Artículo 43

AutorVicente Gimeno Sendra
Cargo del Autorcatedrático de Derecho Procesal UNED

PROCEDIMIENTO EN PRIMERA O ÚNICA INSTANCIA

Diligencias preliminares

Artículo 43.

Cuando la propia Administración autora de algún acto pretenda demandar su anulación ante la Jurisdicción Contencioso-administrativa deberá, previamente, declararlo lesivo para el interés público.

I. ACTO PROPIO, POTESTAD REVOCATORIA DE LA ADMINISTRACIÓN Y PROCESO DE LESIVIDAD

1. «Acto propio» y proceso de lesividad

Sabido es que uno de los Principios Generales del Derecho que se constituyen en fuente de nuestro ordenamiento jurídico, es el de que «nadie puede ir en contra de sus propios actos» o, como más precisamente ha sido formulado por la doctrina, «a nadie le es lícito hacer valer un derecho en contradicción con su anterior conducta, cuando ésta, interpretada objetivamente según la Ley, las buenas costumbres o la buena fe, justifica la conclusión de que no se hará valer el derecho» (Ennecerus, Díez-Picazo).

Dicho principio, de génesis y honda raigambre ius privatista, ha desarrollado también una vertiente en el ámbito del Derecho Público, y en particular en el Derecho Administrativo, rama jurídica en la que no es difícil encontrar diversos preceptos que vienen a acoger, más o menos explícitamente, las implicaciones derivadas de la doctrina del «acto propio». Pero, más concretamente, trasladando el referido principio a la esfera del procedimiento administrativo, podrían obtenerse distintas formulaciones del mismo según quedara vinculada al «acto propio» la actuación de los administrados o la de la Administración:

  1. En lo que respecta al administrado, claramente se deduce dicha vinculación del art. 115.2 LRJPAC, precepto que sanciona la imposibilidad de que sean alegados en la fase de recurso administrativo los vicios de anulabilidad del acto cuya concurrencia sea imputable a una actividad previa del propio recurrente.

  2. Del lado de la Administración, el principio se formularía originariamente del siguiente modo: las actuaciones firmes emanadas de la Administración, previa la correspondiente sucesión de trámites, vinculan necesariamente a la misma, de forma tal que no pueden ser eliminadas por ella de manera unilateral.

    En este último punto, sin embargo, y para evitar que puedan perpetuarse situaciones originadas por la actividad de la Administración que se revelen objetivamente injustas y contrarias a Derecho, la legislación procesal administrativa tradicionalmente ha ofrecido un cauce de solución al posible conflicto susceptible de generarse por la vigencia y eficacia de un acto administrativo firme, autorreputado por la propia Administración perjudicial o lesivo para los intereses de la comunidad.

    Dicho cauce no es otro que el del «proceso de lesividad», en el que se produce la revisión jurisdiccional instada por la Administración contra alguno de sus propios actos, y donde ésta puede obtener la anulación de los mismos.

    Con tal precisión, el anterior principio ha de reformularse constatando la vinculación de la Administración a los actos firmes por ella dictados, los cuales no podrán ser anulados sino en virtud de una sentencia judicial que así lo declare en el correspondiente proceso de lesividad.

    La actual configuración del proceso de lesividad difiere sustancialmente de la institución que constituyó su génesis histórica, tal y como ha demostrado sobradamente el Prof. García de Enterría. En efecto, y en contra de lo sustentado por la doctrina administrativista del siglo xix y primera mitad del xx, los importantes Reglamentos de 1 de octubre de 1845 (art. 21) y 30 de diciembre de 1846 (art. 50), en los que se encontraban los gérmenes de la justicia administrativa española, preveían un recurso contencioso interpuesto por la propia Administración, pero tal posibilidad no estaba dirigida, en modo alguno, a restringir las libres y amplias facultades que la Administración ostentaba en punto a la revocación de sus propios actos irregulares. Por el contrario, el origen histórico del proceso que tratamos se sitúa en el ámbito de la Hacienda Pública a través del Real Decreto de 21 de mayo de 1953, cuya doctrina se generalizó al resto de Ministerios por obra del Real Decreto de 20 de junio de 1858; en la primera de las normas citadas se establecía la necesidad de acudir a los Tribunales cuando los actos del Ministro (que eran los únicos que causaban estado) fueran autorreputados como generadores de algún «perjuicio» (art. 3 R.D. 21 de mayo de 1953), naturalmente económico. En este sentido, la existencia de un perjuicio o lesión no significaba inmediatamente que el acto se opusiera a alguna norma imperativa, sino que únicamente produjera una lesión patrimonial a los intereses administrativos, configuración ésta, como fácilmente puede apreciarse, un tanto lejana a la actual.

    A partir de ese momento, el proceso de lesividad va a sufrir, como de nuevo sostiene García de Enterría, una «transformación radical», transformación que ya se había iniciado solapadamente con la extensión a ámbitos ajenos al de la Hacienda Pública del mecanismo de la lesividad.

    De todas formas, el cambio de naturaleza jurídica obedece principalmente al fenómeno de inclusión en el mismo de «motivos de nulidad» capaces de fundamentar el recurso; una vez impuesta dicha generalización, se abre en nuestro Derecho una acusada tendencia que intenta reducir al mismo régimen del recurso de lesividad las pretensiones revocatorias provenientes de la Administración, y fundamentadas en motivos de legalidad, y no ya de lesión. Todo ello se plasma en la Ley de 31 de diciembre de 1881, de bases, términos y procedimiento para la tramitación de todos los asuntos, reclamaciones y expedientes, de nuevo para el ámbito concreto de la Hacienda Pública, radicalizando la evolución hasta el punto de considerar privativas del proceso de lesividad las pretensiones administrativas fundamentadas en vicios de legalidad, lo cual se transporta a la Ley Santamaría de Paredes de 1888, incluyendo, no obstante, la exigencia de que el acto lesivo lo fuera, no únicamente por motivos de ilegalidad, sino que efectivamente hubiera producido una lesión de tipo económico, de manera semejante a como se concibe en la Ley vigente de 1956.

    2. Ámbito de la potestad revocatoria «ex officio» de la Administración

    La anterior argumentación, sin embargo, ni resulta del todo punto precisa, ni puede ser aceptada en su integridad, por cuanto de todos es sabido que existen determinados supuestos legales donde sí resulta posible la anulación unilateral del acto firme por parte de la Administración.

    En efecto, entre las prerrogativas con que la misma cuenta con apoyo en el ordenamiento jurídico, se encuentra la que posibilita en algunas ocasiones que a la Administración le sea dado ir contra sus propios actos, pudiendo anularlos sin necesidad de acudir a los trámites del proceso administrativo de lesividad. Dichos excepcionales supuestos se encuadran en la llamada «revisión de oficio» de los actos en vía administrativa, de cuyo régimen jurídico se ocupa el Capítulo I del Título VII de la LRJPAC.

    La referida normativa autoriza a que la Administración pueda anular de oficio:

  3. Los actos nulos de pleno derecho, esto es: a) aquellos que lesionen el contenido esencial de los derechos y libertades susceptibles de amparo constitucional; b) los dictados por órgano manifiestamente incompetente por razón de la materia o del territorio; c) los actos de contenido imposible; d) los que sean constitutivos de infracción penal, o que se dicten como consecuencia de ésta; e) los emanados prescindiendo total y absolutamente del procedimiento legalmente establecido para ello o de las normas que contienen las reglas esenciales para la formación de la voluntad de los órganos colegiados; f) los actos expresos o presuntos contrarios al ordenamiento jurídico por los que se adquieren facultades o derechos cuando se carezca de los requisitos esenciales para su adquisición; y, finalmente, g) cualesquiera otros actos que se establezcan expresamente en una disposición de rango legal (art. 62.1 LRJPAC).

    Para verificar la referida anulación unilateral, sin embargo, se hace precisa la concurrencia de dos condiciones. En primer lugar, que el acto nulo de pleno derecho haya puesto fin a la vía administrativa o, en otro caso, que frente al mismo no se hayan deducido en tiempo y forma los oportunos recursos administrativos, condición que se justifica en que, frente a los actos que aún no han alcanzado la firmeza, siempre resulta viable el ejercicio de dichos recursos administrativos, a través de los cuales se brinda a la Administración la oportunidad de revocar el acto. En segundo lugar, es igualmente preciso que a la anulación haya precedido el dictamen favorable del Consejo de Estado o del correspondiente órgano consultivo autonómico, si lo hubiere (ambas condiciones se contienen en el art. 102.1 LRJPAC).

    Sobre la necesidad de ese dictamen consultivo en relación con los actos revocables de oficio por las Administraciones de las Comunidades Autónomas, la relevante STC 204/1992, de 26 de noviembre, ha sentado los siguientes criterios:

    1. Que el art. 107 CE no contemple expresamente sino la función consultiva que el Consejo de Estado desarrolla para el Gobierno de la Nación, no quiere decir que ese órgano haya de quedar confinado el ejercicio de esa específica función y que no pueda extenderse el alcance de su función consultiva. En realidad, su ámbito de actuación se ha venido configurando históricamente como órgano consultivo de las Administraciones Públicas. El hecho de que no forme parte de la Administración activa, su autonomía orgánica y funcional, garantía de objetividad e independencia, le habilitan para el cumplimiento de esa tarea, más allá de su condición esencial de órgano consultivo del Gobierno, en relación también con otros órganos gubernativos y con Administraciones Públicas distintas de la del Estado, en los términos que las leyes dispongan, conforme a la CE (FJ 2º).

    2. El art. 107 CE no ha dispuesto que el Consejo...

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