Figura y semblanza de Ignacio Ellacuría

AutorHéctor Samour
Páginas35-57

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1. Aspectos relevantes de la biografía de Ignacio Ellacuría

Ignacio Ellacuría es un intelectual reconocido internacionalmente, no solo por sus contribuciones teóricas originales a la teología de la liberación y a la construcción de un pensamiento filosófico crítico y liberador de cara a la realidad latinoamericana, sino también por su rol en la búsqueda de una solución negociada al conflicto armado interno en El Salvador en la década de los ochenta.

Ignacio Ellacuría fue un sacerdote jesuita, español de nacimiento pero nacionalizado como salvadoreño. Llegó a El Salvador en 1949 y permaneció allí hasta su muerte, en 1989. Pudo haberse quedado en España o trabajar en las mejores universidades del mundo, pero optó por quedarse en El Salvador, impactado por la injusticia estructural, la extrema pobreza y la exclusión social de la mayoría de la población, así como por la represión de los gobiernos militares de la época, baluartes últimos en la defensa de los intereses económicos de los grupos oligárquicos que se habían enriquecido a partir del cultivo y la exportación del café, desde finales del siglo XIX.

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Ellacuría fue parte del grupo de jesuitas que fueron asesinados por el ejército salvadoreño en 1989 en su residencia del campus universitario. Su legado intelectual, moral y político todavía continúa inspirando la misión liberadora de la universidad de la que formaba parte, y actualmente es una referencia ineludible de la práctica social cotidiana de mucha gente y de la acción de movimientos sociales en El Salvador y en otros países latinoamericanos, así como también de una amplia producción intelectual de académicos de diversas disciplinas en América Latina, Estados Unidos y Europa.

El 15 de noviembre de 1989, el Alto Mando de la Fuerza Armada de El Salvador ordenó el asesinato de Ignacio Ellacuría y de otros jesuitas. En las primeras horas del 16 de noviembre, miembros del llamado batallón Atlacatl, un batallón élite del ejército salvadoreño entrenado por asesores militares estadounidenses, entraron a las instalaciones de la Universidad Centroamericana José Simeón Cañas (UCA) y asesinaron a Ellacuría, Ignacio Martín-Baró, Segundo Montes, Juan Ramón Moreno, Amando López, Joaquín López y López y a sus colaboradoras, Julia Elba Ramos y a su hija Celina. Los soldados habían recibido órdenes de matar a Ellacuría y no dejar testigos. Los detalles de los asesinatos y el posterior encubrimiento han sido cuidadosamente documentados por el informe de la Comisión de la Verdad de las Naciones Unidas, publicado en 1993 (Doggett, 1994; Whitfield, 1998). Actualmente está pendiente en España, en la Audiencia Nacional, la apertura del juicio contra los autores intelectuales de los asesinatos. La extradición a España desde Estados Unidos, de uno de los oficiales que participó en la decisión del alto mando de aquella época, puede ser el principio de una investigación que avance en la materialización de la justicia.

Esta masacre vino a culminar una serie de amenazas a muerte y difamaciones contra el equipo de jesuitas y laicos liderado por Ellacuría, incluyendo atentados con bombas en los edificios y a la imprenta de la universidad jesuita,

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desde mediados de los años setenta en El Salvador. Hay que mencionar también que Ellacuría y otros miembros de su equipo tuvieron que salir al exilio dos veces, a mediados de1977 y a finales de1980, cuando recibieron información confiable de que iban a ser asesinados en forma inmediata por parte de los escuadrones de la muerte, vinculados al ejército salvadoreño.

Por eso es razonable suponer que su asesinato se había decidido desde hace mucho tiempo por parte de los grupos de la derecha económica y militar, pero cuya ejecución solo dependía del momento y las condiciones propicias para materializarlo. Momento y condiciones que los militares encontraron justamente en esas fechas, en el contexto de una gran ofensiva militar llevada cabo por los grupos guerrilleros que alcanzó la capital salvadoreña, San Salvador, y otros grandes núcleos urbanos, en el marco de la guerra civil que azotaba el país centroamericano desde 1980.

Paradójicamente, estos asesinatos aceleraron la creación de condiciones políticas para la solución negociada del conflicto interno, al deslegitimarse la posición del ejército salvadoreño a nivel nacional e internacional, lo cual minó seriamente la estrategia contrainsurgente ejecutada por el ejército durante toda la década de los ochenta en El Salvador, y que fue diseñada, apoyada y financiada con miles de millones de dólares por parte del gobierno de los Estados Unidos, con el fin de aniquilar a las fuerzas insurgentes.

La masacre de la UCA provocó la condena de la comunidad internacional, la suspensión de la ayuda militar y del apoyo político estadounidense del cual gozaba el ejército. El congreso de los Estados Unidos se negó a seguir financiando la guerra en El Salvador, forzando a los militares a aceptar el proceso de diálogo-negociación, que eventualmente condujo a una drástica reducción del poder que tradicionalmente habían tenido las fuerzas armadas dentro de la sociedad salvadoreña.

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En el momento de su muerte, Ellacuría era rector de la universidad, vicerrector de proyección social, jefe del departamento de filosofía y editor de muchas de sus publicaciones académicas, especialmente de la revista Estudios Centroamericanos (ECA), cuyas publicaciones de aquella época son todavía ahora una referencia documental obligada para los investigadores que quieran conocer crítica y rigurosamente la historia de El Salvador en las décadas de 1970 y de 1980, más allá de lo que narra la historia oficial.

De sus 22 años de trabajo en la UCA, en sus últimos 10 años como rector, Ellacuría había jugado un rol prominente en organizar y orientar todo el poder institucional de la universidad, a través de su investigación, docencia y proyección social, y de todas sus publicaciones, hacia el análisis de las causas de la pobreza, la exclusión y la opresión en El Salvador. Además, Ellacuría tuvo una importante presencia pública en los medios de comunicación denunciando las causas estructurales del conflicto armado, los fraudes electorales, la represión militar contra las organizaciones populares y los agentes de las comunidades eclesiales de base, el cierre de las vías pacíficas para acceder al control del poder político por parte de la oposición al régimen militar, y la violación de los derechos humanos por parte de los dos principales bandos en pugna, pero especialmente la cometida sistemáticamente por parte del ejército salvadoreño, en la represión y en la ejecución de masacres de miles de pobladores en las comunidades campesinas que estaban dentro de las zonas de combate.

Junto a esta labor de denuncia y crítica, Ellacuría también se involucró tenazmente en la búsqueda de la solución negociada del conflicto armado. Su voz y presencia pública, sus diálogos con representantes de las fuerzas gubernamentales e insurgentes, su apoyo a la realización de un debate nacional por la paz en el que participaran organizaciones de la sociedad civil no alineadas con alguna de las partes contendientes, entre otras acciones personales que emprendió, estaban orientadas

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fundamentalmente al objetivo último de la paz. En sus últimos dos años de vida buscó organizar a grandes segmentos de la población para que presionaran a las partes en lucha a que dialogaran y negociaran la finalización de la guerra, que buscaran acuerdos que, primeramente, minimizaran los daños que provocaban las acciones militares en la población civil y que, después, produjeran una serie de acciones que sentaran las bases para un proceso genuino de desmilitarización y democratización de la sociedad salvadoreña.

En esta línea hay que entender su tesis de la “tercera fuerza”, que la lanzó públicamente en el año de 1986. Ellacuría sostenía que a pesar de que ambas partes se habían reestructurado y fortalecido para conseguir sus objetivos político-militares, ninguna de ellas había conseguido debilitar a la otra; por el contrario, se habían potenciado. Si esto era así, era necesario –sostenía Ellacuría–, hacer algo cualitativamente nuevo que no fuera en la línea de robustecer a una de las partes en conflicto. Su propuesta se basaba en el hecho real de que la mayor parte de la población y un buen grupo de importantes fuerzas sociales deseaban una solución distinta a la de la guerra. ¿Por qué no aprovechar la fuerza de la sociedad para obligar a concluir la guerra, para definir medidas provisionales mien-tras no se finalice y para encontrar puntos fundamentales de acuerdo para empezar a resolver las causas estructurales que dieron origen al conflicto? Ellacuría no estaba proponiendo un tercer partido político que entrara en la contienda ni mucho menos una “tercera vía”, sino que estaba apelando a la fuerza de la sociedad civil, de los sindicatos, de las organizaciones no gubernamentales, de las iglesias, de la pequeña y mediana empresa y de otras organizaciones sociales, con el fin de que, en un proceso negociador, esta fuerza de la sociedad ejerciera presión para finalizar el conflicto armado, defender los intereses de las mayorías populares y democratizar el país.

Posteriormente, entre 1990 y 1991, cuando ambas partes en conflicto empezaron a caer en la cuenta no solo del empa-

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te militar, sino también de la presión abrumadora del pueblo salvadoreño a favor de la paz y de la necesidad de un acuerdo negociado, la tesis de la tercera fuerza de Ellacuría empezó a cobrar realidad y mostraba la racionalidad de su propuesta, que en el momento que él la formuló...

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