El ambiguo compromiso del Acuerdo Interconfederal italiano del 28 de junio de 2011

AutorUmberto Romagnoli
CargoUniversidad de Bolonia
Páginas13-24

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Ver nota 1

1. Un modelo constitucional de representación y negociación colectiva no activado

Todos, absolutamente todos, recuerdan la comentada esterilidad política de la mayoría parlamentaria del centro izquierda salida de la penúltima cita electoral, pero la reprobación que acompaña aún hoy a tal recuerdo no puede evitar que todo el país le manifieste gratitud por el regalo recibido. Un regalo cuyo valor ha crecido exponencialmente con el paso del tiempo: en el año 2006, aquella mayoría llevó a la presidencia de la república italiana a un hombre político de excepcionales quilates, Giorgio Napoletano. A él, como confirman los sondeos de opinión, el 90 % de los italianos todavía hoy le miran con una confianza y un respeto con el que no puede ni siquiera soñar ningún otro representante de cualquier institución

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pública o privada. Y que se han habituado a reconocerse en él. Sin condiciones ni peros. Incluso cuando, como ha sucedido con ocasión de un reciente encuentro público, ha roto un silencio ensordecedor, estigmatizando "el abismo que separa nuestra realidad carcelaria del mandato constitucional" porque la degradación de los lugares en los que la pena de detención es cumplida -una degradación intolerable incluso en un país "apenas casi civilizado"- impide a ésta el cumplimiento de la función de reinserción del condenado prevista constitucionalmente.

Escuchando estas palabras, se me ha ocurrido que, si la situación de las cárceles es la que debe ponerse en cabeza de la lista de los incumplimientos más clamorosos de la constitución, el segundo puesto -por extensión y relevancia- lo ocupa la realidad sindical italiana.

Es cierto que hay que añadir enseguida que por mucho tiempo y en el pasado inmediato, se trató de una felix culpa.

Para permitirlo, los nostálgicos (tantos aún, vivos y coleando) de un Estado que le había tomado gusto a comportarse como padre-patrón del sindicato, habían buscado de todas las maneras posibles reproducir lo igual en lo desigual; mientras que un movimiento sindical que acumulaba retrasos históricos por cumplir en cuanto a la experiencia de libertad, tenía una extraordinaria necesidad de darse la oportunidad de construirse lo más lejos posible del derecho público: los esquemas regulativos prefabricados por las mayorías de gobierno anti-sindicales como las de los años 50 se lo habrían ciertamente impedido. Un asunto de este tipo era exactamente lo que la CISL, nacida tras la ruptura de la CGIL unitaria, quería oír decir y lo que ella misma mantenía con determinación. Y además con un buen argumento: estaba en juego su posibilidad de afirmarse y crecer. Era un argumento que no podía sino ser compartido por su partido político de referencia, la Democracia Cristiana. En efecto, la activación del mecanismo previsto por los padres constituyentes para re-introducir en el ordenamiento jurídico la figura del convenio colectivo de eficacia erga omnes, y por tanto, con eficacia para-legislativa, habría certificado con frialdad burocrática la minoría numérica del joven sindicato, especialmente en el sector crucial de la industria. Y eso porque el art. 39 de la Constitución italiana medía el poder contractual colectivo de los sindicatos que actuaban en un régimen pluralista sobre la base de la cantidad verificada de las afiliaciones que cada uno de dichos sindicatos podía aportar documentalmente. Por lo tanto, para desarrollar libremente su capacidad de incidencia sobre el sistema sindical la CISL no tenía alternativas: debía celebrar el elogio de la autorregulación social en un contexto de total informalidad y apadrinar la primacía de la autonomía negocial colectiva en el marco de los principios del derecho común de los sujetos privados. Un derecho que, en el arco de su historia secular, nunca había dado hospitalidad al convenio colectivo, ni siquiera lo reconocía.

Aunque inteligente, era una opción necesitada. Como lo fue la convergente y conciliadora posición de la CGIL: en parte porque tenía todo el interés en no ser embridada por los gobiernos que se regían por una tácita conventio ad excludendum

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que inspiraba actitudes de hostilidad hacia todo lo que oliera levemente a izquierda de clase, en parte porque la aceptación de una neo-lengua distante (al menos en apariencia) del campo semántico de la política en un sentido estricto, predisponía a los que la hablaran a comportarse como queridísimos enemigos. Es decir que a no desarrollar el precepto constitucional se llegó más por cálculos de conveniencia que por auténtica convicción y de hecho ha sido preciso que los intelectuales del área jurídica más cercanos al movimiento sindical se embarcaran en una tarea de cobertura y de legitimación cultural de este hecho. Asumieron tan bien esta tarea y la realizaron de tan buena gana que la naturaleza prioritariamente instrumental de las motivaciones originarias del rechazo a la intervención legislativa de desarrollo de la norma constitucional desaparecerá en el curso de pocos años. E incluso no pocos pensaron que pertenecía a un sistema de valores absolutos.

Así, se perdía de vista que, según los padres constituyentes, la negociación colectiva era el vector de la instancia igualitaria que recorre el mundo del trabajo. Una instancia que debía ser satisfecha mediante un doble orden de garantías. En el plano jurídico-formal, el Estado garantizaba con sus leyes la inderogabilidad y la generalización de las condiciones mínimas negociadas a nivel nacional -el único que estaba operativo en la época de la Constitución- mientras que, en el plano sustantivo, la garantía de su adecuación a parámetros de la igualdad y de dignidad deducidos del texto constitucional debía residir en la amplitud del consenso sindical y, de forma inmediata y presunta, de los interesados más directos.

El conjunto de estas garantías esenciales todavía hoy no está disponible.

En efecto, una compacta jurisprudencia no ha dejado de asemejar el convenio colectivo post-constitucional -es decir, la fuente principal y más activa de producción normativa en materia laboral- a un gran depósito de agua desprovisto de la maquinaria capaz de transformar la energía potencial acumulada en energía cinética y de transportar la electricidad a todas las viviendas, incluso las más periféricas, ni de ver en los sindicatos firmantes de convenios privados de erga omnes, los encargados de un servicio de utilidad pública que no tienen posibilidad de prestarlo como se debe. Por ello los jueces a los que se dirigen los no afiliados para reclamar justicia deciden aplicar también a éstos el convenio nacional, derogando deliberadamente el principio base del derecho común en razón del cual los contratos sólo tienen fuerza de obligar entre las partes firmantes. Sabían que un convenio nacional con una esfera de eficacia circunscrita a una tercera parte o poco más de los afectados era como un animal que cojea, que da pena y es justo ayudarlo.

Por los mismos motivos, los sindicatos no estaban dispuestos ni a desaprobar la tendencia jurisprudencial ni a fortiori a enfatizar las razones de su enemistad reemprendida con iniciativas agresivas que habrían eliminado lo poco de certeza jurídica y de las tutelas que, aun sin el apoyo legal solemnemente anunciado, podía dar la negociación colectiva. Sabían que no podían reducir con posterioridad las ya débiles garantías de hacer realizable la igualdad constitucionalmente posible en el mundo del trabajo. Y, como no se cansa de repetir Gian Primo Cella, y con razón, "la

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unidad de acción ha sido una verdadera y propia alternativa funcional a la falta de desarrollo del párrafo 4º del art. 39 de la Constitución italiana". Pese a sus límites y a sus costes. Costes soportados ante todo por la mayoría de los comunes mortales que prestan trabajo para y bajo la dirección de otro.

2. Un compromiso ambiguo

Era necesario recordar el panorama jurídico-sindical descrito para poder comprender por qué con el acuerdo interconfederal del 28 de junio 2011 se haya sellado el enésimo armisticio de una guerra comenzada por inútil necesidad hace ya tanto tiempo.

El oxímoron le agradaría al inventor del teatro del absurdo. Porque reenvía a la época en la que el sindicato, no acertando con el momento oportuno, tenía razón al equivocarse -mientras que eran los otros quienes se equivocaban porque tenían razón en el momento erróneo- y se batía por des-constitucionalizar la totalidad del derecho sindical. Al mismo tiempo, sin embargo, expresa la idea que, ahora, incluso él debería darse cuenta de que ha estado participando en una guerra destinada a terminar sin vencedores ni vencidos.

En efecto, el acuerdo del 28 de junio se...

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