Educación en casa y crisis del estado del bienestar

AutorÁngel López-Sidro López
Cargo del AutorProfesor Titular de Derecho Eclesiástico del Estado Universidad de Jaén
Páginas99-107

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Es curiosa la evolución de la cultura occidental: cómo se ha pasado de un inveterado desinterés casi absoluto del Estado en materia educativa a, en poco más de dos siglos, una voraz preocupación pública por la educación, que al tiempo que subraya la importancia de ésta, la reclama para sí, como casi único legítimo administrador de la misma.

Parece que por educación hoy se entienda únicamente ese proceso desarrollado en un centro ad hoc. ¿No existió educación en la historia humana, durante esa mayor parte del tiempo en que el acceso a estudios reglados era propio de elites o afortunados elegidos por sus raras dotes? Siempre ha habido educación, porque la maduración personal del ser humano la exige —a diferencia de los animales que se bastan con el instinto— para llevar adelante su vida, o proyectarla, para ser más personalmente precisos. Por lo general, han sido los padres, la familia o la comunidad donde se inserta el individuo, los artífices de esa educación.

Aquellos más interesados en trasmitirle lo necesario y lo mejor de sí mismos, para responder a sus propias necesidades y ayudar en su particular perfección, que a la vez redundaría en el bien de todos. En este sentido, «[l]a educación es una preparación para la vida, no un preámbulo para el mercado laboral»1.

Otra cosa sería la instrucción, la alfabetización, el estudio de disciplinas humanísticas o científicas. Todo ello es importante pero, insisto, durante la mayor parte de la historia no resultó vital, no se ceñía a ello la educación. Y aquí está la clave, desde mi punto de vista: se ha invertido la situación de tal modo que el concepto se ha reformulado y limitado, no para dar cabida a la instrucción o los estudios reglados en lo que se entienda por educación, sino para reducir a ellos lo que se considere propiamente educativo.

No habría educación por tanto, sin el paso por un centro escolar, sin el cumplimiento de un itinerario académico, sin la obtención de un título. Y esto no es cierto, porque la educación no es sólo aquello, y conocemos hoy personas mayores que con escasos estudios están mejor formadas para la vida e incluso manejan una cultura más amplia que nuestros jóvenes universitarios. Pero, pese a la falsedad de aquella aseveración, se ha ido haciendo cierta por una serie de circunstancias que luego mencionaré.

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Volviendo al origen, para Julián Marías, la familia constituye un núcleo decisivo en la constitución —descubrimiento y progresiva posesión— del carácter personal del niño, y por ello se plantea en qué medida la llegada a la escuela influye en esta configuración, dado que «[l]a tendencia actual, en los países con recursos, es la escolarización temprana y prolongada». Siendo un defensor de la escuela, duda sobre cuándo debe empezar: «Me parece evidente que la constitución del núcleo personal se interrumpe antes de tiempo. Si la escuela no es enteramente acertada [¡], se advierten deterioros que pueden ser graves; en todo caso, el niño pierde en parte el carácter puramente personal que tenía al comienzo de su vida, resulta menos «único», su espontaneidad queda recubierta por una capa de vigencias en cierto modo impersonales»2. Es decir, lo que se gana en la escuela es a costa de una pérdida al abandonar el núcleo educativo primigenio; y si la escuela no está a la altura, si la enseñanza que imparte es deficiente o adoctrinadora, la ganancia que siempre se atribuye a ella —la socialización del niño— palidece frente a lo que se deja atrás.

Al hilo de esto, no me resisto a recoger una reflexión de Christopher Derrick: «Personalmente, he sospechado a menudo que la educación es uno de los grandes dioses falsos —faute de mieux— adorados por nuestra sociedad sin dios: mucha gente habla como si el simple hecho de hallarse en un aula, escuchando a alguien que hable sobre algo y con algún fin, tuviera un valor místico. En abstracto, el conocimiento es, sin duda, mejor que la ignorancia. Pero, en cada caso concreto, quisiera conocer mucho mejor el tema antes de estar de acuerdo con que determinada situación y experiencia sean deseables. A menudo sí es bueno; pero, a veces, es una absoluta pérdida de tiempo y, en ciertos casos, algo mucho peor. Al gran dios de la Educación no le vendría mal cierta dosis de crítica y de contestación: parece disponer de una lealtad bastante mayor de la que merece»3.

Efectivamente, como apunta este inteligente autor, la Educación, elevada a la condición de mito, se ha encarnado en el centro escolar, incluso aunque el paso por éste pueda ser frustrante y problemático, amén de escasamente enriquecedor. Aquí se podrían citar las cifras bien conocidas que sitúan a la población escolar española entre la peor formada de los países desarrollados, contando el gigantesco número de quienes no concluyen con éxito sus estudios obligatorios, y ello pese a ser España uno de los que más gasta en proveer de medios al sistema de enseñanza. Por otro lado, tampoco resultan desconocidas las condiciones de inseguridad y depresión que en muchos centros viven profesores y alumnos debido a la indisciplina, la falta de respeto y el nulo interés por lo que allí se hace, que se enseñorea de las aulas y que de manera timorata lleva a los responsables (directores, políticos, legisladores) a contemporizar, cediendo en los principios de disciplina y esfuerzo para fomentar una tolerancia políticamente correcta y un igualitarismo a ras de suelo, que desanima y margina a los alumnos y docentes con verdadero interés y facultades.

Sin embargo, no queda aquí la cosa, porque a los padres que han visto crecer sus (fundadas) sospechas respecto del sistema escolar, al mismo tiempo se les ha disminuido o privado de la potestad de elegir respecto de la formación de sus hijos. Porque la educación ha sido modernamente adoptada por el Estado como hija propia, y se ha visto arrebatada de las manos de quienes son sus progenitores naturales, la familia.

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El derecho de los padres a elegir la educación que desean para sus hijos es de difícil ejercicio, toda vez que no existe un centro que responda a los anhelos particulares de cada una de las familias. Pero, siendo esto imposible, y por ello no considerable, el ejercicio del derecho está lejos de conseguirse incluso dentro de un obligado realismo, sobre todo si nos ceñimos al tenor con que nuestra Constitución lo proclama en su artículo 27.3: «Los poderes públicos garantizan el derecho que asiste a los padres para que sus hijos reciban la formación religiosa y moral que esté de acuerdo con sus propias convicciones». Se trata de los mismos poderes públicos a los que, por ejemplo, el artículo 16.3 ordena tener en cuenta las creencias religiosas de la sociedad española. Pese a ello, es notorio que, a la hora de ejercer este derecho, priman poco las convicciones paternas, y se ven beneficiadas familias que acreditan valores preferentes como son la proximidad del domicilio familiar al centro o la existencia de hijos ya matriculados en el mismo. Esta realidad de los centros concertados, que ven cómo la necesidad de financiación pública presiona las legítimas aspiraciones de sus idearios, permite que no pocos padres puedan llevar a sus hijos a un colegio que no responde a sus creencias morales, pero que garantiza una disciplina que ha desertado ya de los centros públicos, puesta en fuga por las leyes que padecemos, correctamente pedagógicas y profundamente antieducativas.

Pero quizá no sea del todo exacto afirmar que la educación ha sido sencillamente arrebatada a los padres. Porque no sólo ha existido un acto de fuerza, aunque sea por vía legal, que ha menguado la capacidad de disposición de los padres en cuanto a la educación de sus hijos. También aquellos son responsables, al menos, de una relajación, cómplices, por tanto, de ese rapto de sus hijos. En Esparta, los hijos se entregaban al Estado para que los convirtiera en parte de su maquinaria militar. Aquí y ahora la expropiación es más sutil, utiliza las técnicas adormecedoras del Estado del bienestar. Cuando éste ofrece todas sus posibilidades —trabajos absorbentes e infinitas opciones de tiempo libre frente a los que se exponen guarderías...

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