Falsos derechos y buenas intenciones. A propósito del derecho de resistencia en las constituciones contemporáneas

AutorJosé Antonio Santos
Páginas97-110

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1. Concepto y reconocimiento constitucional del derecho de resistencia

A poco que uno eche la vista atrás, al analizar el concepto de derecho de resistencia, resulta posible detectar antecedentes más antiguos que los de la segunda posguerra2. Uno podría remontarse a Kant o a la Declaración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano de 1789; la cual en su artículo 2 incluye la resistencia como un derecho natural e imprescriptible del hombre, a los que une el de libertad, propiedad y seguridad. Si bien es verdad, este paradigma se vería modificado en el siglo XIX por la doctrina alemana del derecho público, especialmente por Jellinek (y en Italia con Santi Romano), llegándose a “una especie de compromiso, en virtud del cual tales derechos, concebidos según el esquema del interés jurídicamente protegido, se configuraron como ‘derechos públicos subjetivos’, producidos por ‘una auto-obligación’ o ‘auto-limitación’ del estado y en todo caso subordinados, a causa de la naturaleza pública de los intereses en juego, al interés general”. Es importante, en este punto, poner de relieve que “los derechos fundamentales no tienen nada que ver con los ‘derechos-poderes’ ni tampoco con las ‘capacidades’, de modo que se impida la mistificación marxista-leninista de las libertades como libertades de contratación o de mercado”3. Es aún más relevante que, en el ámbito práctico, los derechos que aparecían en esa y en otras declaraciones no gozaban de una protección real y efectiva; es decir, el

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poder frente a los abusos recaía en el soberano y el juez apenas desempeñaba papel alguno.

Si se pasa a encuadrar este trabajo en antecedentes más próximos al debate constitucional y jurídico-filosófico, surgido a raíz de la segunda posguerra, es preciso partir de la Ley Fundamental de Bonn. Los fantasmas del pasado ayudaron a cargar axiológicamente y dar cuerpo a esa norma, sirviendo de ejemplo para el desarrollo de varias de las constituciones de posguerra y más allá. De aquel texto constitucional no sólo era novedoso el reconocimiento y la vinculatoriedad de un prolijo catálogo de derechos fundamentales (arts. 1 al 19), sino también de otros derechos (no expresamente fundamentales) de aplicación directa. Ejemplificativa al respecto es la inclusión, con la reforma de 19684, de la legalización del derecho de resistencia, por el artículo 20 apartado 4º, que reza así: “Contra cualquiera que intente derribar este orden, todos los alemanes tienen el derecho de resistencia cuando no fuere posible otro recurso”5. Se está otorgando cobertura a los ciudadanos para ir contra cualquiera que atente contra el orden constitucional, si no queda otra posibilidad6. No obstante, esa actitud de desconfianza hacia el poder, pudiéndose oponer a él como último recurso, ha dado un paso más allá en los últimos tiempos. En la actualidad, ha cobrado protagonismo entre distintos países democráticos de Europa y América Latina la vinculación entre demo-

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cracia y disenso, quedando quizá en un segundo la relación entre democracia y consenso. Aún más, se señala como clave de la democracia “la capacidad para reconocer y aun garantizar el disenso y la crítica o, incluso más aún, la resistencia al poder establecido”7. A lo mejor no tanto como su clave, pero seguro uno de sus puntos más fuertes. Tal es así que, sin disenso, no surten realmente efecto ciertos beneficios de la democracia como son, entre otros, el respetar al discrepante e el ir haciéndonos en la diferencia. Esta postura supone una apuesta por esa salida de la minoría edad de los ciudadanos que el Estado, en la práctica, acaba sumiendo a los individuos.

Después de este breve inciso, conviene remarcar que la Ley Fundamental no ofrece significado alguno sobre el derecho de resistencia como tampoco lo hace la jurisprudencia constitucional alemana; ni tan siquiera en la sentencia sobre la prohibición del Partido Comunista alemán (KPD) de 1956, que es el único caso referido a la existencia de un supuesto derecho de resistencia. En este sentido, una definición del derecho de resistencia, que interesa para mi propósito, es la que proporciona González Vicén: “Supuesto o imaginario derecho que asiste a un pueblo para no obedecer en determinados casos las disposiciones emanadas del poder central”8. Aplicado a esta y a otras constituciones significa la posibilidad de atentar contra cualquiera que altere el orden constitucional establecido, algo a la par tan grave como garantista. Esta delimitación conceptual muestra que no se trata de un verdadero derecho; es decir, se configura como un aparente derecho que goza de protección constitucional equivalente a la de cualquier derecho reconocido en la Constitución; incluso en ocasiones elevado al rango de derecho fundamental. La inclusión de este supuesto derecho de resistencia obedece más a razones históricas y a traumas afortunadamente todavía no superados, que a coordenadas estrictamente jurídicas; instalándose más en el ámbito de la filosofía política que en el de la filosofía del derecho propiamente dicho.

La Europa continental se hace eco de aquella primera piedra en algunas de sus constituciones: por ejemplo, en la griega de 1975, la portuguesa de 1976 y la lituana de 20069. Grecia reconoce, en su artículo 120.4, el derecho y el deber de resistir por todos los medios a toda persona que intente la abolición de la Constitución por la fuerza. En el caso de Portugal, se plasma

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en su artículo 21: “Todos tiene el derecho a resistir cualquier orden que ofenda sus derechos, libertades, y garantías, y a repeler por la fuerza cualquier agresión, cuando no sea posible recurrir a la autoridad pública”. Deja el uso de la fuerza como último recurso, cuando no sea factible acudir a la protección del Estado. En definitiva, el ejercicio de un derecho frente al Estado constitucional. Lituania, con bastante menos tradición constitucional, señala que el pueblo y cada ciudadano tienen derecho a oponerse a cualquier atentado por la fuerza a la independencia, a la integridad del territorio o al orden constitucional. La idea que se puede sacar de estos artículos es que resulta preciso estar siempre alerta para que un Estado democrático no se pervierta. En ocasiones, las razones del corazón pueden más que las razones de la cabeza, es decir, el hecho de haber sufrido las injusticias del régimen anterior jugaría un papel importante en el camino a seguir.

Resulta plausible el valor pedagógico de la inclusión de un precepto semejante. O, matizando más, “prescriptivo y programático” como ocurre sin ir más lejos en artículo de la Constitución italiana referido al derecho al trabajo10. La inclusión del derecho de resistencia llevaría a que la Constitución viviera y se materializara, “no a través del ordenamiento de los poderes previstos en la misma, sino a través de la resistencia de los ciudadanos que han decidido no aceptar pasivamente la tergiversación y la subversión hacia formas autocráticas de su concessio imperii11. En este punto, determinados países latinoamericanos han seguido una línea parecida. En el caso de Argentina se reconoce en su artículo 36 el derecho de resistencia contra quienes ejecutaran actos de fuerza contra el orden institucional y el sistema democrático. Esta indeterminación deja la puerta abierta a posibles arbitrariedades y presenta los mismos problemas que otros textos constitucionales. Siguiendo esta senda, la Constitución de Honduras de 1982 en su artículo 3 señala: “Nadie debe obediencia a un gobierno usurpador ni a quienes asuman funciones o empleos públicos por la fuerza de las armas o usando medios o procedimientos que quebranten o desconozcan lo que esta Constitución y las leyes establecen. Los actos verificados por tales autoridades son nulos. El pueblo tiene derecho a recurrir a la insurrección en defensa del orden constitucional”. Similar contenido, aunque algo menos extenso, recoge la Constitución de la República de El Salvador de 1983, cuando establece la posibilidad de insurrección en caso de que el Presidente de la República intente perpetuarse en el poder. Una vuelta más de tuerca se puede leer en la

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Constitución de Ecuador de 2008: su artículo 98 señala que “los individuos y los colectivos podrán ejercer el derecho a la resistencia frente a acciones u omisiones del poder público o de las personas naturales o jurídicas no estatales que vulneren o puedan vulnerar sus derechos constitucionales, y demandar el reconocimiento de nuevos derechos”. Cabe pensar que una plasmación de este tipo va más allá de lo recogido en otras constituciones, al establecer un derecho de tal calibre frente a los abusos cometidos también por omisiones del poder público y de las personas jurídicas, a la vez que abre la puerta al reconocimiento de nuevos derechos no sólo a los individuos sino también a los colectivos.

Planteamientos de este tipo, como otros similares, tienen un difícil encaje constitucional, sin perjuicio de que puedan detectarse buenas intenciones mal canalizadas. El problema radica en no haber entendido bien qué es un derecho, o más concretamente, qué significa tener un derecho. Resulta preciso abordar “con un mínimo rigor cuál es el efectivo fundamento antropológico por el que se presenta como derecho lo que, sin ese punto de apoyo, no sería sino pretensión arbitraria12. Ya sea que se entiendan los derechos como pretensiones justas desde una determinada concepción de la justicia que deriva de la naturaleza humana, o bien como “limitaciones jurídicas puestas al poder (de la naturaleza que sea). De esta última perspectiva, “tener un derecho viene a ser “una débil coraza legitimadora frente al arbitrio de los poderes, que sólo funciona en el caso de que exista una judicatura efectivamente...

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