El control jurisdiccional de la acción de la Administración

AutorTomás Ramón Fernández
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Administrativo de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas569-577

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I

La celebración del XX Aniversario de la Constitución de 1978 ha venido a coincidir con la promulgación de una nueva Ley, la cuarta de nuestra historia, reguladora de la jurisdicción contenciosoadministrativa, Ley promulgada el13 de julio pasado y todavía en período de vacatio en el momento en que se escribe este breve texto. Ateniéndose a este solo dato, un observador lejano de nuestra realidad se vería tentado a afirmar que la Norma Fundamental no ha tenido influencia alguna en el control jurisdiccional de la acción administrativa, supuesto éste que se ha venido realizando durante los últimos veinte años al amparo de la vieja Ley Jurisdiccional de 27 de diciembre de 1956, que a lo largo de este período apenas ha sido objeto de algunas modificaciones formales de tono menor, que en ningún caso han afectado al sistema establecido por la misma.

La realizada por la Ley 34/1981, de 5 de octubre, se limitó a dar entrada en el cuadro de Administraciones Públicas a la Administración de las Comunidades Autónomas y a reconocer a éstas la legitimación para recurrir las disposiciones de carácter general de la Administración del Estado que afecten al ámbito de su Autonomía, así como a la Administración del Estado para impugnar las disposiciones y actos emanados de las nuevas Administraciones autonómicas.

La Ley 1011992, de 30 de abril, de medidas urgentes de reforma procesal, sustituyó el antiguo recurso de apelación por un nuevo recurso de casación con el propósito, sustancialmente frustrado, de aliviar la congestión que padece desde hace ya muchos años la Sala 3.ª del Tribunal Supremo. A esto se redujo todo, sin embargo, porque ni siquiera llegó a establecerse efectivamente la nueva planta de la Jurisdicción diseñada por la Ley Orgánica del Poder Judicial de 1 de julio de 1985, que ha permanecido congelada hasta hoy en su aspecto más novedoso -y también más polémico-, la creación de los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo, que la nueva Ley Jurisdiccional de 13 de julio pasado va a poner, por fin, en marcha. La sustitución de las antiguas Audiencias Territoriales por los nuevos Tribunales Superiores de Justicia, que, según la Constitución, culminan la organización judicial en el territorio de cada Comunidad Autónoma, ha sido, pues, hasta la fecha, el único cambio, más nominal que otra cosa, experimentado por el magnífico edificio levantado cuarenta y dos años atrás por la benemérita Ley de 1956.

Las apariencias engañan, sin embargo. Es cierto que, en lo esencial, la Ley Jurisdiccional de 1956 ha seguido en pie, lo que proclama, sin duda, su bondad técnica y, sobre todo, la sintonía de sus principios básicos con los valores que la Constitución vino a hacer suyos. Es éste un mérito impagable de la vieja Ley, que logró asegurar en plena dictadura un nivel de garantías impensable para el momento y las circunstancias en que se produjo, lo que, sin duda, facilitó, en una medida que los

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españoles no hemos acertado todavía a destacar como merece, el tránsito pacífico al Estado de Derecho del que ahora disfrutamos. Pero no lo es menos, naturalmente, que la promulgación de la vigente Norma Fundamental iluminó con una luz nueva el escenario y, al hacerlo, contribuyó decisivamente a eliminar los «ángulos muertos» que la vieja Ley Jurisdiccional inevitablemente hubo de dejar y dio nuevo impulso al control jurisdiccional de la Administración, llevando a sus últimas consecuencias el sistema por ella establecido.

Pocas veces, como ésta, se ha hecho tan visible la operatividad de eso que llamamos, sin demasiada convicción en ocasiones, principios generales del Derecho, es decir, de esas ideas-fuerza que dan vida a la letra de los textos legales, una letra que puede permanecer invariable en su materialidad, pero que termina por decir cosas distintas cuando aquéllas cambian. La jurisprudencia, constitucional y ordinaria, que es, según solemos repetir de forma rutinaria, su cauce habitual de hallazgo y expresión, ha jugado en este caso un papel absolutamente decisivo. ¡Expresiva lección para tanto positivista desdeñoso y escéptico que se niega a admitir la evidencia!

II

El efecto derogatorio directo de la Constitución, como Ley superior y posterior, sobre el texto de la norma jurisdiccional de 1956 no ha sido demasiado grande, como es fácil comprobar con sólo reparar las notas a pie de página de cualquier edición actual de la referida Ley.

Los artículos 24 y 106.1 de la Constitución consagraron de forma categórica el derecho fundamental de todos a una tutela judicial sin indefensión (een ningún caso») frente a toda la «actuación» de la Administración y frente a la potestad reglamentaria, lo que, naturalmente, supuso la afirmación de la cláusula general contenida en el artículo 1 de la vieja Ley y condenó las excepciones que ésta hubo de admitir en su artículo 40. Algunas de ellas habían sido ya derogadas con anterioridad a la promulgación de la Norma Fundamental -así, las relativas a los actos de policía en materia de prensa, radio, cinematografía y teatro, recogidas en el artículo 40.b), que lo fueron por las Leyes de Prensa de 18 de marzo de 1966 y de Cinematografía y Teatro de 22 de julio de 1967-. Otras, en cambio, que permanecían en vigor en el momento del cambio constitucional -las resoluciones de la Administración Militar aludidas en el artículo 40.d)-, fueron declaradas derogadas por Auto del Tribunal Constitucional de 22 de octubre de 1980. Un tercer grupo, en fin -el «cajón de sastre» del artículo 40.D-, fue objeto por dicho Tribunal de una reinterpretación que lo consideró referible a «los casos en que la Ley a que remite no admite ninguna vía de recurso por ninguna otra jurisdicción, pues en la hipótesis contraria estaríamos ante el supuesto de no sujeción al procedimiento contencioso-administrativo», sentido éste en el que el citado artículo 40.f) «ha de entenderse derogado por la disposición derogatoria tercera de la Constitución» (Sentencia constitucional de 16 de mayo de 1983).

Las antiguas excepciones a la cláusula general quedaron así eliminadas tempranamente sin mayor estruendo.

Tampoco planteó dificultades mayores el reconocimiento del efecto ampliatorio de la legitimación para recurrir en la vía contencioso-administrativa resultante de la equiparación de los derechos y de los intereses legítimos a los que refieren sin distinciones el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva del artículo 24.1 de la Norma Fundamental. La distinción entre titularidad de un derecho subjetivo y de un interés directo realizada por los artículos 28.2 y 42 de la vieja Ley Jurisdiccional era ya, en rigor, inoperante en la jurisprudencia contencioso-administrativa anterior a la Constitución, que supo eludir tempranamente lo que no era sino un reflejo inoportuno del dualismo proce-

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sal francés del exceso de poder y la plena jurisdicción, enteramente ajeno a nuestra tradición, aceptando con entera normalidad el pronunciamiento de sentencias de condena (al resarcimiento de daños y perjuicios, por ejemplo) en los casos de anulación de actos administrativos que hubieren producido a su destinatario perjuicios patrimoniales, aunque éstos se produjeran en el plano de los intereses y no de los derechos subjetivos típicos en sentido estricto.

La jurisprudencia contencioso-administrativa anterior a la Norma Fundamental había aceptado también una interpretación amplia de la fórmula «interés directo» empleada por la Ley jurisdiccional de 1956, reputándolo existente en todos aquellos casos en que «la declaración jurídica pretendida coloque al accionista en condiciones naturales y legales de consecución de un determinado beneficio, sin que simultáneamente quede asegurado que forzosamente le haya de obtener» (vid. Sentencia de 5 de julio de 1972, con abundantes citas de otras muchas que se remontan al comienzo de «los setenta»), actitud a la que la Constitución vino a dar refrendo. No fue difícil por eso admitir, una vez promulgada ésta, que el...

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