Una visión dinámica del Poder judicial

AutorEnrique Arnaldo Alcubilla
Cargo del AutorVocal del Consejo General del Poder Judicial. Letrado de las Cortes Generales
Páginas719-731

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I Introducción

El Poder Judicial está unido de modo umbilical a la magia envolvente de la palabra «Reforma». Si de la crisis del Parlamento se viene hablando desde hace más de un siglo, el Poder Judicial aparece -desde el arranque mismo del Estado contemporáneo- débilmente configurado como Poder, y deficientemente dotado como organización. No basta con el reconocimiento formal de su categoría de titular del poder, el llamado tercer poder del Estado, proclamación que tantas esperanzas levantó en España con su expresión por la Constitución de 1978 en el encabezamiento del Título VI, si no se dota al Judicial -que ha visto ampliado significativamente el ámbito de su actuación jurisdiccional en extensión y en intensidad hasta extremos desconocidos con anterioridad- de las condiciones imprescindibles para alcanzarla. La opción que tomó nuestra Norma Fundamental es reflejo de su concepción de fortalecimiento del Poder Judicial dotándole de la estructura de un verdadero poder, exigencia indeclinable del Estadodemocrático de Derecho, para su auténtica y plena consolidación.

El Poder Judicial no es -y, sin embargo, infortunadamente lo ha sido en nuestro país, también durante los veinte años de vigencia de la Constitución de 1978- el mejor de los campos para la experimentación ni mucho menos para la improvisación, pues cualquier retoque, cualquier reforma -en los ámbitos orgánico, sustantivo o procesal- por pequeña que sea, por nimia que pueda pare-cer, produce una repercusión en cascada cuyos efectos han de medirse bien anticipadamente. La «Reforma», con mayúsculas, del Poder Judicial abierta en 1978, requiere, en cambio, un debate profundo, sereno, medido, con el punto de mira en garantizar eficazmente la tutela judicial de los derechos e intereses legítimos de los ciudadanos, el derecho estrella de nuestro firmamento constitucional en la expresión de DíEz-PICAZO 1, que forma asimismo parte de la Declaración Universal de los Derechos Humanos de 1948, es decir, de la conciencia jurídica común de la humanidad, yen concreto de su artículo 1 D (( Toda persona tiene derecho, en condiciones de plena igualdad, a ser oída públicamente y con justicia por un tribunal independiente e imparcial, para la determinación de sus derechos y obligaciones o para el examen de cualquier acusación contra ella en materia penal»). En segundo término, exige que las respuestas a ese reto sean adoptadas no mediante imposiciones de mayorías coyunturales 2 sino con el mayor grado de consenso o compromiso posible, en cuanto

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que requieren el mayor grado de legitimidad, de ese «genio invisible» del que hablara G. FERRERO que envuelve con su manto aquello que ha de permanecer. Por fin, necesita de unafirme y decidida voluntad política de aplicación; de su traslado del papel común al Diario Oficial ya los presupuestos públicos. Desde este ángulo la premisa última de este planteamiento es de orden temporal: no tolera más dilaciones. Tantas veces anunciada en losdiscursos y programas, perosiempre retardada, no admite más remisiones ad calendas graecas. El deterioro progresivo de la «imagen de la justicia», refrendado obstinadamente encuesta tras encuesta, es una poderosa llamada de atención a los poderes públicos en tanto en cuanto el Estado democrático de Derecho no funciona plenamente sin una justicia que funcione. Es cierto que el Poder judicial no vive -como sí viven la política y sus actores- de su imagen, de su apariencia externa, y menos aún de cómo esa imagen aparece fotografiada en lasencuestas. La fotografía de la justicia es un mal reflejo o retrato de sí misma, pues en ella se acentúan losaspectos más distorsionadores o menos funcionales. Pero si, como ha explicadoj. L ToHARIA, «hay una cierta inevitable mala imagen "estructural" de la justicia», que no tiene mayor trascendencia, el problema se plantea «cuando esa consustancial mala imagen crece más allá de lo razonable y cede el paso al convencimiento generalizado de que las cosas ya no pueden seguir asíy que se hatraspasado el umbral de la disfuncionalidad razonablemente asumible; es decir, cuando la idea generalizada es que la justicia precisa cambios tan profundos que prácticamente equivalen a una refundación» 3.

La «Reforma de la justicia» como necesidad política, como objetivo urgente y prioritario de la acción política, se ha puesto de manifiesto en nuestros días en Italia, a través de la complicada senda de la reforma de la Constitución de 1947,y en Francia 4 y Bélgica 5 de modo muy expresivo a través de informes de Comisiones independientes constituidas ad hoc; en fin, en España por medio de los Libros Blancos del Consejo General del Poder judicial 6 y de la Fiscalía General del Estado 7, con respaldo explícito del Gobiernoauspiciador de un ya titulado «pacto de Estado sobre la justicia». Aun cuando este terreno es campo abonado para los escépticos, desde luego mucho más que para los optimistas, desde un realismo equilibrador hay que reafirmar que la reforma del Poder judicial no es un imposible metafísico, una misión ilusoria, ni siquiera una empresa de titanes sino -reiterémoslo- un cometido imprescindible e inaplazable, pues -en la gráfica expresión de

J. DELGADO BARRIO- es «la horade la justicia» 8, da la apuesta decidida por ésta. Desde el punto y hora que esta demanda es un clamor generalizado en nuestro tiempo, sin volver la vista atrás pero revisando aquellos aspectos orgánicos, procesales y sustantivos que sean necesarios, es llegada la hora de formular un nuevo esquema, un verdadero new deal judicial en España para garantizar la posición que le confirió el constituyente. Como titulara LUCAS VERDÚ 9, el Estado de Derecho no se agota en su formalización jurídica sino que exige una lucha -la lucha por el Estado de Derecho

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permanente por su consolidación, tarea que constituye quehacer esencial del juez, cuya legitimidad democrática está directamente imbricada con la sujeción a la ley 10, es decir, a la expresión de la voluntad popular que es como la define el preámbulo de nuestra Constitución con fórmula rousseauniana.

II El poder de los jueces

Si en el diseño del Estado de Derecho el constituyente ha adoptado las decisiones fundamentales sobre el orden de la convivencia político-social, que el legislador desarrolla y completa, a los jueces compete hacerlas efectivas, establecer el modo en que se plasman aquellas grandes determinaciones. El poder de los jueces no es más, pero tampoco es menos, que el poder del Derecho; el Poder judicial, ejercido por todos y cada uno de los jueces que son y conforman ese Poder, no es un poder libre, sino un poder vinculado al Derecho. No es un poder político porque su función no es otra que resolver de manera imperativa qué es el Derecho, resolver de manera inapelable las controversias o conflictos entre los ciudadanos; su función es, pues, no política sino jurisdiccional, juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, eliminando las incertidumbres jurídicas surgidas al aplicar las normas, asegurando la certeza jurídica y reintegrando el orden jurídico violado. Es, por tanto, un Poder, el que dentro de la tríada clásica, tiene por misión asegurar la primacía del Derecho que el pueblo se ha dado 11. El inmenso potencial que de ello deriva no le convierte en un poder supremo o superior a los demás -lo que conduciría al indeseable «gobierno o república de los jueces», es decir, a una suerte de judiciocracia- pero tampoco inferior o subordinado a ellos, pues su única subordinación es al imperio de Derecho, al gobierno de la ley. Bien es verdad que frente a la pretensión de MONTESQUIEU no es el juez «la boca que pronuncia las palabras de la ley, ser inanimado que no puede moderar su fuerza y rigor» 12, sino que recrea la ley al interpretarla y aplicarla a la cuestión controvertida que a su conocimiento se somete.

Si la misión del Poder judicial no es ni más pero tampoco menos que ser la viva vox iuris, sus servidores -los jueces y magistrados- han de estar dotados de un estatuto jurídico específico y diferenciado de los demás servidores públicos en cuanto son, constituyen, un Poder, el judicial. Dicho estatuto -que enuncia el artículo 117.1 de la Constitución- tiene por objetivo garantizar su plena independencia. La independencia judicial no es un privilegio personal que avale posiciones inmunes al Derecho de los jueces y magistrados, sino un postulado inexcusable íntimamente unido al principio de separación de poderes y que encuentra su fundamento en el sometimiento a la Constitución ya la ley, que ha de cubrir toda la actuación judicial de los jueces y magistrados, actuación presidida por su independencia subjetiva y objetiva, por su falta de dependencia de los poderes pú

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blicos, pero también de las partes, por su imparcialidad, y, lo que no es menos importante, por la imagen de imparcialidad que el juez ofrece en el ejercicio de su función 13. Como dijera LOEWENS-TEIN, la ratio de la independencia judicial no necesita explicación alguna 14; si el juez no está libre de cualquier influencia externa e interna, directa e indirecta, no podrá administrar justicia imparcialmente según la ley, que es su único dueño. La falta de la condición básica de la independencia priva de sustento al entero edificio del Estado de Derecho, pues se habrá quebrado el respeto al principio de división de poderes que es uno de sus elementos constitutivos. Esta reflexión nos sitúa ante el punto de partida de la recta comprensión para abordar la «Reforma del Poder judicial»: garantizar que ésta sea impartida por jueces independientes sometidos al imperio de la ley, que...

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