Soledad en Columbia

AutorG. Sobejano
Páginas63-64

Page 63

Conocí a Soledad y a Graziella, su madre, semanas después de llegar a Nueva York, con Helga, mi mujer, para ejercer la enseñanza en la Universidad de Columbia. Era a comienzos del año 1964. Antes, indirectamente, había visto evocada la imagen de Soledad en cierto párrafo de un ensayo de Dámaso Alonso, maestro suyo y mío en Madrid con escasa diferencia de años.

Graziella y Soledad fueron para nosotros desde el primer encuentro una delicada encarnación de aquella España abierta, liberal y generosa que la Guerra Civil había malherido y la cenicienta postguerra oprimía o ahuyentaba.

Desde entonces, y sobre todo a partir del 1988, cuando yo enviudé y Soledad hacía tiempo que había perdido a su madre, estimé a Soledad, y la sentí, como una hermana, una amiga fraternal en quien veía yo brotar de nuevo, al amparo de su sonriente presencia y de su palabra siempre amena y animosa, el recuerdo de dos hermanas mías desaparecidas.

Durante los últimos años pasaba Soledad temporadas en Madrid, su ciudad natal, y temporadas en Nueva York, su ciudad adoptiva. A menudo, tras un diálogo placiente entre las paredes de este piso, cercano al suyo -y ambos dentro del recinto de Columbia- salíamos a cenar por aquí o no mucho más allá, o asistíamos juntos a sesiones o veladas del Instituto Cervantes, de Barnard College, de este departamento de Columbia, del MOMA, del Metropolitan, del Graduate Center de CUNY. O nos reuníamos con Carmen de Zulueta, su casi compañera de aprendizaje «institucionista»; con José Miguel Martinez Torrejón e Isabel de Sena, jóvenes colegas muy queridos, corno lo fue José Muñoz Millanes, vecino y primer testigo del asalto mortal que se llevó en pocos días a nuestra esforzada Soledad o Marisol. «Sole» la llamaba siempre José Olivio Jiménez, inolvidable amigo de todos nosotros y profesor, como ella y siempre cerca de ella, en Hunter College. En una página de despedida a Soledad, recogida en el homenaje que Túnez le dedicó, trazaba José Olivio una semblanza de Soledad que ponía de relieve su limpidez moral, aparente fragilidad física y honda entereza anímica. Suscribo aquella semblanza y la confirmo y acreciento.

De Soledad y de José Olivio fue patrono y afectuoso tutor el entonces director del departamento de Hunter, don Emilio González López, jurista exiliado, gran conversador, caminante incansable, historiador de España y de esa Galicia que seguía siendo, en su imaginación, algo así como el reino del sueño.

Todos los que tratamos...

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