Introducción

AutorJosé Andrés Sánchez Pedroche
Cargo del AutorCatedrático de Derecho Financiero y Tributario. Universidad de Castilla-La Mancha
  1. INTRODUCCIÓN

El sistema fiscal español inicia los albores del presente siglo con la convicción de que debe afrontar una serie de transformaciones cruciales motivadas por un cambio en los objetivos de la política económica, como puede ser la necesidad de incentivar el ahorro y la inversión, consecuencia de las restricciones impuestas en materia fiscal por la irrupción de la moneda única (1) y la globalización de la economía, sin olvidar otras cuestiones relevantes desde nuestra perspectiva estrictamente interna como es, por ejemplo, la corresponsabilidad fiscal entre la Administración Central y las Administraciones Territoriales y Locales.

Las naciones con bajas tasas de ahorro y de inversión tienden a presentar bajos niveles de renta y de tasas de crecimiento per cápita (2). Resulta lógico, por lo tanto, señalar que el ahorro, tal y como defendieron los neoclásicos, con SAY a la cabeza, juega un papel esencial o de primer orden en el crecimiento económico de un país. Es cierto que esta cuestión no ha resultado precisamente pacífica en la doctrina económica desde tiempos incluso anteriores a los de A. SMITH, pero, sobre todo, a partir de las tesis de KEYNES (3) se fue forjando una teoría que ha afirmado justamente lo contrario, es decir, que es el consumo y el correspondiente estímulo de la demanda el factor que genera un mayor crecimiento, revistiendo el ahorro una relevancia sensiblemente inferior (4).

En el fondo de esta polémica probablemente se halla la extrema dificultad de refrendar econométricamente la importancia para la economía nacional del ahorro familiar como componente fundamental del ahorro interno. Sin embargo, no parece que tal problema sea insalvable. El Informe de la Comisión para el Estudio y Propuesta de Medidas para la Reforma del I.R.P.F., apuntó en su día que las tasas de ahorro de las familias españolas constituían el camino más seguro para una convergencia real con los niveles medios de bienestar europeos, al no ser posible ya recurrir a diferenciales en los tipos de interés en un sistema con moneda única: «Desde hace algún tiempo ha venido produciéndose en ámbitos académicos cierta polémica, aún no cerrada totalmente, acerca de si para el crecimiento de la producción resulta necesario que previamente aumente el ahorro o si, por el contrario, el desarrollo genera por sí mismo el ahorro necesario para financiar las inversiones. En buena medida esta polémica ha sido originada porque la agregación de los datos que se utilizan habitualmente y la necesaria igualdad expost entre ahorro e inversión hacen difícil econométricamente no sólo identificar las variables que influyen en estas magnitudes sino, sobre todo, el sentido de la causación entre ellas. Existe, sin embargo, un acuerdo amplio, fundado tanto en lo que se ha venido en llamar “síntesis neoclásica” como en una extensa y todavía no bien evaluada experiencia histórica —que abarca, además a muchos países— de que altas tasas de ahorro mantienen bajos los tipos de interés y reducen tensiones sobre el consumo, con lo que mejora el volumen relativo de inversión y, a largo plazo, las posibilidades de crecimiento estable y sostenido de la economía. En este mismo sentido, algunos estudios orientados a dilucidar el papel de las entidades financieras en la promoción del ahorro privado han reforzado también la hipótesis de que es el volumen de ahorro el que a largo plazo acaba influyendo en los niveles de crecimiento de la producción y no la producción la que induce a la larga el crecimiento del ahorro» (5).

Lo que parece estar claro, frente a las distintas teorías a las que acabamos de referirnos, es que la importancia del ahorro en el desarrollo económico se ve influida negativamente por los impuestos y por su nivel de progresividad, tesis también recurrentemente aducida por la doctrina hacendística desde J. S. MILL (6) y que encuentra fundamento en el puro sentido común: una imposición elevada retrae el deseo y la capacidad de ahorrar; aspecto éste fácilmente constatable en las estadísticas nacionales, donde se aprecia en los últimos años una inequívoca tendencia a la disminución del ahorro en proporción al Producto Interior Bruto (7). Tal efecto negativo ha constituido además una suerte de potente factor multiplicador, puesto que la generalizada y persistente aparición de déficits públicos en las economías desarrolladas han comportado escasos índices de ahorro nacional (8), toda vez que el descenso del ahorro público no ha quedado compensado por un incremento similar del ahorro de las familias y de las empresas, como teóricamente han mostrado los modernos planteamientos de los efectos económicos del déficit público (9).

La cuestión, por lo tanto, reside, en primer lugar, en abordar el estudio de las circunstancias en las que las familias deciden ahorrar o prefieren consumir, es decir, los supuestos en los que el tributo desalienta de una forma severa esa libre elección (10). En segundo término, una vez creadas las condiciones idóneas para que la decisión sea factible —y, en la medida de lo posible, libre— deben analizarse las distorsiones fiscales que los impuestos (especialmente el I.R.P.F.) introducen al gravar con condiciones o tipos diferentes las distintas aplicaciones del ahorro o, lo que es lo mismo, la influencia de aquéllos en la elección final por la que los contribuyentes acaben decantándose (activos reales, financieros, empresariales, etc. 11).

Conviene advertir, sin embargo, que a estos dos aspectos a los que acabamos de referirnos debe unirse indefectiblemente otro, y no de menor importancia. Es evidente que los sistemas fiscales son conscientes de su negativa influencia en el índice del ahorro que finalmente pudiera conseguirse (12). Por esa razón consagran normativamente determinados factores de corrección o diversos incentivos fiscales que intentan paliar o minimizar la carga fiscal final del producto en el que dicho ahorro se materializa (deducciones en cuota, reducciones en base, aplazamiento del pago del impuesto, no-retención, exención hasta unos límites, etc.). Dichos factores de corrección intentan plasmar de alguna forma la idea de neutralidad fiscal, pero en sí mismos suponen un desincentivo a la misma, pues a su generalización con el paso del tiempo deben añadirse las continuas modificaciones del sistema fiscal que acaban generando no sólo mayores distorsiones que las que con su uso pretendían evitarse, sino también una suerte de desestímulo al ahorro, lo que ha terminado por granjearles una merecida crítica (13).

En esa tesitura de ahorro o consumo surge, y no de una forma casual precisamente, las tesis que abogan por un Impuesto sobre la Renta basado no en la capacidad de generar ingresos, sino en el gasto. Pero ello no constituye otra cosa que una muestra de la larvada tensión entre otros dos principios de cuya confrontación resulta posible extraer consecuencias de incalculable importancia en el sistema fiscal, como son los de eficiencia y equidad. El impuesto sobre el gasto se presenta así como la propuesta fiscal capaz de resolver el grave problema constituido por la llamada doble imposición sobre el ahorro, motivada por el hecho de que lo que se ahorra e invierte paga en el Impuesto sobre la Renta por los intereses o beneficios generados, a pesar de que en su momento ya resultó gravado el principal o capital obtenido. La alternativa a dicho problema es, bien una imposición sobre el gasto, bien una exención sobre los intereses generados por la renta gravada, pues de otra forma, y como señalara en su momento J. S. MILL, «los contribuyentes se verán gravados dos veces en lo que ahorran y una sola vez en lo que gastan» (14).

Como se sabe, la correcta medición de la capacidad de los sujetos pasivos puede efectuarse desde tres índices considerados fundamentales: la renta, el gasto y el patrimonio. En nuestro país y en la totalidad de los países de nuestro entorno, el índice de capacidad adoptado ha sido la renta y subsidiariamente el patrimonio. No quiere decirse con ello que el gasto no tenga relevancia alguna (vgr., I.V.A. o Impuestos Especiales), sino que no la tiene como el índice más relevante de capacidad económica (15). Las propuestas que en tal sentido están hoy encima de la mesa del debate político y de la discusión científica, tienden todas ellas a reforzar el ahorro, a través de la deducción del íntegro de las cantidades ahorradas en el ejercicio, de acuerdo con las propias tesis sostenidas por el Informe MEADE, en el que la práctica totalidad de los miembros de la citada Comisión abogaron por la defensa de un impuesto sobre el gasto. Los vientos favorables que soplan en la dirección indicada traen causa quizás del escaso nivel de ahorro que se detecta en los últimos decenios en las economías occidentales, especialmente en la Norteamericana y que en modo alguno se ha visto atemperado —más bien ha acontecido justo lo contrario— por la actuación del sector público a través de los programas de Seguridad Social o de la imposición personal (16). En opinión de SEIDMAN ese impuesto sobre el gasto elevaría el tono vital del ahorro, aumentando la inversión y arrastrando con ello la productividad, los salarios y, en definitiva, el bienestar de la ciudadanía (17).

Para SEIDMAN, el aumento de los niveles de ahorro se produciría a través de tres mecanismos:

  1. La citada exoneración de las cantidades ahorradas. Este extremo, sin embargo, no es compartido por la unanimidad de la doctrina y depende básicamente de los efectos económicos del I.R.P.F. sobre el ahorro familiar. Tales efectos, de difícil cuantificación en cualquier caso, son de una doble naturaleza: el efecto sustitución y el efecto renta (18). Se produce el primero de ellos como consecuencia de que un impuesto sobre la renta con tipos elevados de gravamen somete a un exceso de tributación la renta ahorrada induciendo a las familias a un mayor consumo en claro perjuicio del ahorro (efecto que se vería agravado por la existencia de un...

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