Del agonismo democrático a una política de la a-juridicidad. El espacio político-jurídico a la prueba de la transformación radical

AutorFerdinando G. Menga
Páginas53-72

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1. Introducción: conflictos y contingencia en los sistemas democráticos

En los últimos años, numerosas manifestaciones de clamor popular y demostraciones por parte de ciudadanos han ocurrido y se han propagado rápidamente en varias partes del globo. Se trata de acontecimientos de insurrección democrática, los cuales, a pesar de sus distintas formas de organización, sus finalidades específicas y sus distintas suertes, dan testimonio, a través de su ímpetu conflictivo, de la misma reiterada solicitud de una relegitimación radicalmente participativa de los temas y de los destinos de la cosa pública1.

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Elemento central de esta ola de carácter democrático ha sido, asimismo, el hecho de que ella ha afectado no sólo a los llamados países occidentales altamente industrializados, sino que ha conocido una expansión hacia lugares geográficos hasta ese entonces ajenos a acontecimientos de esta naturaleza y magnitud. Pienso, por ejemplo, en los movimientos de levantamiento popular contra los regímenes autoritarios que se han producido en el Norte de África, que han sido designados como la Primavera Árabe. Pienso, de igual manera, en las protestas que se han rápidamente propagado por toda Turquía a partir de la violenta expulsión, por parte de la policía, de los manifestantes contra la decisión del ayuntamiento de Istanbul de destinar el área del Parque Gezi (cerca de la Plaza Taksim) a la construcción de un nuevo centro comercial. Estas manifestaciones de protesta deben combinarse, más recientemente, con las protestas de los estudiantes en Chile, Inglaterra y Québec; pero también con los varios Occupy movements en Norte América y en Europa, con sus gritos de protesta –a través del eslogan “We are the 99%”– contra las instituciones del sistema financiero global y, más en general, contra la hegemonía del paradigma de gobierno neo-liberal y sus irreductibles consecuencias anti-democráticas. En la misma trayectoria, no se puede omitir mencionar al movimiento de los Indignados surgido en España bajo la égida de la reivindicación de una “¡Democracia real ya!” y que desembocó posteriormente en Podemos. Tampoco se puede omitir una referencia al movimiento de protesta griego Aganaktismenoi y al israelí Mechaat Tzedek Hevrati, con manifestaciones acompañadas del canto, “¡El pueblo pide justicia social!”. Y en conclusión, el Movimento Cinque Stelle en Italia, animado por el proyecto de erradicación del sistema político oligárquico y de realización de procedimientos democráticos totalmente horizontales y participativos2.

El reciente debate internacional en los ámbitos de los estudios sociales, políticos y jurídicos, solicitado justamente por estas numerosas instancias de levantamiento democrático de carácter popular, ha devuelto al centro del discurso, con renovado empuje, la importancia del aspecto del conflicto como elemento irrenunciable para una adecuada realización y comprensión de la legitimación democrática. De hecho, pese a que la presencia de una dimensión conflictiva de la institución social no sea propiamente un rasgo

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exclusivo de la democracia, sólo los regímenes democráticos –así como los ordenamientos jurídicos que estos hacen posibles– reconocen el rol del conflicto, lo institucionalizan, ven en él las marcas de la contingencia, de la inestabilidad y de la siempre posible alteración de la sociedad como principio generador de la misma democracia. Ésta, en efecto, no puede reducirse a una forma de gobierno entre otras, sino que tiene que ser entendida –coherentemente con el proyecto del que ella surgió en la Edad de las revoluciones3– como un orden social siempre inestable, que llega a un callejón sin salida cuando se le desconecta de la fuerza propulsora de la alteración política.

Es aquí dónde se encuentra el íntimo vínculo entre contingencia, apertura a la alteración y el aspecto conflictivo del espacio democrático4, tema central en la reflexión filosófico-politica y filosófico-jurídica sobre la demo-cracia radical5, y especialmente de los discursos sobre la democracia agonístíca6 que plantean, de James Tully7 a William Connolly8, y de Chantal Mouffe9 a Bonnie Honig10 –sin olvidar el importante y reciente trabajo de

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John Medearis11–, la idea básica según la cual el rasgo de apertura y conflictividad de la vida democrática no es lo que tiene que ser rechazado como elemento contrario a ella, sino más bien lo que la democracia debe reconocer y acoger abiertamente como su misma fuerza motriz. Y la razón es que sólo tal apertura a la alteridad y por lo tanto al surgimiento siempre posible de conflictos, es capaz de recordar y hacer verdaderamente operativa la configuración radicalmente contingente en la que cada democracia se basa: la imposibilidad de establecer condiciones de inclusión o de exclusión definitivas a la participación colectiva y, por lo tanto, la referencia a la constante posibilidad de transformación a través del surgimiento de nuevos llamamientos, peticiones e iniciativas12.

Sin embargo, el problema que se plantea es el de comprender cuánta conflictividad y, en consecuencia, cuánta apertura a la alteridad puede acoger o soportar un espacio democrático al fin de conformarse a su constitutiva condición de contingencia. Es ésta, en mi opinión, una cuestión decisiva en la que merece la pena detenerse, sobre todo a la luz de una dinámica peculiar y muy problemática que se injerta, de distintas maneras, en los discursos actuales sobre la democracia radical. Pareciera que éstos, debido a algún tipo de ímpetu democratizante, ceden a menudo ante una peligrosa –así como no siempre reconocida– seducción: cambiar o confundir la adecuada forma de una radicalidad de la contingencia de carácter democrático por aquella que me atrevería a calificar de absolutización hiperbólica de la misma, que desemboca inevitablemente en un absolutismo en última instancia nada sintonizable con un auténtico proyecto democrático.

El fenomenólogo alemán Bernhard Waldenfels ha prestado atención explícita a esta decisiva distinción entre “radicalidad” y “absolutidad”, precisamente en el contexto de su delimitación ejemplar de los trazos constitutivos de la contingencia13. Según su análisis, si bien una forma radical de contingencia implica la articulación de una “otra manera” (alemán: anders; inglés: otherwise) en relación con el orden dado cada vez, no puede, sin embargo, realizarse en una experiencia de ruptura o alteración absoluta de este orden, sino en una forma que mantiene adherencia, aunque mínima, a dicho orden.

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De no ser así, la alternativa en juego no tendría ni siquiera la posibilidad de surgir y, consecuentemente, de ser percibida como tal. La contingencia, según Waldenfels, significa sin duda la transgresión del orden dado; pero una transgresión capaz de inscribirse en dicho orden, así sea de manera mínima, a fin de ser acogida y significada. Se sobreentiende que es exactamente esta adherencia mínima al orden lo que hace radical una articulación o alteración, como expresión de contingencia todavía compatible con un proyecto democrático. Por el contrario, una configuración de contingencia absoluta, ya que no corresponde a un de otra manera (es decir, un otherwise) sino más bien a un absolutamente otro14, implica una apariencia irreductible al orden. Una apariencia de ese tipo, lejos de dejar al orden la posibilidad de llevar a cabo la alteridad o la alternativa, lo priva propiamente del espacio mismo de acceso a la posibilidad de experiencia. Se trata, en efecto, de una contingencia total que, en lugar de favorecer el ensayo de la novedad y formas radicales de transgresión, simplemente se aproxima a una alteración que implica la parálisis o la implosión del sujeto que tendría que llevarlas a cabo, tanto si se lo considere en términos de sujeto político como individual15. Para una colectividad democrática, las consecuencias de esa forma de transgresión totalizadora se dejan percibir inmediatamente: no hay orden democrático que pueda llegar a un acuerdo con esa mutación hiperbólica.

Percibir y discutir la presencia de esa alternativa conceptual entre radicalidad y absolutidad resulta entonces decisivo, también porque ella no es sólo una mera posibilidad teórica o especulativa. Por el contrario, lo que está en juego en esta alternativa tiene un papel muy concreto en muchos discursos actuales sobre la democracia radical, y se expresa en una dinámica problemática de la que pareciera que éstos discursos no se dan cuenta, a la hora de hacer valer la intención apreciable de extender lo más posible el espacio de acogida a la alteridad y de receptividad al conflicto. Pues llega a dar en algún momento un indebido salto paradigmático de la radicalidad a la absolutidad, cediendo de este modo, a través de una especie de pirueta dialéctica, a la misma aspiración de totalización del espacio político que ellos explícitamente combaten.

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Aunque ese marco problemático se encuentra en distintas modalidades y representaciones dentro de la amplia gama de perspectivas contemporáneas sobre la democracia radical, quisiera detenerme en este ensayo en un ejemplo representativo: el discurso sobre la democracia agonística de Chantal Mouffe. La razón de esta elección no se encuentra en el hecho de que su análisis del discurso democrático serviría para explicar sólo y exclusivamente la perspectiva de una pérdida de la contingencia y de la conflictividad según la opción de la absolutidad. La adecuación a esa opción se debería, en mi opinión, a otras teorías mucho más dirigidas a la afirmación de rupturas absolutas y subversiones totales inherentes a la iniciativa democrática16. Si decido enfocar mi atención en el discurso de Mouffe es más bien para...

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