Limitación de mandato en los delitos de omisión impropia: una reivindicación desde las ideas de derecho penal mínimo e inexigibilidad

AutorMiguel Bustos Rubio
CargoProfesor Contratado de Derecho Penal. Real Centro Universitario El Escorial-Maria Cristina (Universidad Complutense de Madrid)
Páginas95-136

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I Introducción: la excepcionalidad de los delitos omisivos

En el Derecho penal actual resulta indiscutible que el delito pueda cometerse tanto por acción como por omisión. No en vano el propio artículo 10 del Código Penal (en adelante CP.) define como delitos “las acciones y omisiones dolosas o imprudentes penadas por la ley”2. Pese a la obviedad que las afirmaciones anteriores puedan suponer, para llegar a las mismas ha sido preciso transcurrir por una dilatada evolución histórica en la que se han ido conformando tanto la admisibilidad de la propia conducta omisiva como las condiciones exigidas para su apreciación3.

Un mero vistazo a los códigos penales contemporáneos permite constatar que, pese a la admisibilidad de la omisión como forma de conducta humana sobre la que se puede construir un tipo penal, es patente la primacía de los delitos de acción frente a los delitos omisivos, que constituyen de este modo una auténtica excepción. Nos estamos refiriendo, claro está, a los delitos de omisión propia (también denominados de pura omisión), dejando extramuros de esta investigación los delitos de omisión

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impropia o la denominada comisión por omisión (cuyos elementos fundamentales se regulan en el art. 11 CP.)4.

Como ejemplos paradigmáticos de delitos de omisión propia pueden señalarse los artículos 195 y 450 CP., que recogen los ilícitos de omisión del deber de socorro y de omisión del deber de impedir determinados delitos, respectivamente. El art. 195 CP. señala, en su primer inciso, lo siguiente: “el que no socorriere a una persona que se halle desamparada y en peligro manifiesto y grave, cuando pudiere hacerlo sin riesgo propio ni de terceros, será castigado con la pena de multa de tres a doce meses”. Por su parte, el art. 450 CP. reza, en su primer apartado: “el que, pudiendo hacerlo con su intervención inmediata y sin riesgo propio o ajeno, no impidiere la comisión de un delito que afecte a las personas en su vida, integridad o salud, libertad o libertad sexual, será castigado con la pena de prisión de seis meses a dos años si el delito fuera contra la vida, y la de multa de seis a veinticuatro meses en los demás casos, salvo que al delito no impedido le correspondiera igual o menor pena, en cuyo caso se impondrá la pena inferior en grado a la de aquél”. Ambos constituyen delitos de omisión de un deber, y se configuran como delitos de omisión pura o propia, en los que el mero incumplimiento del mandato da lugar al tipo penal, sin necesidad de constatar un resultado. También puede entenderse como delito de omisión propia el recogido en el art. 196 CP., el denominado delito de denegación de auxilio o abandono por profesional sanitario5. Sin embargo, ha de tenerse en cuenta que este tipo penal sanciona una omisión propia de garante, convirtiendo al delito en especial. Como bien advierte GÓMEZ PAVÓN “el precepto […] establece una responsabilidad por la omisión de un deber jurídico de asistencia sanitaria”, de tal modo que sólo los profesionales sanitarios están llamados a ser suje-

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tos activos del delito6. Dada esta concreta particularidad, hemos preferido tomar como ejemplo para este estudio los citados artículos 195 y 450 CP., que constituyen delitos comunes, en los que el deber de actuación no se encuentra, a priori, delimitado o restringido a ciertos sujetos por sus concretas características. Estos dos ejemplos serán tenidos muy en cuenta en este trabajo.

Los delitos omisivos propios resultan excepcionales en nuestro Derecho penal por una razón clara: se trata de normas que no se limitan a prohibir, en mayor o menor medida, una determinada conducta activa exteriorizada que menoscabe o ponga en peligro un determinado interés, sino que exigen del sujeto activo una actuación positiva en cumplimiento de un determinado deber, en aras a salvaguardar un concreto bien jurídico. Se exige, pues, del sujeto activo un hacer positivo dirigido a lograr la intangibilidad de bienes jurídicos en peligro.

Precisamente dado lo anterior, resulta coherente el establecimiento dogmático de límites precisos a la configuración del deber exigido, esto es, una limitación del mandato, lo más determinado posible, que deje claro el deber que el sujeto activo debe cumplir y que, además, establezca en qué casos o ante qué tipo de situaciones debe cumplirse.

El presente trabajo tiene por finalidad poner de manifiesto algunas de las cuestiones imbricadas con la excepcionalidad de los delitos omisivos propios respecto de los activos, y, en concreto, analizar los mecanismos empleados por la doctrina, la jurisprudencia y la propia legislación, a la hora de limitar, restringir y acotar el mandato exigido en los delitos de omisión de un deber, lo que se hace necesario en unos concretos delitos, los de omisión propia, en los que el legislador, como decimos, lejos de prohibir un determinado comportamiento activo que contraviene un interés jurídico, exige un mandato del sujeto activo para lograr la protección de ese interés.

Esta cuestión se encuentra directamente conectada con diversos principios que asientan las bases de nuestro Derecho penal, como el de legalidad, con su mandato de determinación y taxatividad, y, en un plano muy destacado (también en clave políticocriminal), el principio de mínima intervención penal, que dota a éste de un carácter subsidiario y fragmentario, y el principio de exigibilidad (o inexigibilidad si se entiende en sentido negativo). Obviamente, cuando nos acercamos a las expresiones “legalidad”, “Derecho penal mínimo”, “mínima intervención” o “exigibili-

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dad” nos situamos en un terreno omnicomprensivo, en el que convergen múltiples ideas y principios. En este trabajo tales postulados habrán de entenderse en un sentido amplio, identificados, en último término, con la idea de respeto por un derecho penal mínimo, desgraciadamente cada vez más desterrado de nuestros códigos penales.

II De la institución neminem laedere al establecimiento de deberes positivos. Imbricación con el principio de mínima intervención penal

Como ya adelantábamos en la introducción, el comportamiento humano no se limita al ejercicio activo sino que también posee un aspecto pasivo, constituido por la omisión7. El Derecho no contiene solamente normas prohibitivas sino también, aunque en menor medida, normas imperativas que ordenan acciones posibles a los ciudadanos, y que, en caso de omitirse, provocan efectos nocivos desde un punto de vista social8. El Derecho penal no se agota por tanto en el aseguramiento de esferas de libertad ajenas de forma negativa (esto es, mediante la tipificación de acciones positivas que lesionan o ponen en peligro un determinado interés), sino que en ocasiones, si bien excepcionalmente, también establece relaciones positivas de ayuda para determinados bienes necesitados de protección penal9.

Decía CICERÓN que “la principal tarea de la justicia es no dañar a nadie”. También PUFENDORF y SCHOPENHAUER desarrollaron este postulado; en el primero de estos autores puede leerse: “entre los deberes absolutos o los deberes de todos frente a todos, el siguiente deber es el más importante: nadie debe ocasionar daño a los demás. Éste es el deber más amplio de entre todos los deberes, el deber que atañe a todos los Hombres”. El segundo de ellos, por su parte, explicó lo siguiente: “todos tienen el derecho de hacer aquello que no lesione a alguien […]. En tanto una acción no quebrante […] la esfera de libre determinación ajena, negándola,

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no nos hallamos ante un injusto”10. Esta idea fue acogida también por el Derecho romano bajo la institución negativa del neminem laedere, institución que consiste, llanamente, en la prohibición de dañar a los demás. Se trata de un postulado que ha sobrevivido hasta nuestros días, si bien con diferentes matices según qué casos:

En Derecho penal anglosajón encontramos esta institución como telón de fondo en el denominado harm principle o principio del daño, inicialmente defendido por MILL, quien en su obra “On liberty” expresó lo siguiente: “que la única finalidad por la que el poder puede, con pleno derecho, ser ejercido sobre un miembro de una comunidad civilizada contra su voluntad, es evitar que perjudique a los demás […]. La única parte de la conducta de cada uno por la que él es responsable ante la sociedad es la que se refiere a los demás”11. De la tesis de MILL se desprende que el daño o la ofensa lesiva frente a otros (offence to others) se presenta como condición necesaria de la sanción penal: sólo esta razón, la causación de un daño, justifica la intromisión pública en la libertad de los sujetos por parte del Derecho penal12. Más actualmente VON HIRSCH ha desarrollado este pensamiento, considerando que el principio del daño puede aportar mucho al estudio de la categoría del bien jurídico en el derecho continental13. Precisamente también en esta última institución, la del bien jurídico, encontramos el postulado neminem laedere: el principio de ofensividad o lesividad, o de exclusiva protección de bienes jurídicos, asentado en el Derecho penal alemán (crítico, sin embargo, JAKOBS14y parte de su escuela), y prácticamente extendido en los sistemas continentales, incluido el español, se apoya en la...

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