La jornada ordinaria de trabajo y su distribución.

AutorManuel Ramón Alarcón Caracuel
Cargo del AutorCatedrático de Derecho del Trabajo y de la Seguridad Social. Universidad de Sevilla
Páginas33-55

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1. Introducción

Hace pocas semanas presencié el debate televisivo entre los, en ese momento, candidatos finales, tras el descarte de la primera vuelta, a ocupar la presidencia de la República Francesa, Ségolène Royal y Nicolás Sarkozy. Me sorprendieron dos cosas, una de ellas positivamente y otra en sentido contrario. La primera es que la discusión sobre la cuestión del tiempo de trabajo -y, más concretamente, sobre la necesidad de mantener o no la famosa Ley Aubry de las 35 horas semanales, que fue un faro de inspiración para el conjunto de los países europeos- ocupó una gran parte de ese debate. Mi reacción ante ello fue más que de sorpresa -pues la propia vigencia de dicha Ley es, sin duda, el factor explicativo de esa particular atención- de auténtica envidia porque, en España, hace años que el tema de la reducción del tiempo de trabajo está prácticamente olvidado. Mi segunda reacción -y aquí también, más que de sorpresa cabría hablar de indignación- fue la desfachatez intelectual con la que Sarkozy identificó la limitación legal de la jornada máxima de trabajo como un atentado a la libertad del individuo. Se erigió así en defensor de unos trabajadores que, según él, tenían todo el derecho del mundo a trabajar todas las horas que quisieran para así ganar más dinero y poderse comprar, según el ejemplo que él mismo puso, un coche mejor. Cuando Ségolène le precisó que eso era posible pero a través de las horas extraordinarias -que, a su vez, deben limitarse por razones de salud y, también, de reparto colectivo del tiempo de trabajo: es mejor contratar a un parado que fomentar que el que ya tiene trabajo aumente exageradamente su jornada, argumentó- Sarkozy no dudó en afirmar que no estaba de acuerdo ni en limitar las horas extraordinarias ni en que éstas deban tener una retribución superior a las horas ordinarias sino que hay que dejar absoluta libertad al pacto entre trabajador y empresario. Más aún, propuso que sobre dichas horas no se

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pagara ni impuesto sobre la renta ni cotizaciones a la Seguridad Social. Y dirigiéndose a la cámara -es decir, a los trabajadores que estuvieran en sus casas siguiendo el programa- dijo: con mi propuesta ustedes tendrán un 15 % de aumento del salario neto por trabajar solamente tres horas más a la semana. De los parados, por supuesto, ni se molestó en hablar.

Como todo el mundo sabe, Sarkozy ganó la elección. Y yo estoy completamente seguro -si no, los números no salen- que muchísimos de esos trabajadores le han votado. Es el signo de los tiempos. El debate político importante -no el de las cortinas de humo con que nos asfixian cada día los medios de comunicación de masas- hace ya años que está hegemonizado por este pensamiento único: en el marco de la globalización internacional, los trabajadores de los países desarrollados tienen que convencerse de que deben trabajar más y con más productividad, de que deben aceptar recortes reales de su salario-hora y de su salario-contravalor de lo producido y de que es inevitable reducir las prestaciones del Estado de Bienestar. El discurso se trufa con amenazas constantes: la favorita es la de la deslocalización empresarial, fenómeno que ha existido siempre pero que ahora se magnifica hasta extremos inconcebibles (el "caso Delphi" -cierre de una factoría automovilística en Puerto Real, Cádiz- es el último ejemplo) con la comprensible colaboración de los trabajadores afectados; y también juega en el mismo sentido el tratamiento muchas veces cínico que se da al fenómeno de la inmigración (otro tema predilecto de Sarkozy, por cierto), erigiéndose los políticos de la derecha europea, por una parte, en los más celosos guardianes de las fronteras nacionales (ellos que, a otros efectos, se erigen en adalides de la globalización), presentándose a sí mismos como defensores de los puestos de trabajo para nuestros trabajadores, al tiempo que acusan a éstos de no querer ocupar los puestos de trabajo que ocupan los inmigrantes y de preferir estar cobrando el paro; pero al mismo tiempo muchos de los empresarios a los que esa derecha política representa se aprovechan al máximo de la presión a la baja que produce en el mercado de trabajo la presencia de varios millones de inmigrantes. Es por eso que he hablado de cinismo. Porque lo cierto es que nuestros trabajadores no es que no quieran trabajar; lo que no quieren es trabajar bajo un plástico durante diez o doce horas, a más de sesenta grados y, en el mejor de los casos, por el salario mínimo. Y, ya que hablamos del mercado de trabajo, digamos que, en el otro extremo de la escala laboral, el de los jóvenes titulados universitarios, el panorama está plagado de "mileuristas" que trabajan en consultorías, bufetes, etc., también diez o doce horas diarias, sin cobrar jamás pagas extraordinarias y, en muchas ocasiones, disfrazados de becarios: es decir que, encima, tienen que estar agradecidos.

Bueno: ese es el panorama social de fondo sobre el que se me invita a reflexionar sobre la jornada ordinaria de trabajo. Y comprenderán ustedes que, al enfrentarme hoy al papel blanco -en ese siempre terrorífico momento en que uno tiene que empezar a escribir- lo primero que me he preguntado

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a mí mismo es ¿pero sigue existiendo hoy una jornada ordinaria de trabajo? Naturalmente, no me refiero a su "existencia" en los códigos y los libros sino en la "realidad real", valga la expresión. Mi respuesta ha sido; probablemente, sólo en las administraciones públicas. Con lo cual hemos rejuvenecido aquel antiguo aforismo: el funcionario no gana mucho pero tiene el trabajo asegurado; a lo que hoy habría que añadir: y además se le respeta la jornada máxima de trabajo. Si eso es así, no entiendo cómo algunos sociólogos se sorprenden de que gran parte de nuestra juventud siga aspirando a una plaza de funcionario público.

Una vez expuesto mi escepticismo inicial, no teman ustedes: me esforzaré en analizar -por encima de las patologías antes aludidas- cuales son los factores objetivos que se deben, en mi opinión, tener en cuenta en estos momentos para abordar el siempre importante tema de la jornada de trabajo, a saber: que las modernas formas de organización del trabajo asociadas a la utilización de las nuevas tecnologías tienden a relativizar la importancia del tiempo como objeto del contrato (la prestación laboral) con el consiguiente aumento del papel de un factor que siempre ha estado ahí aunque algo oculto: el resultado (el producto del trabajo); que la dimensión cualitativa de la jornada de trabajo -es decir, su distribución- adquiere cada vez mayor importancia; que hoy por hoy resulta insuficiente la tradicional clasificación del tiempo de trabajo en jornada ordinaria, horas extraordinarias y jornadas especiales, ante la proliferación de otras categorías con importancia creciente: "horas de presencia", "horas de espera", "horas de disponibilidad", etc.; intentaré, en fin, demostrar que la propuesta, de origen empresarial, consistente en intercambiar reducción del tiempo de trabajo contra aumento de la flexibilización en su uso tiene, hoy por hoy, muy poco recorrido.

2. La importancia del factor tiempo en el contrato de trabajo

Como es bien sabido, el tiempo influye decisivamente en los dos aspectos clave de la relación laboral: la duración del contrato de trabajo -que sigue centrando en nuestro país una de las preocupaciones constantes desde hace años: nuestra altísima tasa de temporalidad- y la duración de la jornada de trabajo, cuya reducción es uno de los ejes reivindicativos de la clase trabajadora desde los orígenes del movimiento obrero -ahí están los mártires de Chicago del 1 de mayo de 1890, origen de la fiesta internacional del trabajo- y que está presente en las primeras normas laborales a nivel nacional (la Ley Benot de 1873 sobre limitación de la jornada de mujeres y menores es nuestra primera ley laboral) como internacional (el primer Convenio de la OIT es el de 1919 sobre la jornada de 8 horas).

Sin embargo, hay algo que quizás no ha sido puesto de relieve suficientemente (aunque Alonso Olea sí se refirió a ello en uno de sus ensayos): que

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el tiempo de trabajo empieza en un determinado momento de la vida -edad mínima de admisión al trabajo- y finaliza con la jubilación. Y que, en función de esas dos fechas de referencia, la persona dedicará a lo largo de su vida un tiempo más o menos largo a trabajar. Como ya advirtió Marx, el capital es un vampiro que necesita imperiosamente succionar sangre para vivir y esa sangre no es otra cosa que la plusvalía que proporciona la fuerza de trabajo aplicada al proceso productivo: de ahí que ansíe la utilización de esa fuerza durante el mayor tiempo posible. Esa es la razón de que, desde los orígenes del movimiento obrero, la resistencia frente a los intereses del capital se ha basado tanto en el acortamiento de la jornada como en la elevación de la edad para trabajar: ambos elementos están presentes en la Ley Benot de 1873. (Recordemos, por cierto, que dicha Ley limitaba a 10 horas el trabajo de los menores de 12 años, guarismos ambos que hoy nos resultan escandalosos pero que en la época fueron objeto de la más enérgica oposición por parte de los patronos que -y esta línea argumental ha sido una constante hasta hoy- pronosticaron que la aplicación de la Ley llevaría a la ruina a muchas empresas y, por tanto, a sus trabajadores).

Pero, contra lo que pudiéramos pensar apresuradamente, ese tercer aspecto del factor tiempo no es ni mucho menos un elemento del pasado sino que está plenamente presente en nuestros días aunque de forma bastante camuflada. En cuanto a la edad...

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