De la constitución histórica a la historia constitucional. El medioevo como imaginario político (Siglos XVIII-XIX)

AutorFaustino Martínez Martínez
Páginas511-527

(A propósito de la obra de José Manuel NIETO SORIA, Medioevo Constitucional, Historia y mito político en los orígenes de la España contemporánea (ca. 1750-1814), Akal Universitaria. Serie Historia Medieval, Madrid, 2007. 227 págs.)

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Se habla del uso parcial o partidario de la Historia en nuestros tiempos como un recurso abusivo que tiende a ver en el pasado la justificación del presente para dar sólidos cimientos al futuro y hacerlo a imagen y medida de esa visión deformada de lo pretérito. La intencionalidad política de tales prácticas es clara y evidente. Una opinión o posición política determinada gana legitimidad, refuerza sus lazos para con una causa, se convierte en inatacable, en una suerte de derecho adquirido que nada, ni nadie puede osar modificar, si cuenta con el respaldo del tiempo. Como sucedía en el Medievo, lo tradicional acaba por suplantar a lo racional. Pero en tal período, lo estático de la sociedad conducía de modo irremisible a esa solución intelectual: la reacción al cambio hacía que éste fuese calificado de criminal o pecaminoso, de ilícito o herético. No parece tener sentido en nuestra tan dinámica modernidad, aunque el esquema mental subyacente parece ser idéntico, lo cual debe llevarnos a pensar que siempre y en todo lugar el hombre tiende al conformismo, a la contemplación de lo heredado, a la tranquilidad y a la reacción, virulenta o no, frente al cambio. Es un medio de defensa para garantizar lo adquirido y de aportar orden en grandes cantidades. Da igual lo que se alegue: el tiempo lo sana todo y convierte esa postura en inatacable, en inmodificable. Lo que siempre ha sido, debe seguir siendo: ha sido, es y será. La clave de esta argumentación radica, pues, en la Historia y, por ello, debe buscarse en la misma el origen de tal postura o de tal posición. El pasado hace bueno lo presente y lo solidifica de cara al futuro puesto que no podrá ser cambiando un solo ápice, una sola coma, una sola palabra, de aquello que acaba por conformar la tradición, a la que se debe una suerte de mística adoración. En ella, parece estar la única verdad. La parcialidad o el carácter partidario no son más que la forma de confundir las dimensiones temporales, privar al historiador de su objeto y mezclar pasajes o elementos distantes y diversos.

Si el historiador actúa sobre testimonios pretéritos, ha de rastrear tales testimonios y luego hacerlos hablar, pero siempre respetando lo que allí ha depositado el tiempo, lo que se ha conservado y lo que lógicamente se puede reconstruir. El historiador hace hablar al pasado a partir de los restos que ese mismo pasado deja detrás de sí y ha de hacerlo con la máxima fidelidad a aquellos. El historiador habla el lenguaje del pasado, lo nombra con palabras tomadas de aquí y de allí, y tiene la virtud o defecto de colocar ese pasado en Page 512 sus coordenadas precisas de espacio y, sobre todo, de tiempo. El riesgo que tal planteamiento comporta viene conformado por los instrumentos que el propio historiador va a emplear, comenzando por el historiador mismo. No en vano, Croce nos señalaba que todo historiador era historiador contemporáneo, puesto que lee el pasado de acuerdo con sus ideas, fantasmas, fantasías, prejuicios, filias y fobias. La reconstrucción que aquél lleva a cabo no es, ni más ni menos, que el resultado de volcar lo que en él hay intelectualmente hablando en ese terreno farragoso del pasado, mundo inexistente y que ya no vuelve más, al que se acerca por medio de las herramientas hermenéuticas de que precisa, que selecciona y que emplea. La objetividad, al estilo de Ranke, es imposible de conseguir. Nunca se podrá volver a dar lo pasado porque el flujo temporal es incesante y no tiene retorno, ni siquiera idealmente hablando. Eso tampoco supone abandonar al historiador en manos del subjetivismo más descarnado. Pueden atisbarse algunos remedios frente a tales enfermedades. Lo que se le puede o debe exigir es la pluralidad de las fuentes. El método histórico tiene tras de sí un rigor que lo hace equiparable al de otros saberes científicamente fundados, sin llegar a ser calificado en puridad como ciencia. La elección del objeto histórico (un rey, una guerra, una batalla, un campo artístico, una pintura, una fuente normativa, una institución) siempre adolece de subjetivismo; lo que no admite subjetivismo alguno es el proceso posterior a tal elección, en el cual debe caminarse hacia la mayor objetividad posible y eso solamente se puede hacer por medio de un exquisito tratamiento, examen y depuración de las fuentes a emplear. El lema finalmente podría resumirse en el siguiente aforismo: no subjetivismo, sí pluralidad. He aquí la clave de la buena Historia.

El historiador es así un ser que halla en esa pluralidad, sinónimo de riqueza de testimonios y de datos, la razón de ser de su existencia. A partir de ahí puede crear el conocimiento histórico, puede desarrollar científicamente ese saber que permite al hombre conocer el pasado para comprender el presente y preparar el futuro, sin intercambiar dimensiones. Pero la tentación del subjetivismo y, con él, de todo su conglomerado de desviaciones intelectuales e incluso éticas, desde la parcialidad hasta el uso espurio de los materiales históricos, está cerca, presente, tangible. Los cantos de las sirenas pueden llevarlo a abandonar el mástil de su nave y entregarse a la contemplación y deleite de todo aquello que ofrecen los peligros que lo circundan, una vez eliminados aquellos obstáculos que mantenían una distancia, a modo de purificadora barrera, con respecto a los hechos históricos que aquél recreará o intentará recrear.

El peligro más inmediato viene proporcionado por la posibilidad de radicalizar tales planteamientos. El historiador puede convertirse en una suerte de profeta que agota su virtualidad en el objeto histórico estudiado, con lo cual deviene un ser inofensivo dado que nadie, fuera del gremio, va a molestarse en escucharlo, o bien puede emplear sus armas al servicio de una causa, de una ideología, de un concepto, de una política. Lo indeterminado puede verse perfectamente reemplazado por lo determinado: una causa que se convierte en la única causa. Aquí comienzan los problemas porque la labor pura y virginal de ese historiador que quería informar de la manera más abierta y plural posible sobre un hecho pasado comienza a pudrirse, a forzar interpretaciones, Page 513 a silenciar fuentes, a tapiar puertas, a callar donde lo pretérito habla. El historiador deviene una suerte de intelectual orgánico que, aunque no lo sepa, está puesto ahí por el poder y sus múltiples instrumentos para justificar lo que se tiene por políticamente correcto, socialmente irreprochable, culturalmente útil. Proyectos de investigación, bien dotados económicamente hablando, conferencias, seminarios, simposios, congresos, abundantemente abastecidos de comida, de bebida y de soldada, hacen el resto, crean la fidelidad al ideal y domeñan el rebaño de ovejas que están dispuestas a balar cómo y dónde diga el munífico protector y mecenas. El historiador es, de este modo, no un investigador, sino un buscador de argumentos, un mercenario, que coloca en el mismo plano de sus reflexiones el pasado y el presente; porque ese presente y las decisiones que allí se toman no se pueden explicar sin el pasado y viceversa. La delgada línea que separa las dimensiones temporales se quiebra de modo voluntario, de forma deliberadamente política. Y pasado y presente acaban por retroalimentarse. Lo presente se justifica en virtud del pasado y el pasado se estudia, se examina, se explica en función del presente. El poder acaba tomando parte e impone una cierta visión de la Historia maniquea, pervertida, incorrecta, una Historia que glorifica a unos y silencia a otros. Al ejemplo reciente de la así llamada incorrectamente "memoria histórica" me remito. Un intento de crear una Historia oficial de bondades y maldades, de recuperar el tiempo perdido, en todos los sentidos, de cambiar la Historia tiempo después de la misma Historia, de falsearla y prostituirla, de hacerla esclava de una ideología, de hacer presentes conflictos que deben ser resueltos por medio de la investigación neutral y aséptica, ajena a sentimentalismos, a lágrimas y a venganzas.

Porque toda esa acción supone falsear la Historia, sí, pero también falsear el deber, la ética y el trabajo que corresponde al historiador. Recordando al siempre admirado E. H. Carr, la labor del historiador serio y responsable es una labor que se aproxima a la de un notario, nunca a la de un juez, ni a la de un arquitecto. El historiador recopila, rehace, reconstruye aproximadamente, aquello que los testimonios y las fuentes le van proporcionando, que él elabora, ensambla y a lo que dota de coherencia. Pero no puede asumir una función de juicio moral o ético, ni siquiera de juicio en sentido técnico-jurídico, porque ese nunca es el cometido que le corresponde, porque ese juicio sólo contribuye a nublarle la vista, obcecarle y hacerle caer en el más descarnado subjetivismo orientado a unos fines. Tampoco rehace exactamente el pasado, como haría un arquitecto, porque tal misión es imposible materialmente hablando: el pasado ya no existe, ya no es, ya no es realidad tangible y actual. Del mismo modo, tampoco los oficios citados pueden arrogarse la capacidad de elaborar el discurso histórico. Un juez no puede intervenir en la Historia porque ésta no ha sido concebida para el enjuiciamiento, sino para la interpretación que nunca deviene definitiva, a diferencia del primero, del juicio o de la sentencia, que se quiere siempre inapelable. Confundir ámbitos supone confundir los conceptos que están en la base de ambos conocimientos. Y supone también recordar aquellas máximas del totalitarismo, de cualquier signo e ideología, según el cual la Historia será la encargada de juzgar y de absolver a los protagonistas mesiánicos que se arrogaron esa capacidad no ya de escribir la Historia...

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