Contribución a una pedagogía de la posesión

AutorJosé Luis Lacruz Berdejo
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Civil

Homenaje a Federico de Castro. 1976. págs. 51 a 76.

1. Posesión natural: Génesis y consistencia.

En cualquier ordenamiento el derecho a tener la cosa que comportan la propiedad y otros derechos reales (ius possidendi) se halla protegido por las correspondientes acciones. El dueño de un cuadro, si se lo quitan o si prestado por unos días no se lo quieren luego restituir, puede reivindicarlo, esto es, reclamar, con el reconocimiento de su propiedad, la situación fáctica correspondiente a ese derecho, y por tanto la tenencia del objeto reivindicado. Mas no es de esta posesión, ni de la correlativa tutela, de lo que voy a tratar ahora, sino de las consecuencias jurídicas de la tenencia mera y simple, de la que depende de la realidad fáctica (de la que es) y no del derecho (del deber ser o tener): una tenencia, según vamos a ver. protegida con abstracción de cualquier titularidad o, incluso, en cierta medida, frente al derecho a poseer derivado de la propiedad.

La consideración independiente de la posesión se inicia en el Derecho Romano cuando el pretor decide amparar, contra el despojo por vías de hecho, el mero asentamiento de un particular en una parcela del ager publicus (donde es imposible el dominium privado, porque el dominas es el pueblo romano): no, desde luego, mediante una acción porque dicho particular carece de lo que hoy llamamos «derecho subjetivo», sino mediante un remedio administrativo dirigido al recobro de la posesión, es decir, la situación de asentamiento o tenencia: el interdicto unde vi.

Este modo de defensa de una concreta situación de hecho se aplica luego a otras, y singularmente al dueño cuando ha sido privado recientemente del contacto físico con la cosa de su propiedad. Mas, en cualquier caso, la base del interdicto es el simple hecho de tener, y no el dominio; y por eso al despojado no se le exige que demuestre su titularidad, sino sólo su tenencia anterior de la cosa, cualificada por su pretensión de ser dueño de ella (o, respectivamente, acreedor pignoraticio, secuestratario, precarista, enfiteuta).

A falta de un derecho antecedente, lo que justifica la protección del pretor al mero hecho de poseer y contra la perturbación o despojo es, según Savigny, la necesidad de reprimir el ataque antijurídico a la persona del poseedor: los interdictos serían acciones penales, con fines de policía, para salvaguardar el orden público e impedir a la gente tomarse la justicia por su mano. Ihering cree, más bien, que desde su primitiva sede se extendería el interdicto atribuyéndolo a los propietarios a fin de permitirles la recuperación de sus bienes sin la complicación, el rito y las dificultades de prueba de una acción reivindicatoría, fundado el legislador en el hecho de ser casi siempre propietario quien posee como tal. Probablemente, la protección interdictal obedecía en Roma a ambos órdenes de motivos, si bien sería más relevante el primero, que también hoy continúa siéndolo; dados, de una parte, la ulterior ampliación del amparo interdictal a todo poseedor, y, de otra, el creciente reconocimiento de la misión del Estado de salvaguardar el orden público.

Esa ampliación de protección a la mera tenencia cobra impulso en el Derecho Romano posclásico, en el cual los interdictos acaban por concederse a quienes tenían la cosa, no como propietarios, sino como titulares de ciertos derechos reales limitados (quasi-possessio): y culmina en la edad media cuando las fuentes canónicas conceden a cualquiera a quien se hubiera despojado por vías de hecho de la tenencia de una cosa (anteriormente: de un beneficio eclesiástico, y en particular un obispado), primero la exceptio spoli para eximirle de responder en el proceso relativo a la titularidad definitiva de la cosa mientras no la recupere (spoliatus ante omnia restituendus), y luego la actio spolii, con finalidad semejante al interdicto actual. La actio spolii, que no estaba sujeta a prescripción anual, competía a cualquier despojado, aun (al menos, en su versión más evolucionada) sin violencia, y no sólo contra el despojante, sino también contra cualquier tercero de mala fe (cfr. Partidas 3, 11, 30) o incluso, según algunos, de buena: si bien puede oponerse al accionante en diversa medida, salvo si ha mediado violencia, la excepción de propiedad.

La orientación canonista de la acción de despojo prepondera desde entonces sobre la romanista del interdicto unde vi, y eco lejano, pero fiel de aquélla es (con el antecedente de la L.e.c. del 55), el art. 446 del Código Civil, según el cual todo poseedor tiene derecho a ser respetado en su posesión; y, si fuere inquietado en ella, deberá ser amparado o restituido en dicha posesión por los medios que las leyes de procedimientos establecen.

El amparo prestado a todo poseedor presupone en él un derecho nacido de la tenencia de la cosa, pero que persiste sin tal tenencia: un derecho a seguir poseyendo, eficaz erga omnes y del cual surge la acción para restaurar la posesión perdida.

Tan amplia extensión de la posesión interdictal exime de interrogar al despojado reclamante sobre el concepto por el que domina la cosa o el origen de su tenencia; le basta ser realmente poseedor para poder acogerse a los interdictos, igual si ese ladrón, el arrendatario o el propietario: ninguno de ellos -ni el propio ladrón, una vez que ha comenzado a tener-, puede ser despojado de la cosa por fuerza o privado violentamente de la influencia que ejercía sobre ella.

Mas, ¿qué es, exactamente, ser poseedor?

Las fuentes romanas (ciertamente, en relación a la usucapió) mencionan como componentes de la posesión dos elementos: uno físico, el corpas o efectiva tenencia de la cosa, según Savigny, la posibilidad de ejercitar acción material sobre ella y excluir la acción de otros); y otro intencional o animus domini: ánimo de propietario, de comportarse como dueño (no convicción de serlo). Algunos se contentan con la voluntad de poseer (animus possidendi), precisa para que la tenencia sea un acto humano y no un mero hecho (como en el habitual ejemplo del durmiente a quien ponen algo en la mano o, ahora, el del viajero del autobús en cuyo bolsillo deslizó el ladrón la cartera acabada de robar). Mas en el Derecho clásico es bastante clara la exigencia de animus domini como regla general.

En el Código Civil se habla de tener o disfrutar (arts. 430 a 432); de «ocupación material de la cosa» o de «quedar ésta sujeta a la acción de nuestra voluntad» (art. 438), sin referirse, para la posesión interdictal, a un elemento síquico autónomo. Y la doctrina más reciente está de acuerdo en que, en cualquier caso, el factor físico y el espiritual (éste, concerniente a la tenencia: voluntad de tener), se manifiestan de ordinario unidos y a la vez mediante la apariencia exterior: el contacto físico se traduce en un comportamiento consciente frente a la cosa (frecuentemente, utilización económica), cuya apreciación con arreglo a los estándares sociales decidirá si hay o no posesión sin necesidad de un proceso de intenciones.

Contacto físico suficiente, en la apreciación común puede haberlo por medio de animales (perro que cobra la pieza) o cosas (buzón); no es algo estrictamente personal. Tampoco ha de ser (ni en potencia) permanente, y así la dominación de una finca de pastos, cubierta por la nieve varios meses del año, o acaso sólo utilizable en verano, consistirá en emplearla (los ganados) en la estación oportuna, persistiendo la posesión continuamente a través de esa utilización saltuaria. como persiste la de la casa en la playa aunque se emplee sólo en verano, e incluso la de una casa que se mantenga cerrada y nunca se habite, pero -a falta de impedimento ajeno- pueda utilizarse a voluntad. Distinto sería si la casa estuviera abierta -aun sin la voluntad del antiguo poseedor- y aparentemente a disposición de cualquier ocupante ocasional: comienza a faltar, entonces, ante la gente, la pretensión de exclusividad, que cesará si alguien ocupa el edificio.

Asimismo, la relación de dominación no supone, ni consciencia permanente de tener la cosa. ni. siendo mueble, conocimiento del lugar donde se halla: según el art. 461 la posesión de la cosa mueble no se entiende perdida mientras se halle bajo el poder del poseedor, aunque éste ignore accidentalmente su paradero.

O sea: poseedor, en el sentido del art. 446, es aquella persona que domina inequívocamente la cosa con exclusividad; se halla en situación objetiva de influir permanentemente sobre ella y servirse de ella con arreglo al destino señalado por su naturaleza; y mantiene una actitud subjetiva que no excluye, de facto, esta señoría: todo ello, según la apreciación común, o sea, según la valoración de aquel tipo de comportamiento y aquel objeto por la gente. Si, por ejemplo, dejo durante la noche en mi finca, no cercada, la cosechadora, aunque yo vaya a pernoctar a mi casa de la ciudad no puede decirse que pierda su tenencia ni nadie pensará que la abandone por ese simple hecho; mas si se me cae en el surco el reloj de bolsillo, aunque yo sepa donde está, no recogiéndolo, pierdo su tenencia, porque con arreglo a su destino normal y las concepciones sociales de la posesión de un reloj de bolsillo exige otros requisitos de propiedad física que la de una cosechadora. Y ello pese a que, según el art. 449 la posesión de una cosa raíz supone la de los muebles y objetos que se hallen dentro de ella, mientras no conste o se acredite que deben ser excluidos. Este precepto, dirigido más bien a la prueba de la propiedad, en tema de corpus posesorio, y puesto en relación con el art. 1.463, apunta a aquellos bienes que, por su naturaleza y con arreglo a las concepciones comunes se pueden entender «guardados» o «depositados» en el inmueble.

La posesión natural presupone, además, independencia suficiente, según la apreciación vulgar, en la dominación de la cosa: que la situación objetiva revele la intención del poseedor de seguir teniéndola (sea por tiempo limitado o indefinido) con una cierta...

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