¿Límites éticos en la asunción de casos por parte del abogado penalista? ?Sobre qué y a quién se puede defender?

AutorJavier Sánchez-Vera Gómez-Trelles
CargoProfesor Asociado de Derecho penal de la Universidad Complutense de Madrid
Páginas229-247

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I Planteamiento del problema
  1. El homenajeado ha conocido en su rica1 y dilatada experiencia profesional sobradamente —y lo que es peor: en sus propias carnes—, el grave problema de la identificación del Letrado con su cliente, como subliminal forma de coartar la independencia y libertad del abogado. Y es que, en efecto, como una forma de presión más —muy habitual, especialmente, en casos con amplia repercusión mediática—, suele arrojarse públicamente la sospecha de que el defensor y el defendido constituyen una misma realidad material, intentando con ello la desestabilización del primero, o, en su caso, el abandono del asunto penal que tiene encomendado.

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    Por lo demás, consecuente con esta intransigente actitud, la misma es aderezada con otra alienación procesal: infringiendo también el derecho fundamental a la presunción de inocencia, la citada identificación Letrado/cliente se realiza, claro está, como si el cliente ya hubiese sido condenado. El mandante, pues, no es inocente durante el proceso, ni siquiera es «presumido inocente» —como de una forma inexplicablemente timorata señala nuestra Constitución—, sino que ya desde la instrucción es presentado como culpable salvo que logre demostrar lo contrario.

    Esta cuestión será tratada a continuación. Es más, porque es colorario de lo que acaba de ser apuntado: queremos abordar la pregunta, en un sentido mucho más amplio, de si un letrado puede y hasta debe defender sin ninguna implicación ética negativa, a un gran narcotraficante confeso, a un asesino en serie, a un delincuente sexual múltiple o a un blanqueador de capitales internacional, etc. Y la cuestión la planteamos porque, al igual que acaba de ser puesto de manifiesto, la opinión social o, al menos, una parte de ella, reprueba este tipo de defensas penales, las tacha muy negativamente, y todo ello puede que, una vez más, suponga una forma de coartar el derecho fundamental de defensa.

    Se arguye, en contra de estas defensas, que las mismas suponen una suerte de solidarizarse con el delito, intolerable desde un punto de vista moral. Los casos «claros» (sic) de culpabilidad, y aquellos en los que el acusado mismo se confiesa culpable, serían, si no «indefendibles» —hasta ahí podíamos llegar—, si, al menos, tan sólo «defendibles de oficio», en otras palabras, de forma obligada, o, por así decir: no voluntaria y sin ánimo de lucro —aunque ciertamente el turno de oficio penal también está remunerado—. Los que «todos saben culpables» (sic) no merecerían más defensa que la de oficio.

  2. Las siguientes reflexiones dan una respuesta a esta polé-mica, ayunas de cierta demagogia al uso que cacarea los derechos fundamentales de defensa y presunción de inocencia como presupuestos básicos del proceso penal, pero, al parecer, siempre y cuando el defendido no sea acusado de narcotraficante, violador, vendedor de armas, maltratador doméstico, y tantos y tantos otros delitos «mal vistos» por el acervo popular.

    Desde luego que el homenajeado no necesita de nuestra respuesta, pues ya ha demostrado con su dilatado ejercicio profesional que poco le han importado tan injustas prevenciones, pero esperamos que, de todas formas, se alegre de ver que en su Homenaje han tratado de dejarse claras algunas de estas cuestiones, que afectan al muy noble ejercicio de la abogacía.

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II Primer pilar para la solución: función y rango constitucional del abogado penalista
  1. El artículo 17.3 de la Constitución «garantiza la asistencia de abogado al detenido en las diligencias policiales y judiciales, en los términos que la Ley establezca». Y, por su parte, el artículo
    24.2, en términos aún más amplios, reconoce el derecho «a la defensa y a la asistencia de letrado». Este es el rango constitucional del abogado en el proceso penal, del que hemos de partir siempre y, por tanto, también, para dar respuesta a la cuestión que nos hemos planteado: el Letrado corporeiza en su persona, mediante su actuación procesal, el derecho fundamental a la defensa.

    Por ello, hay que dotar a la defensa de unos derechos especiales, pues la misma debe de estar, nada más y nada menos, que en condiciones de discutir con el propio Estado —con el Órgano Jurisdiccional y con el Ministerio Fiscal—, en igualdad de condiciones, sobre la delicada cuestión de si el comportamiento del sujeto encausado constituye un conflicto social merecedor de pena o no. Este aspecto constitucional de la labor del letrado, el ejercicio, per se, de un derecho fundamental, hace que ya desde estas primeras líneas debamos decir con toda rotundidad que el derecho de defensa es —como se ha venido desde siempre formulando— «sagrado», y que su ejercicio profesional tiene el más alto rango constitucional.

  2. Abogado es, según se expresa el idioma español y recoge el Diccionario de la Real Academia de la Lengua, la «persona legal-mente autorizada para defender en juicio, por escrito o de palabra, los derechos o intereses de los litigantes, y también para dar dictamen sobre las cuestiones o puntos legales que se le consultan». La definición orienta correctamente sobre las funciones y posición procesal del Letrado, pero, como es natural —de un diccionario se trata—, no las agota en toda su extensión jurídica.

    Como ya pusiese de manifiesto Ossorio y Gallardo 2, en España hay una tendencia absurda a denominar «abogado» a quien

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    no lo es, en particular a confundir al simple «licenciado en Derecho» con el abogado. Ni que decir tiene que el licenciado en Derecho, por el sólo hecho de serlo, no posee función ni rango constitucional alguno. El artículo 6 del Estatuto General de la Abogacía Española (EGAE) sale al paso correctamente de esta mezcolanza carente de sentido: «Corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado», dice el precepto, «al Licenciado en Derecho que ejerza profesionalmente la dirección y defensa de las partes en toda clase de procesos, o el asesoramiento o consejo jurídico». Y el artículo 9, que añade algunas notas más, se expresa en el mismo sentido: «1. Son abogados quienes, incorporados a un Colegio español de Abogados en calidad de ejercientes y cumplidos los requisitos necesarios para ello, se dedican de forma profesional al asesoramiento, concordia y defensa de los intereses jurídicos ajenos, públicos o privados. 2. Corresponde en exclusiva la denominación y función de abogado a quienes lo sean de acuerdo con la precedente definición (...)».

  3. El abogado, en el supuesto habitual, se opone a la afirmación mantenida por el Ministerio Fiscal y/o por las acusaciones particulares o populares, de que el inculpado ha llevado a cabo un concreto hecho delictivo, por lo que merecería la imposición de una pena o, al menos, ha llevado a cabo un hecho típico y antijurídico, aunque no sea culpable —básicamente: inimputables—, por lo que debería imponerse una medida de seguridad.

    Sin defensa no es posible el proceso en un Estado que se haga llamar democrático y de Derecho. Quizás por ello, con frecuencia, se acaba definiendo —como veremos, de un forma un tanto inexacta— al Letrado como «colaborador» de la Administración de Justicia. Así, en los propios textos que los abogados se han dado a sí mismos, por ejemplo en el artículo 11 del Código Deontológico de la Abogacía Española 3, se apunta como obligación del abogado la de «colaborar en el cumplimiento de los fines de la Administración de Justicia», o también, en el artículo 30 del Estatuto General de la Abogacía Española se habla de que «el deber fundamental del abogado, como partícipe en la función pública de la Administración de Justicia, es cooperar a ella asesorando, conci-

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    liando y defendiendo en derecho los intereses que le sean confiados». «En ningún caso», continúa el precepto, «la tutela de tales intereses puede justificar la desviación del fin supremo de Justicia a que la abogacía se halla vinculada».

    Los dos preceptos son correctos, pero no deben ser malinterpretados en el sentido de convertir la función del abogado en un «mero apéndice» de la Administración de Justicia, cual órgano de la misma, porque ello desvirtuaría radicalmente la verdadera esencia de la función letrada.

  4. El abogado, ciertamente, también está al servicio de la Administración de Justicia —de la «justicia» que menciona el artículo 1 de la Constitución—, pero en ningún caso es un «órgano» más de dicha Administración, sino que ha de actuar siempre y exclusivamente en interés de su cliente y con total independencia respecto de esa misma Administración de Justicia. Sólo en este específico sentido deben entenderse las anteriores definiciones de que el abogado es «partícipe en la función pública de la Administración de Justicia» o de que debe «cooperar» y «colaborar en el cumplimiento de los fines» de la misma.

    Es verdad que el abogado no «representa privadamente intereses meramente individuales», sino que «representa públicamente intereses individuales reconocidos por la generalidad» 4, pero ello, desde luego, desde una total libertad e independencia y siempre en interés de su cliente. En efecto, si por defensa técnica se entendiese simplemente un defensor privado de intereses individuales, también caería dentro de dicha definición el amigo o familiar que ayuda al imputado o hasta el encubridor. Pero la defensa letrada es mucho más que eso: estamos ante una función plenamente incardinada en el proceso penal con —como venimos señalando— un inherente y esencial rango constitucional.

    El abogado participa en la función pública de la Administración de Justicia...

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