares». «Si no se sujetaran-concluye - a inscripción los títulos por causa de muerte, sería necesario que el adquirente o el prestamista, tuvieran que buscar en multitud de antecedentes los medios de asegurarse, y vendría a resultar la inseguridad que ahora tienen, y que con el nuevo sistema ha tratado la Ley de evitar».

Fieles a los mismos principios, los Códigos alemán y suizo llevan al Registro directamente los testamentos y los certificados de herederos, y como si no temieran los fraudes y omisiones en la sucesión hereditaria, proveen con sencillez y energía a las necesidades del crédito y de la vida civil. En cambio, nuestros legisladores de 1869, atemorizados por la imposibilidad de probar legalmente que un testamento que se presenta como título para realizar una inscripción, no está destruido por otro anterior otorgado con cláusula derogatoria o por haberlo revocado el testador, así como por la idea de que el derecho de los parientes de un finado., declarados sus herederos abintestato, pueda desaparecer por presentarse otros parientes más inmediatos, fijaron un plazo de cinco años, durante los cuales la inscripción no había de perjudicar a tercero, ni los bienes podían ser liberados. Tan sólo exceptuaban de esta prohibición a los herederos abintestato, siendo necesarios, que hubieren obtenido la declaración judicial de su derecho, y a los herederos ignorados, instituidos formalmente, en los casos en que, según la Ley de Enjuiciamiento civil entonces vigente, fuera necesaria la publicación de edictos haciendo-Page 30los llamamientos oportunos. No satisfacían estas innovaciones las exigencias del crédito territorial, y no habían pasado ocho años desde su vigencia, cuando la Ley de 9 de Julio de 1877 limitó el precepto a los bienes adquiridos por herederos voluntarios, exceptuando «los casos de herencia testada o intestada, mejora o legado, cuando recaiga en herederos necesarios».

La inseguridad de la posición del adquirente de un inmueble o derecho real procedente de herencia o legado que hubieran recaído en herederos voluntarios, durante un quinquenio contado desde la inscripción, y la posibilidad de que se hallase un testamento o codicilo posterior al inscrito, fueron las razones que desde el primer momento se adelantaron para justificar la necesidad de un Registro de testamentos. En atención a vacilaciones tan repetidas en una de las bases fundamentales de la Ley, y con el deseo de conciliar el desarrollo del crédito territorial con el respeto debido a los derechos hereditarios, don Francisco Silvela creyó oportuno proponer a Su Majestad, después de haber oído el parecer de las Salas de gobierno de las Audiencias, el de las Juntas directivas de los Colegios notariales y el de la Junta de oficiales de la Dirección de los Registros, la firma del Real decreto de 14 de Noviembre de 1885, cuyo artículo primero ordenaba que desde 1.° de Enero de 1S86 se llevara en este último Centro un Registro general de actos de última voluntad.

Conocidas de todos las disposiciones que regulan esta materia, recopiladas en 1896 por otro...

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