¡Lo que no mata engorda! Los «productos basura» y los prejuicios y perjuicios de la protección al consumidor en un país pobre

AutorAlfredo Bullard González
CargoAbogado. Profesor de Derecho Civil y Análisis Económico del Derecho en la Pontificia Universidad Católica del Perú y en la Universidad de Lima
Páginas85-95

    El presente artículo refleja estrictamente la opinión del autor y en nada compromete la del Instituto Nacional de Defensa de la Competencia y Protección de la Propiedad Intelectual -INDECOPI- de la que el autor es Asesor Principal. El autor desea agradecer a Julio García sus comenta-nos durante la elaboración del presente artículo. A José Juan Haro agradece, además de sus comentarios, la sugerencia para el título del mismo. Dicho artículo ha sido publicado en la revista «IUS ET VERITAS» (1996).

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1. Introducción

No es extraño levantarse por las mañanas en Lima, mirar por la ventana, y ver a una persona rebuscando nuestra basura en busca de sobras de comida. La es cena, además de humanamente devastadora, es sintomática de un país con bajísimos niveles de ingreso, tremenda escasez de recursos y desigual distribución de la riqueza.

Sin duda no será difícil que todos coincidamos, fuera de cualquier discusión y planteamiento ideológico, que es una imagen que quisiéramos que desaparezca, o al menos, que no se presente con tanta frecuencia. Nadie podrá decir que ello es algo bueno, deseable o positivo. Nadie podrá ocultar su deseo de que esas escenas no deberían repetirse. Pero, por otra parte, ¿alguien propondría que se diera una ley que prohíba que la gente recoja los restos de comida de la basura? La respuesta parece bastante obvia. La tragedia de la que podemos ser testigos todas la mañanas es sólo superada por una imagen aún peor: la de esa misma persona muriendo de inanición.

Comer basura no es, obviamente, nada saludable. Los riesgos de contraer enfermedades o intoxicarse con un alimento descompuesto son más que evidentes. Sin embargo esas personas deciden asumir dichos riesgos ante un mal mayor: el morirse de hambre.

Los efectos nada deseados de esta situación son propios de un país como el nuestro. La pobreza convierte a la basura en una alternativa de supervivencia. Los costos de comerla (enfermar) son menores que los beneficios (seguir viviendo) y ello hace de la conducta, con toda su carga deshumanizante, algo perfectamente racional. Por ello es que a pesar de la reacción negativa que nos genera, no nos atrevemos a sugerir su prohibición.

Sin embargo, los riesgos que los países pobres tenemos que correr son aún más. Un pariente cercano de comer basura lo constituyen los llamados «productos basura» que los peruanos solemos comprar día tras día para satisfacer nuestras necesidades. Desde alimentos elaborados en terribles condiciones sanitarias, ropa que no mantiene su calidad y características luego de la primera puesta, medicinas vendidas en condiciones que las hacen poco confiables, artefactos eléctricos reconstruidos, licores que no son tales o muebles que son víctimas de las polillas en unas cuantas semanas. Esos productos se venden al por mayor y menor, cuentan con cadenas de distribución relativamente sofisticadas vinculadas normalmente al comercio ambulatorio y, lo más curioso, cuentan con la preferencia de un importante número de consumidores que los eligen por sobre productos similares que sí brindan todas las garantías. La razón de la preferencia no es difícil de encontrar: los precios de estos productos suelen ser, en términos competitivos, mucho más baratos que aquellos que ofrecen todas las garantías. Y la causa de ello no es ningún secreto: los costos de producir esos bienes son menores precisamente porque no tienen que invertir en ofrecer todas las garantías ni altos (o quizás, ni siquiera mediocres) niveles de calidad.

Estos «productos basura» han despertado el interés y la ira de más de uno. No es extraño ver en programas de televisión, en periódicos o en entrevistas de radio a personas de todo tipo, desde connotados políticos hasta técnicos y profesionales de todas las áreas (médicos, químicos farmacéuticos, biólogos, abogados, ingenieros, economistas), rasgándose las vestiduras por la existencia, venta y compra de los «productos basura».

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Se exige a las autoridades (como el INDECOPI, el Ministerio de Salud, el Ministerio de Agricultura, etc.) acciones decididas para decomisarlos y prohibir su comercialización, pidiéndoles que se «ensucien los zapatos» persiguiéndolos por los mercados.

Se pide a los congresistas la dación de leyes severas que sancionen con mayores penas de cárcel a quienes los fabriquen. Se emplaza al Poder Judicial, al Ministerio Público o a la Policía para que actúen con mayor energía. En pocas palabras, se exige que los «productos basura» desaparezcan.

Si estas personas quisieran ser coherentes con su posición, deberían exigir acciones igualmente efectivas para impedir que los mendigos, durante las madrugadas limeñas, puedan comer basura. Debería sancionarse no sólo a los irresponsables que colocan la basura en la calle para ser recogida por el basurero (que finalmente somos todos) sino incluso a quienes se la comen.

El presente artículo pretende demostrar que los «productos basura» suelen ser más importantes y necesarios de lo que parece a primera vista. En consecuencia una política de protección al consumidor debería considerar para su diseño e implementación las funciones que estos «indeseables» bienes desarrollan en nuestra sociedad. El no hacerlo convertirá a la política de protección al consumidor en un arma contraria a los intereses de los propios consumidores, al forzar que una economía con pocos recursos tenga que actuar soportando los sobrecostos que productos garantizados y de buena calidad implican. El resultado sería una reducción de los niveles de bienestar general que debemos evitar.

2. «No hay almuerzo gratis»

La frase de Adam Smith es difícilmente más cierta en algún otro caso distinto al de los «productos basura». La calidad tiene un costo que debe ser pagado por alguien. Ofrecer mejores condiciones sanitarias implica una inversión para el productor. Hacer que los bienes duren más tiempo o que no sufran desperfectos implica gastar en tecnología, mejores materiales y trabajadores más capacitados. Ofrecer garantías de funcionamiento implica asumir los costos de reparar los bienes luego de vendidos éstos. Exigir prescripción médica para comprar una medicina significa pagar los honorarios de un doctor. Solicitar que los comerciantes cuenten con locales idóneos para asegurar la buena condición de lo bienes que venden implica exigir un gasto mayor.

Pero, a fin de cuentas, no es el productor el que termina asumiendo ese gasto. Finalmente los sobrecostos generados por incorporar calidad a los productos son trasladados al precio, y al hacerlo son asumidos por el consumidor, sea pagando más dinero, sea simplemente dejando de comprar. Forzar a que los productos cumplan con un estándar de calidad determinado es prohibirle, en última instancia, a los consumidores que compren productos más baratos.

El sistema de mercado genera incentivos para incorporar calidad y seguridad a los productos. Los consumidores no son tontos, y de serles posible preferirán al producto de calidad por sobre el que no la tiene, y el producto seguro por sobre el que no ofrece garantías. Esto es inmediatamente percibido por los productores, quienes aprecian y verifican dichas preferencias de los consumidores expresadas en la compra o no compra de ciertos bienes. Pero si a un incremento de calidad o seguridad los consumidores no reaccionan mosto do sus preferencias, están mostrando que no desean la calidad o seguridad adicional que se les ofrece. Ello puede deberse a que los consumidores no consideran dicha calidad o seguridad como apreciable o importante (es decir discrepan del productor que las incorporó a sus productos) o simplemente no pueden pagar por ellas porque los costos adicionales que implica darle una mayor calidad o seguridad no pueden ser o no quieren ser cubiertos por los consumidores.

Por ejemplo, si todos los consumidores desearan seguridad en sus automóviles, hace tiempo que marcas como Volvo hubiesen desplazado a otras menos seguras, en especial a los modelos compactos. Sin embargo, sólo algunos consumidores estuvieron dispuestos a «comprar» esa calidad adicional.

Lo mismo puede ocurrir con prendas de vestir de buena calidad como Guess o Adidas, que son descartadas por consumidores que prefieren adquirir marcas desconocidas, sólo porque son más baratas.

En otras palabras, el consumidor está en mejor posibilidad de decidir no sólo porque conoce sus propias preferencias mejor que nadie, sino además porque es quien conoce y administra las limitaciones de su presupuesto.

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Se puede decir, en contra del argumento mencionado, que los proveedores no incorporan a sus productos más calidad o seguridad porque los consumidores no tienen información suficiente para apreciarla, o simplemente porque son muy tontos para entender el beneficio.

Respecto de no contar con la información relevante, si bien debemos reconocer que se presentan circunstancias en que el mercado no suministra la información adecuada en el momento oportuno, tal como veremos más adelante, ello ocurre en menos casos de los que podrían creerse. En primer lugar, el proveedor que incorpora nuevos elementos de calidad o seguridad en sus productos hará esfuerzos importantes para que el consumidor se informe de ello (lo colocará en el envase o realizará una agresiva publicidad sobre el particular). Pero además, no debemos olvidar que todos los días los consumidores aumentan su experiencia de mercado. Sus propios actos de compra, y sobre todo sus propios actos de consumo, le van enseñando la existencia y valor de la calidad y la seguridad. A esa experiencia se suma la de todos los demás consumidores que conoce (familia, amigos, compañeros de trabajo, etc.) con los que suele conversar sobre las bondades y maldades de los diversos productos y servicios que...

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