El dictamen pericial de parte una década después de la entrada en vigor de la actual Ley

AutorDavid Fernández de Retana Gorostizagoiza
CargoAbogado del Área de Derecho Público, Procesal y Arbitraje de Uría Menéndez (Bilbao).
Páginas55-65

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1. Introducción

El próximo 8 de enero de 2011 se cumplirán diez años desde que nuestros juzgados y tribunales empezaron a aplicar la -en aquel momento- nueva Ley de Enjuiciamiento Civil 1/2000 («LEC»).

Se dijo entonces -y se ha repetido después- que la reforma operada por la LEC supuso el abandono definitivo del viejo modelo procesal civil histórico-medieval en que había nacido anclada la Ley de 1881. Algún autor llegó a afirmar, refiriéndose a la norma decimonónica, que «definir el sistema de tratamiento procesal de numerosas instituciones se convertía en un ejercicio cuasiadivinatorio [...] que podía acabar con los nervios del jurista más templado», a lo cual anudaba su veredicto demoledor: «no resulta exagerado decir que la situación de nuestro ordenamiento procesal civil era caótica»1.

Y, en efecto, a esa multitud y dispersión de procedimientos se unía el hecho, más elocuente, de que en los pleitos comenzaban a convivir figuras tan anacrónicas como el juramento decisorio, los pliegos cerrados de repreguntas, etcétera, con Internet y las nuevas tecnologías de la sociedad de la información.

No hay duda de que la principal innovación de la LEC consistió en el tránsito de un modelo escrito a un modelo oral, particularmente en los trámites propios de la fase de prueba. El cambio favoreció la aproximación del juez al objeto litigioso, al que pasó a poner cara. En ese sentido, la exposición de motivos de la LEC da cuenta del interés, explícito, del legislador en acercar la justicia al justiciable como paso sin el cual el proceso civil no se puede acomodar plenamente a las exigencias constitucionales.

Pues bien, si la aprobación de la LEC representó un cambio de paradigma en la concepción del proceso civil en su conjunto, algo similar puede decirse que ocurre -a menor escala- en lo relativo a la prueba pericial: se pasa de un sistema en el que la prueba pericial se había de desarrollar completamente dentro del proceso (con peritos designados por el tribunal) a un sistema más abierto, en el que se per-

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mite a las partes nombrar con libertad a peritos (que de ahí reciben el nombre de peritos de parte). Conviven, por tanto, la prueba pericial judicial y la prueba pericial de parte.

A este respecto, no es ocioso recordar que el nuevo esquema de prueba pericial de la LEC -al que comúnmente se refiere la doctrina como dual- fue fruto de la negociación y transacción parlamentarias. Tanto el Anteproyecto de 1997 como el Proyecto de Ley remitido por el Gobierno a las Cortes en noviembre de 1998 primaban -aun más- la pericial de parte, que se concebía como la regla, frente a la pericial judicial, que pasaba a ser la excepción: sólo se preveía la posibilidad de encargar dictamen a un perito de designación judicial cuando (i) la necesidad de la prueba surgiera de las alegaciones o pretensiones complementarias de las partes hechas en la audiencia previa, (ii) el juez considerara la prueba como útil y pertinente y (iii) ambas partes se mostraran conformes con el objeto de la pericia y en aceptar el dictamen del perito que nombre el tribunal (Cfr. artículo 340.1 del Proyecto). También se admitía la designación judicial de peritos cuando «por circunstancias personales, económicas o culturales [fuera] de temer que la parte solicitante no [pudiera] encargar por sí misma el dictamen que interese» (Cfr. artículo 340.2 del Proyecto).

La apuesta de la reforma por la prueba pericial de parte -que, como acabamos de ver, fue una apuesta firme e inequívoca, al principio, si bien algo matizada después- se produjo, por lo demás, en un momento crítico de la litigación civil.

A nuestro juicio, las notas definitorias de esta década inicial y crítica de vigencia de la LEC se pueden condensar en dos:

(i) Por un lado, es incuestionable el extraordinario incremento de la litigiosidad. Si tomamos las más recientes series históricas publicadas por el Consejo General del Poder Judicial2 podemos constatar que, mientras en 1999 los asuntos civiles que ingresaron en nuestros tribunales eran 930.616, diez años más tarde el número asciende a 2.025.568, lo cual constituye un incremento del 117%.

(ii) Por otro lado, y en consonancia con el desarrollo económico y social, resulta igualmente innegable que los litigios, además de ser más, son cada vez más complejos. No sólo -o no tanto- porque la globalización obliga a los jueces nacionales -y, por extensión, a los demás operadores jurídicos- a aplicar, en un número creciente de ocasiones, normas jurídicas de otros ordenamientos, sino porque la materia litigiosa en sí tiende a complicarse.

En ese contexto, parece evidente que el aumento cuantitativo de litigios puede ser asimilado -y, de hecho, en una parte nada desdeñable así lo ha sido- con el correspondiente incremento de efectivos (más jueces y con mejores medios). Sin embargo, esa receta se revela por sí sola poco eficaz a la hora de dar una solución satisfactoria al componente cualitativo que hemos apuntado en segundo lugar.

Es ahí donde adquiere un renovado protagonismo la prueba pericial (y, particularmente, la prueba pericial de parte). El perito está llamado a proporcionar al juez, cada vez más, los conocimientos científicos, artísticos, técnicos o prácticos de los que este último carece. Y no sólo al juez, también a las partes y a sus defensas, que necesitan -en el caso del demandante, desde antes incluso de iniciarse el pleito- un asesoramiento técnico especializado que les ayude a conformar la argumentación fáctica que debe sostener sus respectivas pretensiones.

La pregunta que inmediatamente surge es la siguiente: ¿es compatible -y, en caso afirmativo, hasta dónde- la labor de asesoramiento a las partes y el deber, que no admite abdicación, de desempeñar el cargo con objetividad e imparcialidad? Y, en tér-minos más generales, ¿cuál es el papel del perito de parte, que debe compartir escenario con el juez, con otros peritos -que pueden ser de designación judicial- y con los litigantes (el que le designa y el contrario)? ¿Cómo se ha de valorar su dictamen?

El auxilio que el articulado de la LEC nos brinda para contestar a esas cuestiones es limitado. Tampoco la jurisprudencia ha tenido ocasión de pronunciarse con el debido detenimiento sobre aspectos que, ello no obstante, tienen en el foro una actualidad que nadie discute.

En los apartados siguientes vamos a desgranar -acudiendo en la medida en que pueda ser útil al Derecho comparado- algunos de esos problemas.

2. ¿Qué papel se atribuye a los peritos en el proceso civil?
2.1. La función procesal de los peritos

El artículo 335 de la LEC es el punto de partida obligado para cualquier aproximación analítica a la

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cuestión. Dice el precepto en su apartado primero que «cuando sean necesarios conocimientos científicos, artísticos, técnicos o prácticos para valorar hechos o circunstancias relevantes en el asunto o adquirir certeza sobre ellos, las partes podrán aportar al proceso el dictamen de peritos que posean los conocimientos correspondientes o solicitar, en los casos previstos en esta ley, que se emita dictamen por perito designado por el tribunal».

Comúnmente se dice que cualquier perito (sea de designación judicial o de parte) debe reunir tres rasgos que determinan su aptitud: (i) alienidad al proceso, de modo que su intervención en éste no se imbrique de ningún modo en la actuación propia de la parte y sus representantes, (ii) capacitación técnica, entendida como posesión de una titulación académica adecuada o, en su caso, de experiencia práctica, en relación con conocimientos especializados de tipo científico, artístico, técnico o práctico, y, por fin, (iii) aceptación voluntaria del cargo tras su designación.

Si no se da alguno de los requisitos, el profesional no podrá intervenir en el procedimiento, al menos en la condición de perito. Es cierto que la LEC admite la figura del testigo-perito, muy habitual, por cierto, en la práctica forense, pero en ese caso prima claramente la condición de testigo, es decir, de persona que tiene noticia de los hechos controvertidos, según establece el artículo 360 de la ley. Asimismo, el perito es libre de aceptar o no el cargo, en tanto que la participación en el proceso del testigo-perito es imperativa.

Pero, ¿cuál es la función encomendada al perito en el proceso? Como señala ESCALADA LÓPEZ3, en los ordenamientos de corte anglosajón, el perito debe exponer su opinión «directa y oralmente en audiencia, sometido a cross-examination, de modo que quede garantizado el right to confrontation» lo cual -en su opinión- arrima la figura del perito a la del testigo. Por el contrario, en los sistemas jurídicos de Civil Law el perito se concibe como un instrumento de prueba y auxilio judicial.

Al margen de la anterior distinción, la mayor parte de los ordenamientos procesales de nuestro entorno -y, sin duda, el nuestro- conceden naturaleza probatoria a la prueba pericial. Se suele citar, como excepción, el ordenamiento italiano, cuyo Codice de Procedura Civile encuadra al perito en la categoría de auxiliar del juez.

No profundizaremos -porque sería un ejercicio puramente teórico- en el debate, en buena medida superado, sobre la naturaleza jurídica de la prueba pericial. Nos parece importante, sin embargo, trazar con nitidez la línea que separa el terreno del juez y el terreno del perito. Ese deslinde no está siempre todo lo claro que sería de desear.

Como principio general puede sentarse que ni el perito debe asumir las funciones de...

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