Anticresis legal. Historia y proyección de la administración y posesión interina del acreedor hipotecario

AutorFernando Martínez Pérez
CargoProfesor Titular de Historia del Derecho, Universidad Autónoma de Madrid
Páginas221-243

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I Crisis financiera y protección del deudor hipotecario

La situación de miles de deudores hipotecarios a los que la crisis económica ha llevado a la imposibilidad de hacer frente al vencimiento de la deuda contraída y, en consecuencia, a la ejecución de los bienes dados en garantía del préstamo es probablemente uno de los problemas más acuciantes a los que los poderes públicos se enfrentan en la actualidad. Si además tenemos en cuenta que, en muchas ocasiones, el bien de que se trata es la vivienda habitual, que además constituye el principal elemento patrimonial de las familias, el problema ya adquiere tintes de drama. Porque estas familias, tras la ejecución hipotecaria, no sólo son lanzadas del inmueble, sino que, toda vez que el producto de la subasta o adjudicación no suele cubrir la cuantía de la deuda, siguen quedando responsables, con la consecuencia de que se deja a un número no irrelevante de afectados en el límite de la exclusión social. Este problema se pone además en una tesitura que no posibilita una solución fácil si también se considera que la multiplicación de las ejecuciones hipotecarias, en un contexto de crisis económica, desencadena el efecto de pérdida de valor de esos activos inmobiliarios que terminan lastrando los balances de las entidades bancarias, quienes se han visto además obligadas a realizar provisiones cada vez más altas por la falta de cobro de estos créditos, amenazando con ello no sólo la fluidez del crédito inmobiliario, sino también la estabilidad del sistema financiero.

No es de extrañar que en este complicado contexto se haya vuelto la mirada hacia el pasado intentando escrutar las causas de una problemática que trasciende la coyuntura de las últimas décadas. En este sentido, el procedimiento de ejecución hipotecaria ha sido blanco de un buen número de críticas. Del mismo, como poco, se ha denostado su obsolescencia. El hecho de que el procedimiento de la Ley de Enjuiciamiento Civil de 2000 trajera causa del especial sumario contenido en este punto en la redacción de la Ley Hipotecaria tras la reforma de 1909, ha dado pie a que se haya reclamado la necesidad de actualizarlo al contexto de principios de siglo XXI. La perentoriedad de esta situación ha movilizado las más variopintas iniciativas por parte de los poderes públicos y de la sociedad civil. Entre las mismas, han destacado las de carácter paliativo, que tocan más los efectos que las causas, sin proponer una revisión de calado de la normativa sustantiva y procesal que regula la ejecución hipotecaria1. Otras iniciativas, como la que se concretó en la ILP por la dación

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en pago, van mucho más lejos y tratan de enmendar el más que evidente desequilibrio entre las partes en la ejecución de la hipoteca inmobiliaria, hoy a favor del acreedor, mediante una solución que, al fin y al cabo, realiza en este último el riesgo, que puede considerarse que las entidades bancarias ya asumían, de una venta o adjudicación por una cantidad que no cubre el montante de la deuda.

La reciente sentencia del Tribunal de Justicia Europeo de 14 de marzo de 2013 ha terminado de empujar al legislador a la modificación del procedimiento de ejecución hipotecaria, lo que se ha traducido, entre otros efectos, en el reconocimiento de un nuevo supuesto de suspensión consistente en el carácter abusivo de cláusulas introducidas en las escrituras de constitución de estas garantías. Ni que decir tiene que la adición de este supuesto hace previsible que se incremente el número de demandas utilizadas por deudores hipotecarios envueltos en un procedimiento de ejecución para aplazar el lanzamiento, con la esperanza de un pronunciamiento favorable en el declarativo que se incoe sobre el carácter abusivo de la cláusula. Y este último efecto habrá de provocar un nuevo motivo de dilación en la resolución de la ejecución hipotecaria añadido al que resulta de la multiplicación de este tipo de procedimientos en los últimos años2.

Es precisamente en esta situación donde puede adquirir relevancia una figura presente desde antiguo en la normativa de ejecución hipotecaria y que, aunque ha merecido alguna atención de parte de la doctrina, también hay consenso en señalar la excepcionalidad con la que el acreedor ha venido acudiendo a este mecanismo. Nos referimos a la posibilidad, contenida hoy en el art. 690 de la LEC, de que el acreedor solicite la administración o la posesión interina de la finca hipotecada. Pero la posible revitalización de esta figura plantea una serie de cuestiones como por ejemplo su duración: su carácter cautelar o ejecutivo; el alcance del contenido de dicha administración; los conflictos entre dicha administración y otros derechos preexistentes como, fundamentalmente, el arrendamiento concertado por el deudor hipotecario; o la integración de su régimen con otras disposiciones como las procesales relativas a la administración forzosa, o las sustantivas de la anticresis, etc. para cuya dilucidación puede, acaso, ser útil el examen de la genealogía de sus formulaciones normativas, y los muy diferentes contextos en los que estas se hicieron presentes. Pues, como es sabido, antes de que la nueva LEC unificase la figura en el 690,1º, ésta había sido recogida en varios instrumentos normativos, que van desde un privilegio concedido a las entidades de crédito territorial en 1869, hasta su generalización en la redacción de la vieja LEC de 1881 (en sus arts. 1530 y 1560), pasando por las disposiciones de la Ley Hipotecaria tras su reforma de 1909 y 1946 (arts. 131.6º y 133), o incluso por un excepcional Derecho de guerra entre 1936 y 1939.

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II La generalización de un privilegio de la banca de crédito territorial

A principios de 1869 el Gobierno provisional surgido de la Revolución de septiembre acometió el problema de fomentar el crédito territorial como parte de la solución a una situación caracterizada por los apuros de la Hacienda Pública; una crisis de subsistencias; y los efectos de la crisis financiera de 1866 originada por hechos como el cierre de las importaciones de algodón (de resultas de la guerra civil norteamericana), o el pinchazo de una “burbuja” ferroviaria. Así, en 5 de febrero de 1869 el Ministro de Hacienda Laureano Figuerola dictó el Decreto que establecía las “bases generales a que debían ajustarse las instituciones de crédito que tuvieran por objeto operaciones de préstamos hipotecarios o de crédito territorial”3. Una de las claves para la activación de este crédito, que había de servir, a su vez, para sacar partido a la agricultura como sector todavía primordial de la economía española, residía precisamente en diseñar un procedimiento que facilitase la ejecución de las ventas en el caso de la insolvencia del deudor hipotecario. Se confiaba en que al reforzar las garantías para el cobro de los préstamos hipotecarios, se acrecentaría este tipo de opera-ciones, lo que favorecería –en forma de rebaja de intereses– a los deudores, abocados por lo general a tener que recurrir a mecanismos mucho más gravosos (cuando no usurarios y confiscatorios) como la, entonces muy extendida, compraventa con pacto de retro. Una de las características de este procedimiento con el que se privilegiaba a las entidades de crédito consistía en la posibilidad que les confería de pedir el secuestro y posesión interina de la finca a los dos días de requerir de pago al deudor, y obtenerla del juez a los quince días sin haberse verificado el pago (art. 16, 1º y 2º). La providencia del juez se daría sin audiencia ni recurso posible del deudor (art. 19. 2ª). La entidad aplicaría las rentas vencidas y no pagadas pero también los frutos y rentas posteriores al pago de su crédito pero podía también optar por hacer de esta posesión el medio de satisfacción de su crédito o, en cualquier momento, optar por su enajenación.

El Decreto del Gobierno provisional tenía, en este punto, sus antecedentes en las iniciativas públicas y privadas que, desde mediados de siglo, se habían tomado en España para la implantación de instituciones de crédito territorial similares a las que existían en el Continente, y particularmente en las de Credit foncier francesas, o en las Landschaften prusianas. En este preciso sentido ha de considerarse el proyecto de ley del diputado Zafra de 1857 o el estudio del abogado barcelonés Joaquín Borrell y Vilá, que analiza hoy RIBALTA4.

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El letrado catalán se había detenido en el estudio del secuestro de la finca hipotecada en el caso de demora del deudor hipotecario, con el que se privilegiaba a aquellas instituciones de crédito. El secuestro del que trató Borrell ya contenía algunas de las notas que aparecían en el Sexenio. Aunque, en la legislación comparada y en las iniciativas de los años cincuenta se apreciaba una clara diferencia respecto de la normativa revolucionaria posterior consistente en que la venta judicial de la finca hipotecada, para satisfacer con su producto el pago de la deuda, no era una opción a disposición del acreedor de forma alternativa al secuestro, sino una última solución para cuya admisibilidad se tasaban las causas.

Las Cortes Constituyentes del Sexenio convalidaron el Decreto del Gobierno provisional por Ley de 20 de junio de 1869. Pero con ello no terminaron las iniciativas para el fomento del crédito territorial, que variaron, sin embargo, en algunos de sus presupuestos, pero no en el punto, que aquí interesa, del establecimiento de un procedimiento de ejecución hipotecaria. En efecto, tres años más...

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