La actitud del derecho romano ante los grupos religiosos. El judaísmo

AutorJosé Antonio Martínez Vela
Páginas29-62

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1. El presente trabajo tiene como finalidad tratar de exponer cómo fueron percibidos los distintos grupos religiosos en el ámbito del Derecho Romano, prestando una especial atención a la situación del Judaísmo, al constituir éste un perfecto ejemplo de la actitud romana con relación a los distintos grupos religiosos existentes y de la evolución que es posible apreciar a este respecto a partir del siglo IV d.C. como consecuencia del reconocimiento del cristianismo como religión oficial del Imperio en el año 380 d.C. por parte del emperador Teodosio a través de la conocidísima Constitutio Cunctos Populos1.

Una primera precisión que ha de realizarse viene constituida por el hecho de que desde sus orígenes la sociedad romana -al igual que el resto de sociedades del mundo antiguo- se caracterizó por la existencia de un vínculo prácticamente indisoluble entre Política y Religión2, pudiéndose afirmarse que el culto a los dioses formaba parte, en cierto sentido, del propio sistema político, en cuanto que se consideraba que eran precisamente los dioses quienes garantizaban y aseguraban la propia existencia del Estado. Idea ésta que puede sintetizarse perfectamente en la siguiente afirmación del Prof. Antonio FERNÁNDEZ DE BUJÁN: «En

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la República romana, la vida diaria estaba impregnada del sentido de lo divino»3.

Así, en el ámbito del Derecho Romano, podemos afirmar que el principio angular sobre el cual descansaba prácticamente todo el sistema político era la obligación para la autoridad pública de asegurar el mantenimiento de la denominada PAX DEORUM, o situación de equilibrio de la comunidad con relación a sus dioses, para lo cual se acudía a toda una serie de diversas prácticas expiatorias y adivinatorias, tanto antes de llevar a cabo los más importantes actos de la vida política4y militar5, como con posterioridad a la verificación de alguna catástrofe o derrota, idea que aparece perfectamente refiejada en el capítulo primero de los Facta et Dicta Memorabilia de VALERIO MÁXIMO, donde éste afirma:

Nuestros antepasados establecieron que la ciencia de los pontífices explicara las ceremonias fijas y anuales; que la observación de los fenómenos por parte de los augures garantizara el éxito de los negocios importantes; que los libros de los adivinos interpretaran los oráculos de Apolo; que las prácticas etruscas sirvieran para conjurar los malos presagios. Las antiguas instituciones determinaron también nuestras relaciones con los dioses: con la plegaria pedimos su protección; con el voto solemos solicitar un favor; con las acciones de gracia cumplimos para con ellos; con una ofrenda escudriñamos las entrañas de las víctimas y las suertes; con los sacrificios celebramos ritualmente las solemnidades. También por medio de los sacrificios se mantienen alejados los males con que nos amenazan los prodigios y los relámpagos

.

Es más, esta íntima conexión entre religión y política no varió tampoco con el afianzamiento del cristianismo como religión del Estado Roma-

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no a partir de finales del siglo IV d.C., tal y como evidencian claramente los esfuerzos de San Agustín para tratar de rechazar las acusaciones que se dirigieron contra los cristianos por parte de los paganos con posterioridad al saqueo de Roma llevado a cabo en el año 409 por Alarico, razón última de la elaboración de una de sus más importantes obras: la Ciudad de Dios6, la cual en el fondo es realmente una amplísima justificación de cómo Cristianismo e Imperio se hayan íntimamente relacionados, debiéndose el gran esplendor alcanzado por este último al apoyo que le ha sido dispensado por el Dios de los cristianos, tratando de refutar todas las acusaciones recibidas con relación a que el saqueo de Roma fue una consecuencia directa del abandono de los cultos tradicionales romanos tras la imposición del cristianismo como religión oficial del Imperio a partir del emperador Teodosio.

Por otro lado, como consecuencia de la expansión territorial que se inició a mediados de la época republicana -siglo III a.C.-, Roma entró en contacto con otras culturas, con otras civilizaciones, cada una de las cuales tenía además sus propios dioses, sus propias creencias, en muchos casos distintas, en otros similares, a las romanas. Esta expansión supuso, además, que numerosos habitantes de estos territorios se establecieron en Roma y, en general, en toda la Península Itálica, trayendo consigo sus dioses y sus creencias. Ahora bien, ¿cuál fue la actitud del sistema político romano frente a estos nuevos dioses que pretendían introducirse en la cultura romana?

La respuesta a este interrogante es unánime, se afirma con carácter general que Roma fue tolerante con respecto a los diversos cultos existentes en los diversos territorios sucesivamente conquistados, mostrando generalmente un alto respeto hacia dichas creencias religiosas de los naturales de los mismos; no interviniendo, en principio, de ningún modo con relación a los ritos o ceremonias con los cuales esos diferentes pueblos existentes dentro del Imperio adoraban a sus propias divinidades. La razón para ello está clara: el panteón de la religión romana no estuvo nunca sujeto a ningún tipo de demarcación originaria o definitiva que impidiera la integración de nuevos cultos a medida que el Imperio se extendía por regiones que, hasta entonces, habían permanecido total-mente ajenas a sus costumbres y valores religiosos7.

Sin ninguna duda, dos de las principales características de la religión romana fueron su permeabilidad y su sincretismo, los cuales fomentaron la convivencia de las más dispares comunidades religiosas dentro de un

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mismo territorio, pudiéndose hablar de la existencia de un único límite a esta amplia libertad reconocida por las autoridades romanas en materia religiosa: que los diferentes cultos no alteraran la seguridad interna del Estado.

Esto supuso que las autoridades romanas sólo intervinieran con medidas represoras de los cultos existentes en los distintos territorios que iban ocupando, cuando los mismos tendían a asumir formas públicas que amenazaban el respeto a los mores maiorum romanos; en realidad, como ha indicado el Prof. ADRIANI, la hostilidad romana no se dirigía tanto contra el acogimiento de nuevas divinidades, como contra la «moralidad» que acompañaba a dichos nuevos cultos, en cuanto la misma pudiera subvertir o contaminar las costumbres romanas8.

En consecuencia, cuando se habla de intolerancia en la antigua Roma, no se hace en el sentido de no admisión radical de cualquier otra fe debido a la existencia de una religión verdadera respecto a otras no verdaderas, sino en el sentido más limitado de aquella que pretende subvertir con su contenido la religión y el culto oficiales, efectuando por tanto un atentado contra el sentimiento nacional y la seguridad del Estado; es dentro de este contexto donde puede insertarse, por ejemplo, la expulsión de egipcios, judíos y caldeos de Roma decretada en el año 139 a.C.9o, el previo senadoconsulto de Bacchanalibus del 186 a.C. que prohíbe en Roma los cultos de las Bacanales10.

Los romanos, por tanto, no pusieron obstáculos a las religiones de los pueblos conquistados, mientras éstas permanecieran subordinadas a los

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cultos oficiales romanos, los cuales representaban tanto una tradición religiosa como política del poder; como ha señalado la Prof. PUCCI BEN

ZEEV «los romanos no se preocupaban de la multitud de los dioses venerados por los individuos o por las diversas naciones, mientras que se trataba de una experiencia específicamente religiosa, y no se buscaba dar contenido o aspecto político a su organización y a sus prácticas»11.

En base a lo anterior, las diversas poblaciones locales de las distintas provincias continuaban venerando a sus dioses tradicionales, si bien solían añadir al nombre original de los dioses propios un nombre derivado del panteón romano. Además, en todas ellas -tras el advenimiento con Augusto del nuevo régimen político del Principado- se extendió el denominado «culto imperial», que -por un lado- simbolizaba el reconocimiento de la soberanía de Roma, y -por otro lado- constituyó un nexo de unión entre las diversas religiones del Imperio con la tradición romana; es decir, constituía simultáneamente un deber cívico y religioso.

Este elevado grado de tolerancia de los romanos hacia los diferentes cultos locales se encuentra perfectamente refiejado en el texto de un apologeta cristiano del siglo II, Atenágoras, en una de cuyas obras se puede leer:

En vuestro imperio, oh grandes entre los reyes, unos usan de unas costumbres y leyes, y otros de otras y a nadie se les prohíbe, ni por ley ni por miedo a castigo, amar sus tradiciones patrias, por ridículas que sean. Así, el troyano llama dios a Héctor y adora a Helena, a la que cree Adrastea; el lacedemonio da culto a Agamenón, como si fuera Zeus, y a Filonoe, hija de Tindáreo, como a Enodia; el ateniense sacrifica a Erecteo Poseidón; y a Agraulo y Pandroso celebran los atenienses iniciaciones y misterios, aquellas a quienes se tuvo por sacrílegas por haber abierto la caja. Y en una palabra, los hombres, según las naciones y los pueblos, ofrecen los sacrificios y celebran los misterios que les da la gana. En cuanto a los egipcios, tienen por dioses a los gatos, cocodrilos, serpientes, áspides y perros. Y todo ello lo toleráis vosotros y vuestras leyes; pues consideráis impío y sacrílego no creer en absoluto en Dios; pero necesario, que cada uno tenga los dioses que quiera, a fin de que por el temor de la divinidad se abstenga de cometer impiedades […]

12.

Precisamente, de esta misma época, segunda mitad del siglo II d.C., sería un rescripto del emperador Septimio Severo13, al cual se alude en un conocido texto de Marciano contenido en D. 47.22.1.1, donde se hace referencia a la posibilidad reconocida legalmente, tanto en Roma como en la provincias, de «reunirse con fines religiosos, siempre que no se haga

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contra el...

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