Doce preludios a la Filosofía jurídica y política del siglo XXI

AutorJosé Calvo González
CargoUniversidad de Málaga
Páginas419-438

Page 419

    Mientras dure esta música,

seremos dignos del amor de Helena de Troya [...]

Mientras dure esta música,

creeremos en el libre albedrío,

esa ilusión de cada instante.

...] sabremos que la nave de Ulises volverá a ítaca

[...] seremos la palabra y la espada

[...] creeremos en la misericordia del lobo

y en la justicia de los justos.

Mientras dure esta música, mereceremos haber visto, desde una cumbre, la tierra prometida.

Jorge Luis Borges, Música griega (1985)

Es un error obstinarse en imaginar el futuro, todavía, como un desierto; somos los primeros colonos del futuro, de la vigencia del siglo XXI. De ahí que estos preludios no respondan al impulso, como necesidad prioritaria, de explicar un devenir más o menos inmediato, de ofrecer predicciones o arriesgar desafíos visionarios.

Estos preludios intentarán ser, en exclusiva, una concisa música inaugural, donde afinar lo que desde la Filosofía jurídico-política actual se apronta para el siglo XXI, cuya ejecución en realidad yaPage 420 hemos acometido. Porque este ahora-del-hoy es, en sus sonidos, pausas y silencios, asimismo (a un sólo tempo) clave, escala y movimiento que la percute y, por tanto, la prepara para ser oída.

Y es que, definitivamente, yo creo que el pendiente mañana está iniciado en el mismo hoy tardío que vivimos, no importa la disputada premura de algunos calendarios (nuevo siglo y nuevo milenio) o la morosa contabilidad de la buena y falaz matemática (ni cambio de siglo, ni cambio de milenio).

El futuro está aquí, es ya algo ganado y seguro. A él hemos llegado luego de dejar atrás todo presente histórico, o sea, el tiempo (para-histórico) que nos hablaba de la historia desde fuera de la historia, y también de descartar todo pretérito imperfecto, es decir, el tiempo (prehistórico) que sólo enunciaba la historia como propensión plausible. En consecuencia, ya estamos situados algo más que «en puertas» del futuro; vivimos del todo adelantados al hoy inercial del ayer más reciente; ahora somos ya instantes del futuro; habitamos el futuro en una continuidad sin huecos, en un tiempo que no está enfermo de tiempo, que no se duele de tiempo, y eso es el futuro mismo, y así éste nos pertenece, por primera vez nos pertenece efectivamente, incluso si todos los aquí presentes aún nos recordamos, o quizá por ello justamente, cautivos de otro tiempo a causa del «peso del sentido» de haber sido hasta ayer (tan lejos, tan cerca) hombres y mujeres de la víspera (la penúltima máscara de ese remoto «fue hace un siglo»), soportando a la espalda, como atlantes, el arquitrabe del siglo contemporáneo, que es la carga colosal de su memoria.

Y, por eso, tan lejos como de hacer presagios, de augurar lo que en este preciso momento y hora del futuro ya es innecesario, estos preludios lo están igualmente de pretender fabricar algún repertorio, alguna recopilación de aquella memoria. Durante los días finales del último año hubo bastantes, demasiados, catálogos, inventarios, cánones... antes más que dispuestos a salvarla esforzados en cambio por ampliar con la desmemoria de lo posible, y lo imposible, la libérrima lista de ese naufragio que es el olvido. Pero, por fortuna, la memoria, aunque a veces parezca obstinada en lo contrario, es siempre una marea caprichosa; de modo que en cualquiera de sus resacas, allí donde el tiempo se filtra de tiempo, en el trastiempo, termina siempre por devolver sobre alguna playa del hoy-en-adelante, algún día, más tarde o más temprano, la posesión del recuerdo que es el porvenir del pasado.

Entre tanto, reconozco que estos preludios tampoco han logrado sustraerse del todo a los gastados ecos traídos desde el silencioso y perdido anteayer, ni a las claras voces oídas en un logrado ayer más moderno. Tengo la esperanza de que no sea difícil distinguir los ecos de las voces.

Por lo demás, presentada en formato que raya lo portátil, y en orden impremeditado, aunque no negligente, este ensayo de 12 prelu-Page 421dios a la Filosofía jurídica y política del siglo XXI quedaría como sigue:

1. El derecho a la felicidad

Al examinar los orígenes de la modernidad política, esto es, la distinción entre libertad negativa y positiva, olvidamos con frecuencia cuál fue su objetivo esencial. Kant1se refirió, en efecto, a la organización jurídico-política de una sociedad capaz de presentar junto a la máxima libertad, también la más rigorosa determinación y garantía de los límites de esa libertad, y hacer posible que la libertad individual coexistiera junto a la libertad de los demás. De aquel proyecto muy a menudo se olvida que sólo del surgimiento de ese tipo de sociedad, y sólo en ella, le sería posible al hombre alcanzar «la suprema intención de la Naturaleza, a saber: el desarrollo de todas sus disposiciones naturales en la humanidad». A ese desiderátum, han renunciado, no tanto quizá por indolencia como por rubor, la mayoría de las constituciones desde mediados del siglo XIX y a lo largo del XX. El proyecto kantiano acerca de la felicidad, del que igualmente hablaron los padres fundadores de las primeras colonias americanas y también el mismo Jefferson en la Declaración de Independecia, contenido en la elemental pretensión de organizar la sociedad política (la asociación y constitución civil) como comunidad óptimamente abierta al desarrollo de todas las disposiciones de sus miembros, a materializar la presencia en ella de ciudadanos felices, la idea en suma del derecho político a la felicidad humana, ha venido a dar así en algo semejante al extravío de alguna fantasía melancólica o a una expectativa continuamente retardada. El derecho a la felicidad es, sin embargo, una realidad jurídica que, al menos para unos concretos sujetos, no admite demora, y es preferente a cualquiera otra imaginable.

El preámbulo de la Convención de Naciones Unidas sobre los Derechos del Niño2y más recientemente las exposiciones de motivos en algunas de las últimas Leyes de Protección Jurídica del Menor3hablan de nuevo sobre el derecho a la felicidad. Se reconoce que los niños, las personas menores de edad, para lograr el pleno y armonio-Page 422so desenvolvimiento de su personalidad, deben crecer en un ambiente de felicidad, La felicidad de los menores, el derecho del niño a la búsqueda y satisfacción de sus propias necesidades y las de los demás niños, es lo que les convierte en sujetos activos, participativos y creativos, con capacidad, además, para modificar el propio medio personal y social. La felicidad resulta así un derecho fermental con poder de transformación de toda la comunidad política, de la vida pública en su globalidad, porque permite construirla desde los valores ciudadanos (el menor como ciudadano)4de la paz, la dignidad, la tolerancia, la libertad y la solidaridad, haciendo de la organización política el teatro necesario de la felicidad de cada uno y de todos.

Uno de los retos heredados por el siglo XXI ha de consistir en volver a hablar, sin sonrojo, del derecho a la felicidad como mediación entre la libertad negativa (el derecho a proteger la privacy de la propia esfera de subjetividad personal) y la libertad positiva (el derecho a participar en y de lo que es público), y en recuperar esa dicción especialmente para la infancia como ciudadanos felices y porvenir de una mejor ciudadanía común. La infancia forma, al cabo, el conjunto más vulnerable de los seres humanos en toda nuestra convulsa sociedad contemporánea, y por eso la primera en sufrir los efectos de la injusticia y la desigualdad. No vencer la sobrecogedora incapacidad adulta para ofrecer felicidad a los niños, el derecho a la felicidad de los niños, significa no dar tiempo a la infancia, robarle tiempo al presente de nuestro futuro actual, que este futuro como el hoy en que todo empieza se pierda demasiado pronto. Renunciar a la felicidad de los niños, que son el hoy del futuro, equivale también a reintegrar el más próximo mañana del futuro (los cambios demográficos que se avecinan) sólo con pasado; sobre todo, ahora que Europa envejece, que el viejo continente es cada día más viejo.

2. Identidad moral como heteronimia-ha reflexión sobre «el otro» revela el grosor de nuestra identidad moral

Pero, ¿cómo explorar al otro, siempre inconmensurable, desde uno mismo y luego regresar a uno mismo? Se me ocurren dos caminos: ser nadie para ser cualquiera, y ser otro para ser alguien. La literatura ofrece dos ejemplos: Ulises y Don Quijote. En la isla de los Cíclopes, Ulises cambió de nombre diluyendo su identidad en la de Nadie, y para ello se identifica ante al cíclope Polifemo como Nadie. Esto es, a fin de seguir siendo Ulises y reencontrar el rumbo a ítaca, la patria del yo, para sobrevivir y salvar la vidaPage 423 de sus compañeros, hubo de abandonar su propia identidad cambiándola por la de otro cuya identidad era no tener identidad alguna, por aquél cuyo nombre era el de Nadie, por aquel que era «Nadie». Y ser Nadie es como ser Cualquiera; porque para ser uno mismo, para conservar la propia identidad, es necesario a veces despojarse de sí mismo, olvidarse de ser quien se es; regresar a «no ser», volver a la Nada como principio del Ser. Y así, pudiendo ser cualquiera, siendo como otro, como aquél cuya identidad es la de Nadie, la de cualquiera, retornar a ser uno mismo. La novela de Cervantes comienza asimismo con un deseo de olvido: «En un lugar de La Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme. ..» Vivía allí un viejo hidalgo de antiguo linaje cuyo nombre era Alonso Quijano, a quien del poco dormir y del mucho leer libros de caballerías («se le pasaban las noches leyendo de claro en claro, y los días de turbio en turbio», y «olvidó casi de todo punto el...

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