Diversidad cultural, convivencia y derechos. Un análisis en el marco de la Constitución española.

AutorMarco Aparicio Wilhelmi
CargoProfesor de derecho constitucional, Universitat de Girona
Páginas1-19

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El trato que damos a los «otros» revela realmente quiénes somos: nous sommes étrangers à nous-mêmes

(Julia Kristeva, Étrangers a nous mêmes, Fayard, París, 1988)

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1. Introducción

En los últimos diez años, España se ha erigido en uno de los principales destinos de la migración internacional, con un saldo anual medio de 575.000 personas entre 2001 y 2008. Esta llegada de nuevos ciudadanos explica el 81% del notable crecimiento de la población total del país entre los años mencionados, que ha pasado de 41 a 46 millones de habitantes. Por otra parte, la baja tasa de natalidad de los autóctonos, unida a la mayor juventud de los nuevos ciudadanos, explica que estos tengan cada vez más peso en el crecimiento vegetativo: el 14,2% de los nacimientos producidos entre 2001 y 2007 fueron de madre extranjera.1

Según las cifras del Ministerio de Interior, los extranjeros con autorización de residencia se multiplicaron por tres entre 1970 y 1995, y por siete entre 1995 y 2007. La División de Población de Naciones Unidas señala que en 2005 España era el tercer país del mundo que más había incrementado su población inmigrada desde 1990, tras Estados Unidos y Alemania, y el que más lo había hecho en términos relativos. Por su parte, la OCDE constató, también en 2005, que España se había convertido en uno de los países con mayor número de trabajadores extranjeros, superando en números absolutos a países tradicionales de inmigración como Francia y Reino Unido, e incluso adelantando en términos relativos a Estados Unidos y Alemania.2 Esta tendencia lleva a que en 2008 se alcance la cifra de casi seis millones de personas inmigradas, que sitúa a España en el décimo lugar del mundo por número total de inmigrados.

Y se trata, como es sabido, de un proceso vertiginoso. A partir de 1973 se produce una inflexión en las migraciones internacionales de España, que empieza a dejar atrás su carácter de país de emigración para ir convirtiéndose progresivamente en país de inmigración. Esta tendencia se acelera extraordinariamente en las últimas décadas para acabar desembocando en un contundente, y muy reciente, vuelco en su tradicional carácter emigrante: el número de inmigrantes supera por vez primera el de emigrantes españoles residentes en el exterior en torno al año 2001, aunque todavía residen en el extranjero alrededor de millón y medio de españoles.

Es un camino en el que transitan, desde hace bastante más tiempo, otros países del entorno, pero que aquí ha sido andado de modo acelerado, sin apenas tiempo para advertir con cierta calma la dimensión de las transformaciones de una sociedad cada vez más compleja, cambiante y diversa.

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En este contexto de cambios, tanto el debate social y político como el análisis académico se han desarrollado fundamentalmente en el terreno de la extranjería, esto es, alrededor del conjunto de restricciones de derechos que afectan a las personas de terceros países como consecuencia de la legislación destinada a regular la situación de los extranjeros en España. La discusión ha versado sobre el encaje jurídico, de un lado, y la conveniencia política, de otro, de tales restricciones, en tensión con las reivindicaciones referidas a la igualdad de derechos que han ido tomando forma en distintos ámbitos sociales.

Poco, sin embargo, se ha reflexionado acerca del modelo de sociedad, del marco de convivencia, que se quiere construir. El debate, en la mayor parte de los casos, ha respondido a pulsiones fruto de la emergencia de conflictos o fenómenos concretos, que van desde expresiones violentas de xenofobia (aparecidas en sucesos como los de Can Anglada, en Terrassa, o El Ejido, hace ya una década) hasta la escenificación del rechazo vecinal a la construcción de mezquitas u oratorios, o, hasta el momento puntuales, conflictos con relación al uso del hijab por parte de escolares musulmanas o incluso de profesionales,3 sin dejar de mencionar las reacciones frente a las prácticas de circuncisión femenina.

Más allá de dar nuestra opinión o aportar algún criterio de resolución4 sobre cada uno de los casos en que se manifiesten de manera conflictiva distintos modos de entender y de usar los espacios públicos y privados, de lo que se trataría es de darnos el tiempo y el espacio para abordar de qué manera creemos que es posible construir, y queremos que sea así, un espacio de convivencia que conjugue unidad y diversidad, inclusión igualitaria con atención a las diferencias.

Solo desde dicha reflexión pueden llegar a plantearse algo más que respuestas puntuales sobre la «acomodación» de los recién (y no tan recién) llegados, al mismo tiempo que nos ha de permitir aprovechar la profunda dimensión política que el fenómeno migratorio comporta para pensar de manera creativa cómo y con qué valores, principios y reglas, queremos vivir en sociedad.

El presente texto desea realizar una reflexión general sobre el marco social y constitucional de la convivencia en una sociedad culturalmente plural y con una importante presencia de población inmigrada sin más pretensión que la de exponer algunos elementos que podrían utilizarse para afrontar ese debate y proponer alguna alternativa que pueda ser tenida en consideración. Para ello se abordarán dos grandes ámbitos igualmente centrales para el debate propuesto:

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  1. Un primer apartado estará dedicado a la incidencia del régimen de extranjería, como paso previo o, si se quiere, como conjunto de precondiciones de la convivencia. Se subrayará, por tanto, la enorme trascendencia de dicho régimen sobre las pautas de vida en común que efectivamente se impulsan.

  2. Un segundo apartado en el que se propondrán algunas pautas jurídico-constitucionales para dar respuesta a los conflictos que pueden originarse en sociedades culturalmente diversas.

Merece la pena avanzar que, desde el punto de vista jurídico-constitucional, el marco de análisis que acompaña la reflexión planteada, en los dos puntos señalados, se situaría en el alcance del artículo 9.2 de la Constitución española (CE, en adelante), que impone a los poderes públicos la obligación de «promover las condiciones para que la libertad y la igualdad del individuo y de los grupos en que se integra sean reales y efectivas; remover los obstáculos que impidan o dificulten su plenitud y facilitar la participación de todos los ciudadanos en la vida política, económica, cultural y social». En efecto, desde tal mandato, y en el marco de la definición del Estado como «social y democrático de Derecho» (art. 1.2 de la CE), debemos preguntarnos tanto por las posibilidades y los límites de la restricción legislativa del contenido de los derechos constitucionales cuando su titularidad corresponde a personas extranjeras, como por la posibilidad, o exigencia, de que la norma permita un tratamiento distinto en función de las adscripciones culturales de sus destinatarios (derechos especiales para una ciudadanía diferenciada).

2. Las fronteras de la ciudadanía: extranjería y derechos desiguales
2. 1 La legislación de extranjería y la naturalización de las diferencias

En este escrito, vale la pena avanzarlo con claridad, situaremos el horizonte de la convivencia, la «integración», como proceso multidireccional que ha de implicar el establecimiento de relaciones de reconocimiento recíproco, para lo cual, como apunta Silveira, «tienen que existir, más allá de todo discurso moral y cultural, las condiciones jurídico-políticas indispensables para que una parte de esos habitantes, en este caso los inmigrantes no comunitarios, no puedan ser tratados bajo ninguna circunstancia como no-personas».5

Pues bien, consideramos que hay suficientes razones para afirmar que la actual regulación en materia de extranjería está lejos de satisfacer tales condiciones indispensables. Es más, es la propia ley la que determina, o al menos ratifica, algunas de las premisas más importantes de las condiciones de exclusión y desigualdad social y política que determinan la inserción de las personas inmigradas en la sociedad.

No sin cierta dosis de ironía, podríamos señalar que el legislador ha entendido perfectamente la directa vinculación entre régimen de extranjería y convivencia (o «integración», para usar los términos de la propia ley).

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Así es: ya desde el año 2000 ha tenido clara la necesidad de tratar conjuntamente los «derechos y libertades de los extranjeros y su integración social» (así se titula la L. O. 4/2000, actualmente vigente con sus sucesivas reformas), aunque a la mencionada integración no haya dedicado de manera específica ni un solo precepto del articulado hasta la reciente reforma de 2009, como más adelante señalaremos.6

Es importante resaltar que la manera de acceder a la condición de inmigrante regular y la manera de perder esta condición y el conjunto de derechos (y de limitaciones a esos derechos) que la normativa de extranjería reconoce, son piezas fundamentales de un proyecto de convivencia social determinado. Hablamos, por tanto, de una serie de opciones políticas que afectan al conjunto de la sociedad y no solo a las personas inmigradas. En este sentido, es evidente que las dificultades de acceso y permanencia en el territorio y, en general, las restricciones a los derechos de las personas inmigrantes tienen efectos no solo dentro de este colectivo, sino respecto de todas las personas, especialmente aquellas que se encuentran en una situación de mayor vulnerabilidad. La precariedad, la explotación y la accidentalidad laborales, tanto en el ámbito de la economía regular como de la economía sumergida, no son patrimonio exclusivo de los inmigrantes; son situaciones con una dinámica expansiva que acaba configurando el modelo de relaciones laborales en su conjunto y, con él, un modelo de desarrollo económico y social, unas prioridades y unos objetivos específicos.7

Como es habitual en los sistemas jurídicos de nuestro entorno, la legislación de extranjería opta por una marcada laboralización de la política migratoria: solamente en casos excepcionales se admiten situaciones de residencia no laboral de personas extranjeras, siendo la óptica adoptada la subordinación del fenómeno migratorio a las necesidades del mercado de trabajo (mano de obra sacrificada, de bajo coste y/o cualificada para sectores concretos). De este modo, abordar las limitaciones impuestas al ejercicio del derecho al trabajo de las personas extranjeras no es solo referirnos al disfrute de un derecho social determinado, sino que nos conduce a hablar de la condición de inmigrante en sí misma, a la forma en que, jurídicamente, una persona deviene inmigrante.

El hecho de que jurídicamente la persona inmigrante se identifique no solo con el trabajador sino con el trabajador extranjero que llega para cubrir las necesidades del mercado laboral propio, determina la percepción eminentemente funcional que la sociedad «de acogida» tiene de la inmigración. Se trata de unas necesidades, además, que utilitariamente marcan la divisoria entre la inmigración masculina y la femenina, colocando a la mujer en una situación aún más desfavorecida. En los últimos años, se ha consolidado una marcada tendencia hacia una división sexual del trabajo en la que la mujer, cuando consigue incorporarse al mercado laboral, suele cubrir las tareas más precarias, más inestables, menos o nada reguladas, frecuentemente en el ámbito del servicio doméstico y, en numerosos casos, en la prostitución (no considerada ni como «trabajo»).8 Como señala Mestre,Page 6la vigente legislación de extranjería «construye jurídicamente a la mujer desde la división público/privado, y su relación con estas esferas es lo que define su falta de derechos, su subordinación, su ocultamiento. Esta invisibilidad impuesta tiene que ver con cómo hemos gestionado en el estado de recepción los espacios público/privado y doméstico y su fuerte y diferenciada relación con la ciudadanía».9

El acceso al trabajo constituye el núcleo de la normativa de extranjería no solamente porque establece los requisitos para convertirse en inmigrante regular, sino porque, al mismo tiempo y de manera inevitable, pues es la otra cara de la misma moneda, crea la figura del inmigrante irregular. La irregularidad comprende una serie de condiciones jurídicas (que serán también personales y sociales) que acompañarán a la persona mientras ocupe tal posición y que, básicamente, suponen un considerable aumento de su vulnerabilidad a partir de más exclusiones y más limitaciones al ejercicio de los derechos.

Esta concepción funcional, que en buena medida es fruto de una opción política previa, sirve como justificación del conjunto de desigualdades que implica el régimen jurídico de extranjería: es decir, el conjunto de previsiones normativas que restringen el ejercicio de los derechos a las personas extranjeras.

En el marco del proceso de integración europea, la intensificación de las tendencias de globalización económica ha generado, entre otras cuestiones, un aumento de la flexibilidad, la inestabilidad y la inseguridad del mercado laboral. Este aumento determina, sin filtros, la precariedad de la situación no solo laboral (personal y social) sino jurídica de las personas inmigradas. Hasta alcanzar la residencia permanente, la posibilidad de permanecer legalmente dependerá continuamente de la pervivencia del trabajo, ya sea por cuenta ajena (mediante un contrato de trabajo) o por cuenta propia (de manera autónoma), con lo que la amenaza de expulsión siempre estará presente. Esta reforzada dependencia respecto del vínculo laboral no solo es funcional para asegurar la respuesta a las «ocupaciones de difícil cobertura» (utilizando la terminología legal), sino que provoca y favorece numerosas situaciones de explotación y de accidentalidad laborales.10

En definitiva, difícilmente pueda cuestionarse que el trabajador migrante ha sido una pieza clave en el apuntalamiento de un modelo de crecimiento económico que ha basado su competitividad en la reducción de los costes laborales y en la expansión de sectores que, como el de la construcción, se han demostrado insostenibles social y ecológicamente. El boom económico de la España de los noventa y el primer lustro de la década delPage 72000, basado en parte en la consolidación de una potente economía sumergida (se calcula que superior al 22% del PIB),11 es causa y al mismo tiempo consecuencia del incremento de una población inmigrada entendida fundamentalmente como pieza de una maquinaria productiva. Esta concepción ha tenido costos sociales y ambientales de dimensiones estructurales, como atestigua la actual crisis financiera y económica.

Es precisamente en tal contexto de crisis donde acaba de tener lugar la última reforma de la legislación de extranjería (Ley Orgánica 2/2009, de 11 de diciembre). No es este el lugar para abordar con el necesario detenimiento su concreto alcance, aunque sí puede tener sentido una genérica valoración sobre su incidencia en el debate aquí planteado. Pese a que la reforma incorpore algunas novedades de signo garantista respecto de los derechos de las personas inmigradas (en materia de acceso al trabajo de los familiares reagrupados, o en el control judicial del internamiento, por ejemplo), existen cambios de notable corte restrictivo (en materia de libertad personal, reagrupación familiar, acceso a la justicia, o respecto de los derechos de educación y vivienda, por señalar algunos aspectos).12 Así, son varias las voces que han mostrado su rechazo a una reforma que partiría de una implícita, aunque peligrosamente nítida, vinculación entre la salida de la crisis y la restricción de derechos de las personas inmigradas.

2. 2 De la dignidad diferenciada a la igual dignidad

Merece la pena recordar, con Ferrajoli, «los orígenes poco luminosos de la ilustración jurídica y de los derechos universales. Aquellos derechos fueron proclamados como iguales y universales en abstracto aun cuando eran concretamente desiguales y asimétricos en la práctica por ser inimaginable la inmigración de los indios hacia Occidente […]. Hoy la situación se ha invertido. La reciprocidad y la universalidad de aquellos derechos ha sido negada. Los derechos se han convertido en derechos de ciudadanía, exclusivos y privilegiados».13

Ante la consolidación de una lógica restrictiva por lo que se refiere al alcance de los derechos de las personas inmigradas, también merece la pena detenernos en una reflexión sobre los límites constitucionales que puedan frenar dicha lógica.

En la base del levantamiento de muros a la ciudadanía, de fronteras que impiden o dificultan el acceso al ejercicio de los derechos y que determinan jerarquías de pertenencia a la comunidad política, aparecen una serie de argumentos políticos que han sido admitidos por buena parte de la doctrina y también de la jurisprudencia constitucionales.

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Efectivamente, en nuestro contexto, el camino ha sido allanado hasta ahora por la jurisprudencia del Tribunal Constitucional, que ha insistido, de distintas maneras, en la potestad del legislador de establecer diferencias entre nacionales y extranjeros respecto del ejercicio de todos aquellos derechos no estrictamente vinculados, o vinculados de modo más lejano, al principio de dignidad del artículo 10.1 de la CE (STC 107/1984, fundamento jurídico tercero, como punto de partida). Entre los derechos desiguales estarían no solo los de libre circulación y de trabajo, diferenciación que constituye el eje de la extranjería misma, sino, por citar únicamente los que son objeto de las máximas garantías constitucionales (artículo 53.2 de la CE), derechos tales como el derecho de asociación, incluida la sindical, de reunión y manifestación, de huelga o de educación.

Debemos entrar a cuestionar una interpretación que, sin sustento constitucional visible, jerarquiza los derechos en función de una, cuando menos discutible, mayor o menor cercanía con la dignidad de la persona. La razón está en que el debate, no solo político sino también jurídico, debería trasladarse definitivamente del ámbito marcado por el principio constitucional de dignidad al principio de igualdad. Es desde tales parámetros desde donde se debe reflexionar sobre el alcance y la lógica de la normativa de extranjería que se ha ido conformando en los últimos veinticinco años.

Como es sabido, el principio de dignidad figura como pórtico de todo el Título I constitucional (art. 10.1 de la CE), de modo que parece más adecuado sostener que se refiere por igual a todos los derechos. Si se trata de un mero criterio valorativo, al margen de lo impropio que resultaría respecto de la labor del Tribunal Constitucional, podríamos preguntarnos por qué está más alejado de la dignidad el derecho a trabajar, a la educación, a asociarse libremente, a una vivienda digna o a la salud, por poner algunos ejemplos, que los derechos al honor o a la propia imagen.

Por otro lado, aunque la Constitución opte por establecer distintas formas de garantía en función de la ubicación sistemática de cada uno de los derechos (art. 53 de la CE), derivar, sin más, de tal opción una distinción axiológica o estructural entre los distintos derechos iría en contra de la concepción indivisible e interdependiente de los mismos que ha venido sosteniendo el propio sistema internacional de derechos humanos,14 que, no lo olvidemos, forma parte del marco de comprensión de los derechos constitucionalmente reconocidos (art. 10.2 de la CE). Pero es que incluso quienes rechazasen este último argumento tendrían que reconocer que el Tribunal Constitucional ha prescindido de la división sistemática constitucional para trazar la distinción entre derechos más o menos cercanos a la dignidad o, en otras palabras, derechos donde caben más o menos restricciones en la comparación entre las condiciones de ejercicio referidas a personas españolas o extranjeras.

Así, en sus distintas sentencias, para determinar hasta dónde puede llegar la posibilidad de «atemperar» el contenido del derecho (STC 99/1985, FJ 2º),15 el Tribunal Constitucional ha optado por resolver caso por caso,Page 9sin mención a la ubicación sistemática, según la naturaleza de cada derecho concreto para decidir cuál debe ser su contenido mínimo indisponible.16

Por tanto, en realidad lo que ha hecho el alto tribunal hasta el momento es dar su visto bueno a la existencia de derechos desiguales prescindiendo de enjuiciar las diferencias desde los parámetros del principio de igualdad. Y para ello, aunque de manera fundamentalmente retórica, a lo largo de su jurisprudencia ha seguido, implícita o explícitamente, utilizando el referente del principio de dignidad como vara de medir, a modo de vago sustento teórico. Eso es lo que ha realizado, de nuevo, en la STC 236/2007 y demás resoluciones con las que responde a los recursos de inconstitucionalidad presentados contra algunos preceptos de la Ley Orgánica 8/2000. Veamos sucintamente algunos de los argumentos principales empleados. En el fundamento jurídico tercero de esta resolución, aunque opte por reconocer que «la aplicación del criterio fijado en su día por este Tribunal para determinar si un concreto derecho pertenece o no a este grupo –aquellos más vinculados a la idea de dignidad– ofrece algunas dificultades por cuanto todos los derechos fundamentales, por su misma naturaleza, están vinculados a la dignidad humana», no obstante, se resiste a abandonar su tradicional apoyo teórico y opta por insistir en que sigue resultando «decisivo el grado de conexión con la dignidad humana que mantiene un concreto derecho dado que el legislador goza de una limitada libertad de configuración al regular los derechos imprescindibles para la garantía de la dignidad humana». Seguramente el pasaje más relevante se halla en el fundamento jurídico cuarto, donde el Tribunal puntualiza, aunque de modo excesivamente genérico, los límites constitucionales a la capacidad del legislador de introducir restricciones al ejercicio de los derechos por parte de personas extranjeras: «Deberá tener en cuenta, en primer lugar, el grado de conexión de los concretos derechos con la garantía de la dignidad humana; en segundo lugar, el contenido preceptivo del derecho, cuando éste venga reconocido a los extranjeros directamente por la Constitución; en tercer lugar, y en todo caso, el contenido delimitado para el derecho por la Constitución y los tratados internacionales. Por último, las condiciones de ejercicio establecidas por la Ley deberán dirigirse a preservar otros derechos, bienes o intereses constitucionalmente protegidos, y guardar adecuada proporcionalidad con la finalidad perseguida».

Sin duda, este intento de sistematizar los criterios que dan cabida a un sistema de derechos desiguales nos ofrece una pista definitiva del camino alternativo al uso del criterio de la mayor o menor proximidad a la dignidad: la última de las pautas no es otra que parte del test desarrollado jurisprudencialmente para activar el principio de igualdad. Sucede, no obstante, que aunque se incorpore tal criterio, sigue sin quererse reconocer que este debería ser el verdaderamente determinante.17

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Llegamos así al planteamiento que queremos reivindicar: el principio del que debería partirse no se halla en la comprensión del artículo 10.1 como justificación de las diferencias, sino que debería girar en torno al artículo 14 constitucional. Es la igualdad entre todas las personas, recogida como valor superior del ordenamiento (art. 1.1 de la CE), mandato de igualación material (art. 9.2 de la CE), principio de igualdad y derecho a no ser discriminado (art. 14 de la CE), la que marca la pauta de enjuiciamiento de la labor del legislador y del resto de los poderes públicos cuando se introducen diferencias de tratamiento entre nacionales y extranjeros. Ello no excluye, como sabemos, que puedan introducirse dichas diferencias, siempre y cuando se actúe de acuerdo con el muy perfilado test de proporcionalidad (constitucionalidad de la finalidad buscada, adecuación o congruencia entre medida y finalidad, necesidad de la medida –que no existan otras menos restrictivas–, y su proporcionalidad en sentido estricto). Merece la pena recordar que dichos criterios, razonabilidad y proporcionalidad, pueden incluso desligarse del principio de igualdad puesto que también son, en todo caso, las pautas a las que toda limitación de derechos debe someterse. Sucede, no obstante, que cuando la restricción determina un trato diferenciado entre distintos tipos de sujetos, como en los casos a los que nos referimos, resulta necesario recuperar el eje de la igualdad.

De esta forma, el Tribunal opta por no subrayar la centralidad del criterio de la igualdad aferrándose al debatido sustento de la dignidad y, de este modo, consigue modular en términos excesivamente abiertos el margen de la desigualdad que queda en manos del legislador.

Por ello, el Tribunal puede mostrarse claro al rechazar la exclusión de los extranjeros en situación irregular de los derechos de reunión, y de asociación, sindicación y huelga, pero al mismo tiempo deja la puerta abierta, en todos los casos, a que el legislador pueda fijar condiciones específicas para el ejercicio del derecho «por parte de los extranjeros que se encuentran en nuestro país sin la correspondiente autorización de estancia o residencia, siempre y cuando respete un contenido del mismo que la Constitución salvaguarda por pertenecer a cualquier persona, independientemente de la situación en que se encuentre» (FJ 6).

Lo curioso es que es el propio Tribunal el encargado de ofrecernos un argumento central para desautorizar los parámetros que permiten la amplitud del margen de configuración de derechos desiguales, incluso cuando se trata de extranjeros en situación irregular. Al analizar las restricciones al derecho de educación, señala que «la supresión de la residencia para el derecho a la educación no obligatoria no entrañaría, como alega el Abogado del Estado, una discriminación en perjuicio de los extranjeros regulares, puesto que aquéllos que carezcan de autorización para residir pueden ser expulsados siguiendo los procedimientos legalmente establecidos, pero mientras se encuentren en territorio español no pueden ser privados de este derecho por el legislador» (FJ 8).

De este modo, el Tribunal parece rechazar la posibilidad de que se haga política migratoria por medio de las restricciones de derechos constitucionales. Dicho en otros términos, se estaría cerrando el paso a la privación de derechos como mecanismo para frenar la llegada o permanencia de inmigrantes en situación irregular.

Llegamos con ello quizás a uno de los puntos centrales de nuestra argumentación: el punto de partida debemos situarlo en el principio de equiparación de derechos, de manera que solo cabrá introducir diferencias de trato,Page 11como en el resto de casos, que puedan ser suficientemente justificadas de acuerdo con los parámetros que establece el test de proporcionalidad. Ello, evidentemente, también vale respecto de personas extranjeras en situación irregular, ya que una cosa es que se trate de personas que, de acuerdo con la normativa vigente, deberían salir del país y otra, muy distinta, es que, por dicha razón, y mientras se hallen en el territorio, dejen de ser sujetos titulares de los derechos o puedan introducirse limitaciones al ejercicio de los mismos que, por no estar justificadas por la propia naturaleza del derecho en cuestión, vulneren el principio de igualdad.

Como señala Viana, a partir de la jurisprudencia analizada, «el patrón de medida “universalidad” del reconocimiento de derechos fundamentales, es un valor relativo y limitado a las clases de sujetos a quienes está reconocida su titularidad normativamente […]. El poder simbólico del Derecho hace que la ambigüedad del juez constitucional envíe un mensaje al legislador de laxitud del sistema, de bendición incondicional a su discrecionalidad, un espaldarazo –no querido por la Constitución– a la negociación política sobre bienes jurídicamente indisponibles».18

3. Diversidad cultural, democracia y derechos
3. 1 Introducción

En el anterior apartado, se ha tratado de cuestionar, desde una perspectiva jurídico-constitucional, la batería de argumentos que han dado pie a políticas migratorias que han permitido «una inversión de las lógicas de los flujos migratorios al presentar a éstos como si fueran momentos episódicos y no esenciales a la construcción, reproducción y desarrollo de la vida de un pueblo».19

Se ha pretendido mostrar cómo la desigualdad y su naturalización se apoyan en el propio sistema normativo, que parece partir de la necesidad «de establecer diques de contención frente a procesos que puedan descomponer o poner en peligro la propia identidad cultural […], resultando los derechos de los otros y otras una amenaza que pone en cuestión el proyecto del liberalismo político y los derechos de los nuestros y las nuestras».20

Así las cosas, se podría sostener que difícilmente merecerá la pena abordar el debate sobre el marco de convivencia, entendido como reconocimiento recíproco, cuando no existe un sustrato mínimo de derechos iguales en el que asentar las bases de una vida común inclusiva de todos los miembros de una sociedad cada vez más plural. Según esta visión, al no partir de cero, al existir un grupo cultural dominante, que cuenta además con los mecanismos políticos y jurídicos necesarios para mantener dicha posición, el debate se hallaría viciado desde sus inicios.

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No obstante, merece la pena el intento de hacer confluir, haciendo uso de la distinción propuesta por Zapata- Barrero, los dos contextos de multiculturalidad a los que nos venimos refiriendo: el primero de ellos es el que está asociado a la inmigración y parte de que «el pluralismo que resulta con la presencia de no-ciudadanos sigue una lógica de inclusión/exclusión», lo que genera una distinción fundamental en cuanto al sistema de derechos y al contexto de elección; el segundo es el que «se manifiesta por la presencia de un pluralismo de identidades culturales» y expresa «las dificultades que tienen de manifestarse en una esfera pública concebida tradicionalmente para una identidad mayoritaria culturalmente homogénea».21

De esa confluencia va a surgir la necesidad de conjugar dos tipos de pretensiones aparentemente contradictorias: respecto del primer contexto, y como ya vimos, el principio de equiparación de derechos; respecto del segundo, como veremos a continuación, el reconocimiento de derechos diferenciados

3. 2 La materialización de una igualdad complej

Señala Zapata-Barrero que «actualmente, el multiculturalismo obliga a las democracias a replantear sus propios fundamentos», puesto que estos, igualdad de derechos e igualdad de oportunidades, de representación y de participación política, «cuando se aplican a una realidad multicultural se comprueba que grupos cada vez mayores de población están lejos de ser tratados, a partir de su especificidad cultural, en términos “igualitarios”».22 En tal contexto, Añón sostiene que «la función más importante hoy de la ciudadanía es la organización del pluralismo, la articulación del multiculturalismo y de ahí que pueda jugar un papel dotando de contenido completo y consistente al complejo principio de igualdad».23

De nuevo entra en escena el principio de igualdad, aunque esta vez subrayando su carácter complejo. Así es: al referirnos al régimen de extranjería, el principio de igualdad aparecía como referente de enjuiciamiento de las posibles restricciones de derechos entendidos fundamentalmente en su dimensión individual. En cambio, al abordar el tratamiento de la diversidad cultural, la igualdad se mueve hacia el plano de la comparación entre colectivos o, si se prefiere, de la situación de sus miembros en tanto que pertenecientes a tales grupos

Desde un punto de vista jurídico, ello nos conduce al concepto de minorías, es decir, «aquellas personas o grupos que, por su raza, sexo, religión, condición física o cualquier otra circunstancia soportan de hecho una cierta discriminación social o padecen una situación de desventaja».24 Resulta, por tanto, esencial que el grupo se halle en una posición no dominante y, desde el punto de vista de las minorías culturales, que sus miembros compartan una serie de «características étnicas, religiosas o lingüísticas que difieren de los del resto de laPage 13población y que, aunque sólo sea implícitamente, mantienen un sentido de solidaridad dirigido a preservar su cultura, tradiciones, religión o lenguaje».25

En efecto, como señala Torbisco, «básicamente, el debate sobre el multiculturalismo versa sobre las condiciones normativas de realización de la justicia en contextos de diversidad etnocultural, es decir, en sociedades donde conviven grupos étnicos o culturales que interactúan entre sí de forma significativa».26

La complejidad aludida se puede resumir de una manera suficientemente conocida: allí donde existen grupos socioculturales en posición desigual, como sucede en el contexto que analizamos, una concepción formal, estricta, del principio de igualdad está destinada a perpetuar la jerarquía entre los grupos y, por tanto, la desigualdad entre sus integrantes

Frente a las reivindicaciones legitimadas por la evidencia de la asimetría cultural, el Estado de raíz liberal tiene ante sí un reto parecido al que ha afrontado mediante su transmutación (parcial, incompleta y en retroceso) como Estado social. De hecho, se podría hablar de la necesidad de una segunda materialización del principio de igualdad, esta vez atendiendo a las diferencias materiales de partida derivadas de las diferencias culturales, no meramente sociales

Seguramente sería mejor no desconectar esta segunda materialización de la primera, la de tipo social. Y ello por diversos motivos. En primer lugar porque, como bien sabemos, la primera, lejos de haber llegado a su realización, está en franca recesión y sigue siendo la principal promesa incumplida del constitucionalismo contemporáneo. En segundo lugar, porque sería un error, en el que a menudo se incurre, tratar de desvincular los ejes que dan forma a las distintas dinámicas de desigualdad y exclusión que definen a nuestras sociedades. Por el contrario, la mayor parte de los obstáculos a la inclusión son el producto del entrecruzamiento del racismo, el clasismo y la discriminación cultural

En otras palabras, la materialización de la igualdad no puede quedarse en el terreno de las diferencias sociales o de clase sino que debe incorporar también, y de manera entrelazada, las diferencias culturales, que, al igual que las primeras, son elementos que impiden la participación igual de todos los integrantes de la sociedad. Diferencias sociales y diferencias culturales o, en palabras de Boaventura de Sousa Santos, dinámicas de desigualdad y exclusión como sistemas de pertenencia jerárquica. La desigualdad como fenómeno socioeconómico y la exclusión como fenómeno cultural y social, principalmente.27

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La respuesta a tales dinámicas se situaría, según Nancy Fraser, en desarrollar una teoría crítica del reconocimiento «que defienda únicamente aquellas versiones de la política cultural de la diferencia que pueden combinarse coherentemente con la política social de la igualdad».28 La propuesta pasaría por hacer frente a dos tipos de injusticia: la injusticia socioeconómica (explotación, marginación económica y privación de bienes materiales necesarios) y la injusticia cultural o simbólica (dominación cultural, no reconocimiento, irrespeto). Como es sabido, se trata de dos categorías analíticamente separadas aunque fácticamente muy imbricadas: «Las normas culturales injustamente parcializadas en contra de algunos están institucionalizadas en el Estado y en la economía; de otra parte, las desventajas económicas impiden la participación igualitaria en la construcción de la cultura, en las esferas públicas y en la vida diaria. A menudo el resultado es un círculo vicioso de subordinación cultural y económica».29

En términos jurídico-constitucionales, volvemos al artículo 9.2, puesto que se trata de enfrentar situaciones de «discriminación o desventaja que el ordenamiento considera injustificadas y que, por tanto, carecen de traducción jurídica o que, si la tienen, es para dar vida a una normativa específica que trate de compensar por vía jurídica ese déficit, removiendo «los obstáculos que impidan o dificulten» la plena libertad e igualdad».30 De todas formas, hay que precisar una cuestión relevante: con la materialización del principio de igualdad propia del compromiso social del Estado, el objetivo se cifra en la superación de las diferencias sociales de partida y, por tanto, las medidas de discriminación inversa, los derechos diferenciados, se justifican como medidas temporales, transitorias. En cambio, en el caso de las diferencias culturales, el objetivo no es su eliminación, sino su reconocimiento como medio para superar situaciones de desigualdad social.31

Como vemos, la senda recorrida nos ha llevado, de momento, a reclamar, de un lado, la centralidad del principio de igualdad en el debate sobre extranjería. Este primer pilar de nuestra particular construcción lo erigimos ahora, además, dándole el nombre, y la perspectiva, de la redistribución, cuyo horizonte es la realización efectiva de la igualdad entre individuos. Pero junto a este primer factor, venimos dando cuerpo a un segundo pilar que sostiene la necesidad de derechos diferenciados, y que lleva también un rótulo complementario: el reconocimiento, cuyo horizonte es la igualdad entre grupos. Sin duda, se advierte la tensión, seguramente irresoluble, que implica el hecho de hablar de igualdad en derechos y, al mismo tiempo, de derechos diferenciados.

Regresando a De Sousa Santos, el reto ante dinámicas presentes de desigualdad y exclusión pasaría por una nueva articulación entre políticas de igualdad y políticas de identidad, que podría condensarse en la siguientePage 15máxima: «Tenemos derecho a ser iguales cada vez que la diferencia nos inferioriza; tenemos derecho a ser diferentes cuando la igualdad nos descaracteriza».32

3.3. El Estado constitucional y los límites a las especificidades culturales

Como se señaló con anterioridad, solo con la reciente reforma de la Ley de Extranjería se ha empezado a incorporar específicamente la cuestión de la integración como objeto de regulación general. El nuevo artículo 2 ter., se refiere a la «Integración de los inmigrantes» y en su primer apartado señala que «los poderes públicos promoverán la plena integración de los extranjeros en la sociedad española, en un marco de convivencia de identidades y culturas diversas sin más límite que el respeto a la Constitución y la ley».

Salta a la vista que el principal punto de desacuerdo puede hallarse en lo que signifique el «respeto a la Constitución», puesto que, como ya vimos en el anterior apartado, puede variar sensiblemente el marco de lo posible en función de la interpretación que hagamos de ella. Además, si algo resulta decisivo a la hora de abordar una u otra interpretación es el tipo de comprensión que tengamos de qué son conflictos culturales, cómo se producen y cómo abordarlos desde el principio democrático y el sistema de derechos constitucionalmente establecido.

De lo que se trata es de dibujar los contornos del terreno del debate, los límites que marcan lo que está dentro y lo que está fuera. Y es ahí donde aparecen aproximaciones notablemente diferenciadas. En un extremo se sitúan aquellos que consideran que el límite es claro, que no sería otro que el marcado por el principio de igualdad y un sistema de derechos y libertades «ciego a las diferencias», porque es tributario de una moralidad universal que no puede claudicar ante ningún tipo de exigencia de orden cultural. En el otro extremo, se hallarían quienes otorgan el mismo valor a todo tipo de realidad o expresión cultural y que, por tanto, renuncian no solo a jerarquizar entre ellas, sino incluso a la necesidad de encontrar puntos de interacción y consenso.33

Situados esos márgenes, pocos son los autores que no aceptan la necesidad de articular un lugar de diálogo entre espacios o grupos culturales. En cambio, «más complicado y controvertido resulta fijar las condiciones mínimas de igualdad para la dialéctica o el diálogo libre y abierto de los distintos grupos socioculturales entre sí y con el grupo mayoritario».34 Para autores como Grimm, por ejemplo, es necesario entender que la integración de las personas inmigradas no puede verse como un «proceso de acercamientos equivalentes», ya que «incluso aceptando que la sociedad de acogida se transforma a sí misma con la integración, seguimos estando ante una recepción en dicha sociedad. Mientras que se exige de los nacionales solo el reconocimiento de lasPage 16peculiaridades ajenas, para los inmigrantes se trata de una práctica dosificada de aprendizaje».35 A partir de ahí, no es arriesgado afirmar que la posición mayoritaria es la que entiende, como hace Rubio-Carracedo, que «la política multicultural ha de asentarse firmemente sobre la base universalista de los derechos humanos y los procedimientos democráticos, que son el fruto –no se olvide– de largos y penosos años de lucha revolucionaria contra el poder despótico y la intolerancia de todo signo». Se trata, prosigue el mismo autor, del «legado fundamental de occidente a la humanidad […], patrimonio básico sobre el que construir la identidad común de la ciudadanía compleja», de modo que «todo rasgo cultural, religioso o social que choque con el mismo debe quedar subordinado de antemano».36

Desde tales premisas, Grimm afirma que, al menos en la Ley Fundamental de Bonn, no existe garantía constitucional de conservación del ámbito cultural de origen de la persona inmigrada, de modo que «las pretensiones de los inmigrantes procedentes de otras culturas se agrupan sobre todo al amparo de la libertad religiosa», que es, por mucho que la religión sea una convicción compartida por un significativo número de personas, un derecho individual.37 El siguiente paso lleva al autor a situar los conflictos culturales en el terreno general de la ponderación entre intereses, porque «no existe motivo alguno, en definitiva, para prescindir de las posibilidades abiertas por la interpretación de las leyes limitadoras de los derechos fundamentales a la hora de resolver los problemas de la multiculturalidad». De hecho, nos recuerda, la fuerza de irradiación de los derechos fundamentales sobre la tarea del legislador «ya ahora conduce a un ordenamiento jurídico altamente diferenciado que permite numerosas excepciones a normas jurídicas […] sin que con ello haya padecido de modo significativo la conciencia jurídica de la población o la convivencia social».38

Centrándose en la imposición de normas internas del grupo que puedan estar en contradicción con normas generales vigentes, Grimm considera que resulta relevante, para efectuar la labor de ponderación aludida, que la limitación cuente o no con la voluntad del afectado. Si es contraria a su voluntad no puede tener cabida ninguna en el ordenamiento; mientras que si resulta voluntaria, deberá evaluarse el modo en que se ha formado la libre determinación de la voluntad en el seno de las relaciones familiares. Asimismo, «debe tenerse en cuenta que incluso mediante limitaciones en principio poco significativas como por ejemplo el deber de llevar velo, se pueden consolidar concepciones de roles sociales y relaciones de género que […] perjudiquen la tarea integradora de la escuela» y contradigan los fines constitucionales.39 Por tanto, para este autor la pregunta, de cara a la ponderación, aludiría a la medida en que el reconocimiento de las normas del grupo impide el desarrollo de la personalidad y la integración en la sociedad de acogida.

En todo caso, «una frontera absoluta queda trazada cuando la minoría, para garantizar su identidad cultural, pretende prohibir en el seno del grupo una conducta que está protegida mediante garantías fundamentales por el orden constitucional nacional». Y aunque reconoce que el perímetro de tales garantías no sea fácil de definir, sí afirma con rotundidad que ni la dignidad, ni la integridad física o psíquica, ni la igualdad de género, así como la decisión autónoma de cada miembro sobre su pertenencia o su separación respecto del grupo, pueden serPage 17sacrificadas a necesidades del colectivo cultural.40 Cierra Grimm su argumentación de un modo en nada equívoco: a los miembros de las culturas minoritarias fruto de fenómenos migratorios «no les queda otra alternativa que adaptarse al contenido nuclear del orden constitucional nacional o partir».41

Otro tipo de planteamientos optan por no subrayar tanto los aspectos sustanciales, los mínimos materiales infranqueables, para centrarse en los de tipo procedimental. Considera Denninger que «cuando se produce el encuentro de convicciones religiosas o cosmovisiones diferentes», dado que entonces «carecemos de la homogeneidad de costumbres y usos observada por Tocqueville […] el recurso a un procedimiento institucionalmente asegurado de creación de Derecho se convierte en el camino razonable y «correcto» para que al menos resulte posible alcanzar un equilibrio satisfactorio».42 Por ello, el autor saluda positivamente la resolución del Tribunal Constitucional alemán cuando respecto del uso del velo por parte de profesoras en escuelas públicas, opta por transferir la decisión al legislador de los länder, y no por una cuestión competencial sin más, sino porque «resolver, atendiendo al imperativo de tolerancia, la inevitable relación de tensión entre, de un lado, la vertiente positiva de la libertad religiosa de un profesor y, de otro, el deber estatal de neutralidad en materia de religión y de visiones del mundo, el derecho de los padres a la educación de los hijos y la vertiente negativa de la libertad religiosa de los alumnos, es tarea que corresponde al legislador democrático del land, que ha de buscar en el proceso público de formación de voluntad un compromiso aceptable por todos».43

Con relación a las dos líneas argumentativas recién recogidas, tanto la procedimental como la sustancial, podemos oponer un planteamiento común: un Estado definido como social y democrático de derecho no puede dejar de incorporar, como criterio para el tratamiento jurídico de los conflictos culturales, la desigualdad de partida en que se hallan los sujetos protagonistas. En efecto, tanto el «proceso público de formación de voluntad» como la consideración de los derechos en su dimensión estática e individual desatienden abiertamente la desigual conformación de lo que Häberle denomina «espacio público democrático-pluralista», entendido como una de las piezas de su «sociedad abierta de intérpretes de la Constitución».44

Sin dejar la doctrina alemana, merece la pena acudir a Habermas, quien considera que «el principio de mayoría choca aquí con sus límites porque la contingente composición de la ciudadanía condiciona los resultados de un procedimiento aparentemente neutral […]. La cultura mayoritaria tiene que desprenderse de su fusión con la cultura política general, compartida por todos los ciudadanos en igual medida, de lo contrario dicta los parámetros de los discursos de autoentendimiento».45

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3. 4 A modo de cierre (provisional)

En nuestro contexto nos apoyamos, de nuevo, en la interpretación conjunta de los artículos 9.2 y 14 de la CE. Por un lado, no es posible dejar de lado la incidencia del régimen de extranjería en la configuración del espacio de la toma de decisiones. Por otro lado, no podemos agotar el mandato de igualación material en la superación de las desigualdades meramente sociales, sino que estamos obligados a incorporar el dato cultural y adoptar las medidas necesarias para garantizar posibilidades efectivas de participación. Y no se trata solo de medidas puntuales y transitorias de discriminación inversa, o del reconocimiento de excepciones culturales a determinadas obligaciones. Consiste, además, en asegurar que el ordenamiento jurídico ofrezca espacios de diálogo y negociación desde la comprensión de que lo que entra en colisión no son bloques culturales homogéneos sino determinados hechos culturales con una visión, también cultural, de las pautas mínimas de convivencia.46

Nos acercamos así a un planteamiento que subraya la importancia del diálogo, de la negociación y también, por tanto, del reconocimiento y de la autonomía de las partes como principio político y moral que debe empujar a la apertura de espacios de discusión sobre las cuestiones normativas comprometidas, de manera que todos los afectados, sin exclusiones, puedan efectivamente participar.47

El planteamiento aquí esbozado no renuncia a proponer un conjunto de principios y valores como pautas de convivencia.48 No es que debamos abandonar en bloque los valores y principios que nutren el sistema de derechos constitucionalmente establecido. La idea es otra: se trata de estar dispuestos a aceptar que difícilmente pueden pensarse recetas generales que nos sirvan para «solucionar» todos los posibles problemas de convivencia en sociedades diversas culturalmente. No en vano, nos hallamos ante situaciones que, como recoge Alexandra Facchi, expresan con claridad que «el trabajo cotidiano del juez […] definir lo semejante y lo diferente […] se torna más complicado cuando se trata de deslindar no ya comportamientos diferentes, sino comportamientos de individuos que pertenecen a categorías sociales “diferentes”».49 Por ello, el escenario propuesto apunta más bien a ámbitos de diálogo y negociación, a políticas públicas y espacios de mediación y gestión local, antes que a la criminalización o la imposición sin matices de regulaciones genéricas y salidas tajantes.

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Como señala Torbisco, «deberíamos tener claro que, en una sociedad multicultural, la deliberación sobre la justificación de las prácticas internas a los grupos culturales adquiere un papel crucial […]. Lo que sucede a menudo es que la deliberación se excluye de antemano porque se demoniza a los grupos que disienten de la concepción del bien mayoritaria».50 Y es que, como señala Rubio-Carracedo, «el grupo mayoritario defiende frecuentemente de modo conjunto su propia posición privilegiada con el legado revolucionario de los derechos fundamentales universalistas, con la consiguiente ambigüedad de sus posiciones».51

En este contexto, si bien es cierto que desde una perspectiva constitucional el reconocimiento de derechos responde a la lógica contramayoritaria, pues los derechos marcan «la esfera de lo no decidible» por las mayorías, también lo es que tal planteamiento se refiere tanto a la mayoría que encarna el grupo cultural frente al individuo integrante del mismo, como a la mayoría culturalmente dominante frente al conjunto de individuos de grupos culturales minoritarios.52 En definitiva, no se puede ver de manera unívoca el papel de los derechos en los conflictos culturales, pues incorporan un elemento de resistencia que deberá activarse, caso por caso, frente a la dinámica que más intensamente inferiorice, sea esta la de la propia comunidad cultural o la impuesta por el Estado.

Como vemos, no se trata de renunciar al papel de los derechos fundamentales y la ponderación de intereses. Sencillamente, la propuesta consiste en situar en el terreno de la ponderación más aspectos que los señalados por Grimm y, entre ellos, el mandato de igualación material, cada vez más sociocultural, aportado por el artículo 9.2 de la CE como mecanismo que incorpora el análisis del contexto de desigualdades sociales y de obstáculos a la participación política, esto es, las condiciones para un efectivo reconocimiento recíproco. Desde ahí estaremos seguramente en mejor posición para abordar el conflicto que puedan generar determinadas formas internas de cohesión o control en una comunidad cultural, la comprensión y expresión del hecho religioso en el espacio privado y público, el uso del hijab, o incluso las distintas formas de clitoridectomía.53

En otras palabras, la justificación de las restricciones a las formas y los espacios en que pueda manifestarse la libertad de culto, expresadas por ejemplo en los obstáculos a la apertura de determinados oratorios, o incluso la comprensión misma de la igualdad entre mujeres y hombres, se debilita, también jurídicamente, mientras la aconfesionalidad del Estado no impida un trato preferente a la religión católica, el régimen de extranjería incorpore restricciones injustificadas de derechos y se mantengan firmes las barreras que impiden la ampliación de la ciudadanía política y social.54

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[1] Datos manejados por el Colectivo Ioé, a partir de información proporcionada por el INE y el Ministerio del Interior, en su texto «Dimensiones de la inmigración en España. Impactos y desafíos», incluido en sus publicaciones electrónicas. Página web: http://www.nodo50.org/ioe/ficheros_externos/Dimensiones%20de%20la%20inmigracion%20en%20Espana.%20Impactos%20y%20desaf ios_ART_PAPELES_2008.pdf (visitada en diciembre de 2009).

[2] Pereda, Carlos; Actis, Walter y De Prada, Miguel Ángel, «Inmigrantes, nuevos ciudadanos: ¿Hacia una España plural e intercultural?», Colectivo Ioé. Página web: http://www.nodo50.org/ioe/ficheros_externos/Inmigrantes,%20nuevos%20ciudadanos_INFORME-CECAFINAL.pdf (visitada en noviembre 2009).

[3] Este es el caso de una abogada musulmana recientemente obligada por un juez de la Audiencia Nacional a abandonar el estrado por usar dicha prenda. Véase http://www.elpais.com/articulo/sociedad/Expulsada/estrado/abogada/musulmana/llevar/panuelo/elpepisoc/20091111elpepisoc_2/Tes

[4] En casos como el referido de la abogada, podríamos tratar de analizar las distintas respuestas que se han dado en el contexto europeo. Así, en el Reino Unido no se plantea ninguna restricción, mientras que en Francia el laicismo impone que los espacios públicos estén libres de simbologías religiosas. Por su parte, Dinamarca prohibió recientemente a los jueces, como representantes del Estado, portar símbolos religiosos, pero no a los abogados.

[5] Silveira, Héctor C., «La vida en común en sociedades multiculturales. Aportaciones para un debate», en Silveira, Héctor, C., (ed.), Identidades comunitarias y democracia, Madrid: Trotta, 2000, p. 34.

[6] Artículo 2 ter., «Integración de los inmigrantes», cuyo primer apartado señala que «los poderes públicos promoverán la plena integración de los extranjeros en la sociedad española, en un marco de convivencia de identidades y culturas diversas sin más límite que el respeto a la Constitución y la ley».

[7] Estas reflexiones pueden encontrarse de modo más desarrollado en Aparicio Wilhelmi, Marco, «El derecho al trabajo», en VV. AA., Sur o no sur. Los derechos sociales de las personas inmigradas, Barcelona: Icaria, 2006, pp. 63-92.

[8] Con relación al servicio doméstico, cubierto en Cataluña mayoritariamente por mano de obra extranjera (en su mayoría femenina), como es sabido, se trata de un tipo de trabajo con una regulación muy laxa que no raramente lleva a situaciones de explotación, al margen de una constante inseguridad en la permanencia de la relación laboral. La normativa vigente, cuando menos, poco hace por evitar situaciones como las descritas, pues se plantea como principal objetivo «equilibrar los derechos básicos del trabajador con la necesaria flexibilidad que ha de concederse, con el fin de que el empleador y el trabajador determinen las condiciones de prestación de servicio de mutuo acuerdo» (Real Decreto 1424/1985 begin_of_the_skype_highlighting 1424/1985 end_of_the_skype_highlighting, de 1 de agosto, por el que se regula la relación laboral de carácter especial del servicio en el hogar familiar).

[9] Mestre, Ruth, «Dea ex machina. Trabajadoras migrantes y negociación de la igualdad en lo doméstico. (Experiencias de ACUDEVIMAR: ecuatorianas en Valencia)», Cuadernos de Geografía, n.º 72, p. 193 (pp. 191-206). El problema de fondo estaría en el hecho de que «la incorporación de las mujeres (autóctonas) a la ciudadanía se ha hecho no sólo sin modificar el sistema de adscripción sino también sin cuestionar el modelo de ciudadanía». Ibíd., p. 196.

[10] Debe subrayarse que, frente a la debilidad de las garantías de derechos de las personas inmigradas, contrasta la precisión y fortaleza de los mecanismos de control que la UE ha desarrollado con el propósito de reforzar el denominado «espacio de libertad, seguridad y justicia»: policía fronteriza, radares, sensores nocturnos en las fronteras exteriores, sistemas informáticos centralizados (como el SIS), centros de internamiento para indocumentados, «zonas especiales» en los aeropuertos destinadas a retener a extranjeros a los que se niega la entrada, contratos con empresas privadas de seguridad para delegar tareas de control y vigilancia en materia de extranjería, por citar algunas de las medidas adoptadas Un comentario más extenso sobre este tema se halla en Aparicio, Marco y Pisarello, Gerardo, «La política migratoria europea y los derechos de las personas de terceros países: entre la inclusión subordinada y la exclusión selectiva», Boletín Mexicano de Derecho Comparado, Número Conmemorativo, sexagésimo aniversario, 2008, pp. 15-28.

[11] La revista electrónica Expansión (www.expansiondirecto.com, visitada el 2 de marzo de 2004) así lo señalaba citando los datos de un estudio de la Comisión Europea.

[12] Por ejemplo, la reforma aumenta de 40 a 60 días el plazo máximo de internamiento en el marco del procedimiento de expulsión (nuevo art. 62.2); la reagrupación familiar de los padres se restringe a los supuestos en que estos sean mayores de 65 años y «existan razones que justifiquen la necesidad de autorizar su residencia en España» (art. 17.1 d), exigiéndose además que el reagrupante haya obtenido ya la residencia de larga duración (art. 18.1); el acceso a la educación se garantiza solo a extranjeros menores de edad (art. 9); las ayudas en materia de vivienda en igualdad de condiciones solo se garantizarán necesariamente a los extranjeros con residencia de larga duración (art. 13).

[13] Ferrajoli, Luigi, «De los derechos del ciudadano a los derechos de la persona», a Silveira, H. C., ob. cit., p. 249.

[14] Sin duda, uno de los textos donde, de manera más contundente, se recogen tales principios es el derivado de la Conferencia de Viena de 1993, en la que 171 países aprobaron la «Declaración y Programa de Acción de Viena», que esboza un plan para fortalecer la aplicación de los derechos humanos y destaca la relación entre la democracia, el desarrollo y la promoción de los derechos humanos, estableciendo como puntos de partida la universalidad, indivisibilidad e interdependencia de los derechos civiles, culturales, económicos, políticos y sociales.

[15] El Tribunal Constitucional ha afirmado que «no se puede estimar aquel precepto (el art. 13.1 CE) permitiendo que el legislador configure libremente el contenido mismo del derecho, cuando éste ya haya venido reconocido por la Constitución directamente a los extranjeros» (STC 115/1987, FJ 3). Debe igualmente destacarse la contundencia con la que se expresa el Tribunal Constitucional en la STC 94/1993, de 22 de marzo, en virtud de la cual todos los derechos del Título I, a excepción de los que marca el artículo 13.2 CE, vienen directamente reconocidos a las personas extranjeras, en virtud del artículo 13.1 CE.

[16] En tal sentido, la STC 144/1990 resuelve que una decisión de internamiento de ocho extranjeros con una motivación genérica y sin concreción alguna sobre cada detenido vulnera los derechos a la tutela judicial efectiva y a la libertad. La STC 94/1993 examina si una orden de expulsión dictada contra una mujer que ya había solicitado la renovación de su permiso de residencia vulnera su derecho a la libre circulación, para lo cual analiza el contenido indisponible o esencial de tal derecho para llegar a la conclusión de que se ha vulnerado en el caso concreto. En la STC 95/2000 se analiza un caso en que los tribunales excluyeron a una extranjera de las prestaciones de salud, y se rechaza la decisión por considerar que se dio una interpretación irrazonable de las normas y, por tanto, una vulneración del contenido básico del derecho a la tutela judicial efectiva.

[17] Esta lectura alternativa tuve ocasión de desarrollarla en «El reconocimiento constitucional de los derechos de las personas extranjeras: breve aproximación a la jurisprudencia del Tribunal Constitucional», en VV. AA., Derecho de la inmigración y derecho de la integración. Una visión múltiple: Unión Europea, Canadá, España, Québec y Cataluña, Girona: Universitat de Girona - Servei de Publicacions, 2002, pp. 105-124. Un análisis más actual e incisivo puede encontrarse en Viana, Andrée, «De cómo hacer el quite a la igualdad. Jurisprudencia constitucional sobre los derechos fundamentales de los extranjeros», pendiente de publicación.

[18] Viana, Andrée, ob. cit.

[19] Martínez de Bringas, Asier, «Interculturalidad en tiempos globales. El reto de los derechos de las mujeres migrantes», en Vila, Eduardo S. (coord.), Pedagogía de la Alteridad. Interculturalidad, Género y Educación, Madrid: Editorial Popular, 2007, p. 33

[20] Ibíd

[21] Zapata-Barrero, Ricard, «La ciudadanía en contextos de multiculturalidad: procesos de cambios de paradigmas», Anales de la Cátedra Francisco Suárez, 37, 2003, pp. 192-193

[22] Ibíd., p. 189

[23] Añón, María José, «Ciudadanía diferenciada y derechos de las minorías», Cuadernos de Derecho Judicial, número dedicado a los «Derechos de las minorías en una sociedad multicultural», Madrid: Consejo General del Poder Judicial, 1998, p. 11

[24] Prieto Sanchís, Luís, «Las minorías religiosas», en VV. AA., Derechos de las minorías y los grupos diferenciados, Madrid: Escuela Libre Editorial, 1994, p. 14

[25] Añón, María José, ob. cit., p. 77

[26] Torbisco, Neus, «La interculturalidad posible: el reconocimiento de derechos colectivos», Cuadernos del Poder Judicial, n.º 6, ejemplar dedicado a «Multiculturalidad», Madrid: Consejo General del Poder Judicial, 2001, p. 282. Se apoya la autora en Gutmann, Amy, «The Challenge of Multiculturalism in Political Ethics», Philosophy and Public Affairs, 22, vol. 3, p. 171.

[27] «La desigualdad implica un sistema jerárquico de integración social. Quien se encuentra abajo está adentro, y su presencia es indispensable». Por el contrario, la exclusión presupone un sistema igualmente jerárquico al que «se pertenece por la forma como se es excluido. Quien está abajo, está afuera». «Mientras que –prosigue el mismo autor– el sistema de desigualdad reposa paradójicamente en el esencialismo de la igualdad, ya que el contrato de trabajo es un contrato entre partes libres e iguales, el sistema de la exclusión reside en el esencialismo de la diferencia». De Sousa Santos, Boaventura, La caída del Angelus Novus: ensayos para una nueva teoría social y una nueva práctica política, Bogotá: ILSA, 2003, p. 127.

[28] Fraser, Nancy, Iustitia Interrupta: reflexiones críticas desde la posición «postsocialista», Bogotá: Siglo del Hombre Editores, 1997, p. 18.

[29] Ibíd., pp. 23-25.

[30] Prieto Sanchís, Luís, ob. cit., p. 15.

[31] De todas formas, el horizonte normativo, el largo plazo, se podría decir que sí sería el de la irrelevancia jurídica del dato cultural. Con la mira puesta en tal objetivo, Fraser distingue entre medidas afirmativas y medidas transformadoras. Son afirmativas las que se dirigen a corregir los resultados inequitativos sin afectar a las causas que los originan; las segundas buscan reestructurar el marco general que está detrás de las injusticias. En el caso de las diferencias culturales, llevaría a la deconstrucción de las identidades culturales fijas. Ver Fraser, Nancy, ob. cit., pp. 39-40.

[32] De Sousa Santos, Boaventura, ob. cit., p. 134.

[33] Se trata de una de las posibles manifestaciones de lo que se conoce como culturalismo esencialista, que puede desembocar tanto en un enérgico rechazo a la diversidad cultural, como a lo que Zubero ha denominado práctica de la «tolerancia de chalet adosado», esto es, la yuxtaposición de guetos culturales sin intercambio o diálogo alguno. Zubero, Imanol, «El reto de la inmigración: acoger al otro y ampliar el nosotros», en Zamora, José A. (coord.), Ciudadanía, multiculturalidad e inmigración, Estella: EVD, 2003, p. 141.

[34] Rubio-Carracedo, José, «Pluralismo, multiculturalismo y ciudadanía compleja», en Badillo O´Farrel, Pablo (coord.), Pluralismo, tolerancia, multiculturalismo. Reflexiones para un mundo plural, Madrid: Akal/Universidad Internacional de Andalucía, 2003, p. 183.

[35] Grimm, Dieter, «Multiculturalidad y derechos fundamentales», en Denninger, Erhard y Grimm, Dieter, Derecho constitucional para la sociedad multicultural, edición y traducción de Ignacio Gutiérrez, Madrid: Trotta, 2007, p. 61.

[36] Rubio-Carracedo, José, ob. cit., p. 184 y 185.

[37] Grimm, Dieter, ob. cit., p. 58.

[38] Ibíd., p. 62.

[39] Ibíd., p. 66.

[40] Ibíd.

[41] Ibíd., p. 69.

[42] Denninger, Erhard, «Derecho y procedimiento jurídico en una sociedad multicultural», en Denninger, Erhard y Grimm, Dieter, ob. cit., p. 42.

[43] Sentencia de 24 de septiembre de 2003. BVerfGE 108, 282 y ss.

[44] Häberle, Peter, El Estado Constitucional, México: Instituto de Investigaciones Jurídicas-UNAM, 2001, p. 153.

[45] Habermas, Jürgen, La inclusión del otro. Estudios de teoría política, Barcelona: Paidós, 1999, pp. 123 y 126.

[46] Por tanto, podemos, y seguramente debemos, valorar hechos culturales concretos, desde la perspectiva del carácter complejo y cambiante de las culturas. Como señala San Román: «Tendríamos que dejar de hablar de diferencias de las culturas en términos holistas y hablar de hechos culturales, compatibles o incompatibles. Una cultura, menos aún una identidad étnica, no desaparece porque se modifique o desaparezca un hecho cultural. Tampoco “la nuestra”. La negociación no implica dejar de ser». San Román, Teresa, Los muros de la separación. Ensayo sobre alterofobia y filantropía, Barcelona: Tecnos/UAB, 1996, p. 124.

[47] Benhabib, Seyla, Diversitat cultural, igualtat democràtica. La participació política en l’era de la globalització, València: Tàndem «Arguments», 2000, p. 68.

[48] No obstante, tales valores los entendemos, con San Román, desde un etnocentrismo o etnorreferencialismo crítico que supone «saberse orientado culturalmente en el doble sentido de conocer la autorreferencia étnica y en el de valorar opciones ofrecidas desde el interior de la cultura propia (como libertad, igualdad, solidaridad, filantropía) y, por tanto, implica fundamentarse en una paridad con cualquier “otro” […]. Y supone, igualmente, la conciencia de maleabilidad, el saberse cambiante, pensarse a uno mismo como capaz de ser convencido por los argumentos del otro». «Son nuestras propias ideas, no necesariamente exclusivas, nuestro proyecto universal. Pero no debe confundirse esta universalidad del proyecto con una inherente panhumanidad de estos valores […]. También estos valores son culturales […], también es sobre el referente de estos valores que nos convencen, como valoramos las características de otras culturas. Y de la nuestra». San Román, Teresa, ob. cit, p. 122.

[49] Facchi, Alexandra, «La norma premiale», en Guastini, Ricardo y Paolo Comanducci, Analisi del diritto, Torino: Giappicchelli, 1991, pp. 111 y ss., según cita de Javier de Lucas, «El racismo como coartada», en VV. AA., Derechos de las minorías y los grupos diferenciados, ob. cit., p. 34.

[50] Torbisco, Neus, ob. cit., p. 335 y 336.

[51] Rubio-Carracedo, José, ob. cit., p. 184.

[52] Benhabib señala que la autonomía de los integrantes de los grupos culturales debe ser el objetivo central de toda política cultural, con el objeto de facultar a sus miembros la libre elección, el desarrollo o el rechazo de los aspectos propios de su cultura, en el marco del derecho al conflicto y a la protesta cultural. Benhabib, Seyla, ob. cit, p. 57.

[53] Para abordar estos casos resulta aconsejable acudir al trabajo de Adriana Kaplan en «Mutilaciones genitales femeninas; entre los derechos humanos y el derecho a la identidad étnica y de género», Cuadernos de Derecho Judicial, n.º 6, ejemplar dedicado a «Multiculturalidad», Madrid: Consejo General del Poder Judicial, 2001. También merece la pena no prescindir de las reflexiones de Teresa San Román en Los muros de la separación, ob. cit.

[54] Sobre el concepto de ciudadanía social, ver Procacci, Giovanna, «Ciudadanos pobres, la ciudadanía social y la crisis de los Estados del bienestar», en García, Soledad y Lukes, Steven (comps.), Ciudadanía: justicia social, identidad y participación, Madrid: Siglo XXI, 1999, pp. 15-44.

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